LLANO, Alejandro. La nueva sensibilidad. 2ªed. Madrid: Espasa-Calpe, 1988.

La nueva sensibilidad

PRÓLOGO

Aunque he escrito este ensayo durante los últimos meses de 1987, las inquietudes que en él se reflejan empezaron a rondarme hace unos veinte años.

Los movimientos de la protesta estudiantil tienen como fecha y lugar de referencia el mayo francés de 1968. Pero ni se limitaron a Francia, ni se agotaron en esa primavera. Fue un fenómeno internacional, que en España — por nuestras especiales circunstancias políticas — se inició antes de 1965 y no concluyó hasta bien entrada la década de los setenta.

Creo que todo prefacio o prólogo debe contener la explícita presentación del libro y la sólo implícita presentación del autor. Aunque no demuestre muy buena crianza, me permitirá el lector que desoiga por esta vez el lema de la Crítica de la Razón pura kantiana, que aconseja al escritor omitir lo que a sí propio concierne: de nobis ipsis silemus. Y es que aquellos años de la revuelta universitaria marcaron mi manera de pensar con una intensidad de la que cada vez me he hecho más consciente. Por otra parte, las dos décadas transcurridas desde entonces ofrecen ya una cierta perspectiva histórica para hacer un primer intento de interpretación de lo que se urdió — o, mejor, se manifestó — en torno a la situación académica de 1968.

Mis recuerdos de aquellos años, transcurridos en la Universidad de Valencia, están llenos de trances y anécdotas, que aún evoco en largas conversaciones informales con mis actuales alumnos: apenas pueden creer lo insólito de algunos lances. De entre ellos, guardo en la memoria una situación mínima, que me dio mucho para pensar. Marchaba la manifestación estudiantil — a paso bien ligero — por la calle de Las Barcas. Una anciana señora, que salía en aquel momento de un portal, se dirigió a mí con una sola y directa pregunta: “¿Qué quieren los estudiantes?” No era momento de intentar contestarla: la policía nos pisaba los talones, y una detención significaba el final de casi todo. Pero lo cierto es que yo, por aquel entonces, no tenía una respuesta cabal para la curiosa viejecita. Lo que pedían los estudiantes era patente y sonoro. Los organizadores de aquella demostración habíamos preparado muy bien un grito sincopado que resumía nuestras reivindicaciones: “¡pren-sa-li-bre-sin-di-ca-to-ti-bre!“ Pero ¿era eso sólo lo que queríamos?

He dicho “sólo”, mas no era poco. La dictadura, en su fase terminal, aparecía como el obstáculo más neto que se interponía entre nosotros y la efectiva realización de los ideales políticos que — al parecer — compartíamos. Basta recorrer los nombres del gobierno y de la oposición — y, sobre todo, los de muchos protagonistas, hoy marginados, de la transición política — para comprobar que aquélla fue una de las principales palestras del surgimiento de la democracia. Pero, en el fondo, lo que más nos interesaba no era un cambio formal — así lo decíamos en nuestras interminables discusiones — de las estructuras políticas. Lo que allí latía eran los últimos rescoldos de la esperanza de la revolución, interpretada por cada uno — ahora se ve más claro — de maneras muy diversas, e incluso opuestas. Si, después de logrado el objetivo inmediato, muchos pasaron del entusiasmo al conformismo a través de la decepción, es precisamente porque lo que de verdad estaba en juego era otra cosa. Y la ausencia de esa meta presentida es lo que hoy se siente.

Vino después — tras un fugaz compromiso político — el tiempo de la reflexión. Y pude comprobar que los diagnósticos de aquella fase del siglo XX vislumbraban ya oscuramente que sus convulsiones significaban la conciencia del final de las revoluciones clásicas y el vacilante inicio de un cambio de revolución. El centro de gravedad de las nuevas expectativas ya no era la política ni la economía, sino la sociedad y la cultura. Se trataba de “aspiraciones de más alto nivel” (Inglehart), que afectaban a dimensiones pre-estructurales: a los modos de vida. Estaba surgiendo una nueva sensibilidad, que anunciaba quizá un cambio epocal. Las mutaciones estéticas parecieron confirmarlo, y el actual debate sobre la condición espiritual de nuestro tiempo — el consabido Zeitgeist — vino a poner la cuestión en el foco del debate intelectual.

Y es en este punto donde mis preocupaciones presentes enlazan con aquellas viejas inquietudes. Quiero ver en el actual “malestar de la cultura” el sordo eco de unas expectativas hasta hoy insatisfechas, entre otros motivos porque estaban sólo difusamente formuladas.

El nivel más externo y aparente de las frustraciones se refiere, paradójicamente, a las estructuras del “Estado del Bienestar”. Lo que acusa — y de lo que se le acusa — no sólo es su incapacidad para otorgar la felicidad civil que promete: es, mayormente, que en sus prestaciones — por completas que fueren — no reside el bienestar que los ciudadanos buscan. Pero los ciudadanos tampoco encuentran tal satisfacción en el escape de esas estructuras, en el refugio de la privacy, o en el mundo irreal de las aventuras lúdicas. Decían los clásicos que la bienaventuranza terrena — la eudaimonia — tenía que abarcar la vida completa. Y es la propia totalidad de la vida — su sentido global, su finalidad — lo que ahora no comparece y lo que se añora.

Los diagnósticos convencionales de la crisis civil, al menos entre nosotros, aciertan rara vez a dar con el núcleo de la cuestión. Acusan una corta capacidad para percibir lo que realmente se pretende dilucidar. Tal miopía aqueja notoriamente al ámbito político. En un pueblo que rompió con sus tradiciones públicas, hasta el punto que ahora no sabe ni cuáles fueron, lo que está a flor de piel es la sensibilidad vital, los presignificados del tejido civil. Por esto es tan difícil encontrar por aquí auténticos liberales, conservadores, democratacristianos e, incluso, socialistas. Lo que hay son actitudes que — por su propia indefinición en términos politológicos — presentan mayoritariamente un vago perfil populista o, todo lo más, socialdemócrata. Pero el peso de la desconexión entre la retícula del “sistema” y el mundo vital recae más sobre las carencias interpretativas de los hombres públicos que sobre los propios ciudadanos, los cuales siempre tienen el inapelable recurso de acudir a la más fuerte de las evidencias: la tautología de ser precisamente como son. Reaparece nuestra ancestral situación histórica del buen vasallo en busca de algún señor que esté a su altura.

He estudiado algunas aportaciones sociológicas que se percatan de la necesidad de tender ese puente entre el sistema y el mundo de la vida, para superar la crisis de gobernabilidad que presenta la complejidad actual. Mi lectura es la del que tiene por oficio el cultivo de la filosofía. Por eso no pretende detenerse — ni sería competente para ello — en el rigor de los especialistas. Se interesa, más bien, por los fenómenos que los sociólogos describen y por las raíces de esa nueva manera de ver y pensar las cosas, que está persiguiendo suplementos de sentido para lograr percibir unidades comprensibles. Mi tratamiento enfatiza, pues, la función mediadora de la cultura — en el sentido radical de ethos, de forma de vida — como ámbito en el que se mueve la nueva sensibilidad.

Me arriesgo después, con las cautelas del caso, a penetrar en el terreno — minado por equívocos — de la discusión actual sobre el fin de la modernidad.

Nuestro país pasa por ser, incluso fuera de él, uno de los paraísos de la sensibilidad posmoderna. Lo cual no deja de ser revelador de todo lo que antes dije, y abre posibilidades de las que quizá me haga cargo después. Pero, desde la perspectiva del propio debate, estamos dándolo por concluido cuando apenas hemos entrado en él (con excepciones relevantes, entre las que destacaría la lucidez de Jesús Ballesteros, catedrático de Filosofía del Derecho, precisamente en la Universidad de Valencia). Ahora mismo, en Alemania, alcanza su punto álgido la Geschichtesstreit, la polémica acerca de la suerte de la historia en un período que — según las posturas — o bien ya se ha despedido de la Ilustración, o bien revela que esa modernidad madura es un proyecto vigente, pero inacabado, que reclama proseguimiento. A pesar de todas las reservas que exige una discusión tan fluida y plurivalente, creo que mi postura es suficientemente neta y matizada. No estoy, desde luego, en favor de una prosecución en bloque de una modernidad que — como proyecto — ya es inercial; pero tampoco puedo identificarme sin más con las ambigüedades de la sensibilidad posmoderna. A mi juicio, las mejores aspiraciones de la nueva sensibilidad tienden hacia el logro de una contemporaneidad que supere la vanidad tardía del progresismo moderno y la banalidad crepuscular de un posmodernismo nostálgico.

Mas, llegados a este extremo, también yo soy consciente de mis propias ambigüedades, y me parece honrado advertir de ellas al lector antes de que le perturben (así como también se me antoja prudente curarme de ellas antes de que las descubra). Mi discurso oscila irremediablemente entre lo descriptivo y lo prescriptivo. En primer término, entiendo por nueva sensibilidad esa capacidad de percepción para lo inmediato, lo cualitativo y lo plural, que evidentemente se ha agudizado en los últimos veinte años. En ella se encuadran los afanes de participación contestataria o “leal”, los movimientos divergentes, no pocos aspectos de la subcultura juvenil y las variaciores artísticas de las transvanguardias. Pero, en tan abigarrado panorama, se impone distinguir y ponderar. Y, a la hora de hacerlo, resulta desagradable y manido recurrir a la interpretación in peius. Aparte de que soy reluctante a la quejumbre y tiendo — seguramente en exceso — a la conciliación, creo sinceramente ver en tales tesituras un factor común de innovación, cuyo sentido integrador y comprensivo me parece prometedor. Por eso pretendo tirar para arriba de esos valores ascendentes y tratar de llevarlos hacia su mejor sentido, que es el de la nueva sensibilidad como inteligencia que se abre, a través de los sentidos externos, de la memoria y la imaginación, a la unitaria pluralidad de lo real.

Al caracterizar ese nuevo modo de pensar, emergen inevitablemente mis preocupaciones filosóficas. Lo que he procurado “evitar” — y me temo no siempre haber logrado — es fatigar a los posibles lectores con desarrollos conceptuales cuyos implícitos filosóficos e históricos tampoco procedía desarrollar. Lo terco del caso es que no puede resultar convincente esa versión convencional de lo que es un ensayo, según la cual se ofrecen bien aderezadas unas conclusiones de cuyos presuntos fundamentos se hace gracia al lector. El resultado de tal figura es un simulacro de discurso. Con todo, he intentado aligerar las dificultades que mi modo de proceder arrastra, alternando los tramos mas “técnicos” con otros que vienen a decir lo mismo de modo más llano y asequible.

Es gabela del oficio endosar al lector inteligente las insuficiencias del escribidor. Por lo que acabo de decir, mi petición es doble. El lector atento — es decir, amable y despierto a la vez — sabrá distinguir, por el contexto, cuándo mi caracterización de la nueva sensibilidad se mueve en un plano descriptivo y cuándo se adentra en valoraciones y propuestas que traspasan lo fáctico; y, por otra parte, quizá esté dispuesto a realizar travesías conceptuales más arduas, con la promesa de que poco después el camino volverá a ser andadero y quedará satisfecho de la ganancia.

En lo que mi recorrido se parece más a un ensayo, en su sentido convencional, es en la libertad expositiva y en las frecuentes variaciones de enfoque, y aun de tono y estilo. La propia naturaleza del tema lo exigía; y un cierto barroquismo retórico cuadraba mejor con la sensibilidad nueva que una exposición homogénea y lineal. Por ello, el texto ofrecerá a veces — y no siempre irónicamente — ciertos visos “posmodernos”. En este aspecto, me inquieta más el severo juicio de los colegas que la benevolencia — espero que ya captada — del lector con preocupaciones culturales más amplias. A algunos de mis compañeros de quehacer universitario habrá de escandalizarles, sin duda, ese continuo pasar de la categoría a la anécdota. Se sorprenderán quizá de que no tenga empacho en acercarme a las nuevas formas de la arquitectura, a la entraña del feminismo, al mundo de la empresa o a las vicisitudes laborales. Los que me conocen mejor saben que aprendí de mis maestros — y especialmente de Antonio Millán-Puelles — a cultivar una filosofía impura, siempre azacanada con cuestiones ambientales y aplicadas. Desde Platón hasta Hegel, e incluso hasta Husserl, la mejor filosofía occidental ha metido las manos en la fértil tierra de los problemas sociales, políticos, económicos y culturales. En caso contrario, el saber acerca de la realidad presentaría la paradoja de no tratar de realidad alguna. Es lo que pasa cuando — prisionera de un academicismo estéril — la filosofía gira sólo sobre sí misma y, como dice Wittgenstein, se pasa de rosca.

Aquí, decía, se reflejan al paso no pocas de mis inquietudes filosóficas. En publicaciones anteriores me he ocupado sobre todo de la suerte de la metafísica en el nuevo marco de referencias que la modernidad viene a traer. No he propugnado ni una restauración simple ni una pura liquidación. El camino más prometedor discurre, a mi juicio, por la vía de la renovación del conocimiento sapiencial y de la rectificación de la razón ilustrada. Esas líneas de fuerza — que son como el cañamazo del presente intento — desembocan, a su vez, en una rehabilitación filosófica de la acción, que incide ya en el terreno práctico. Es en esta dimensión donde he expuesto anteriormente las claves filosóficas de esa desazón política — inequívocamente democrática — que no me abandona desde aquel final de los sesenta. Por su carácter de precedentes inmediatos de este texto, me permito remitir al libro que — en colaboración con otros colegas — publiqué con el título Ética y política en la sociedad democrática (1981), y a la colección de ensayos que aparecieron bajo la rúbrica El futuro de la libertad (1985).

Un profesor de la Universidad de Oxford decía hace poco que presentar al lector un libro sin prólogo o prefacio era de tan mala educación como pasar a un invitado directamente al comedor, sin que medien esas presentaciones y charlas más bien vagas que introducen al huésped en el nuevo ambiente. Pero tampoco es de buen estilo demorar con excesivos circunloquios la entrada in medias res.

Si de algo — y no es mucho — me puedo preciar en la vida universitaria, es de haber entendido mi trabajo como una ayuda a mis compañeros y estudiantes. Me llevó algún tiempo entender también que más valioso y difícil que ayudar es dejarse ayudar. Desde que lo comprendí, y ya viene de largo, he cultivado asiduamente tal actitud. Por eso el capitulo de gratitudes se alarga tanto que ya no cabe dentro de límites razonables. Dicen, además, que la autenticidad de los sentimientos mejor se demuestra con obras que con palabras. Al hojear estas páginas, mis amigos podrán comprobar que he aceptado generosamente sus regalos.

Elorrio, 24 de diciembre de 1987.

I. LA NUEVA COMPLEXIDAD

1. Malestar en el Estado del Bienestar

El 26 de noviembre de 1984, el filósofo y sociólogo Jürgen Habermas pronunció una conferencia en las Cortes Españolas, por invitación de su presidente, a la sazón el jurista y filósofo Gregorio Peces-Barba. El acontecimiento tuvo escasa repercusión en la opinión pública. Y, sin embargo, hubiera sido muy interesante conocer la reacción intelectual y política de los parlamentarios que escucharon aquel discurso. Porque el tema de la intervención incidía en el núcleo de los problemas de fondo que afectan a nuestra sociedad. Se trataba de “La crisis del Estado del Bienestar y el agotamiento de las energías utópicas”. También es significativo el título del volumen en el que Habermas publicó esa conferencia: Die neue Unübersichtlichkeit, es decir, la nueva inabarcabilidad1.

1.

JÜRGEN HABERMAS. “Die Krise des Wolhfarhrtsstaates und die Erschöpfung utopischer Energien”. en Die neue Unübersichtlichkeit, Frankfurt, Suhrkamp, 1986. págs. 141-163.

Y es que la consabida crisis del Estado del Bienestar no es sólo ni fundamentalmente un atasco funcional, sino que remite a una complejidad cada vez menos abarcable con nuestros recursos intelectuales y operativos, a una ausencia de panorama para articular sobre él visiones comprensivas y proyectos viables. La falta de panorama, de capacidad de percibir totalidades con sentido, está conduciendo a una generalizada perplejidad. Y esto vale para la España actual de un modo característico y especialmente intenso. Desde luego, el “agotamiento de las energías” — y no sólo de las “utópicas” — es un fenómeno patente entre nosotros.

El propio modelo del Welfare State aparece, desde la perspectiva actual, como una configuración que significa, por una parte, la renuncia a proyectos utópicos totalizantes y, por otra, el último intento de realizar — en la medida de lo posible — los anhelos de felicidad social que laten en las utopías contemporáneas. Se podría decir que el Estado del Bienestar representa “el fin de la utopía”, con toda la ambigüedad que esta expresión encierra: es tanto el resultado efectivo de la aplicación de fuerzas utópicas como su final en cuanto terminación o acabamiento, El más popular de los pensadores de la Escuela de Frankfurt, Herbert Marcuse, pensaba — hace muy pocos años — que la utopía estaba tocando su final con la punta de los dedos, precisamente porque ya era posible generalizar la felicidad sensible. Mientras que, ahora mismo, el profesor de la Universidad de Frankfurt y principal albacea de aquella escuela, Jürgen Habermas, observa cómo se seca el oasis utópico y se extienden — en un implacable proceso de desertización — la desorientación y la banalidad; al tiempo que su particular “utopía” de una “discusión libre de dominio” apenas tiene voz para anunciar esperanzas éticas de una vida lograda, que quizá podrán engarzarse con las posibilidades abiertas por las nuevas estructuras comunicativas2.

2.

HABERMAS, op. cit., págs. 161-162. Cfr. KARL-OTTO APEL, Estudios éticos. Barcelona, Alfa. 1986; RORERT SPAEMANN, Crítica de las utopías políticas, Pamplona, EUNSA. 1980, págs. 273-248; HERBERT MARCUSE, El final de la utopía, Barcelona, Ariel, 1968.

La ambigüedad que — respecto a su dimensión utópica — presenta el Estado del Bienestar no es epidérmica: se encuentra en la entraña misma del proyecto histórico que lo alumbró. Por de pronto, el Welfare State se presentaba como un modelo empíricamente realizable, por lo que se distanciaba de las utopías fuertes, de las que tal vez no es sino un resto o decantación. Además, se realizó de hecho: ha sido la configuración político-económica adoptada por las sociedades industriales avanzadas en las últimas décadas. Y nadie puede negar sus espectaculares éxitos. Con la aplicación de este proyecto, se logró un prolongado período de paz social y prosperidad económica para sectores cada vez más amplios de una población creciente. Buena parte de los objetivos sociales que perseguían las ideologías utópicas y los movimientos revolucionarios se alcanzó por medio de compromisos políticos y de técnicas económicas.

Como ha señalado Donati, el Estado del Bienestar presenta la figura de una transacción o pacto implícito3. En la esfera ideológica, socialismo y liberalismo redescubren su inspiración común e las “revoluciones atlánticas” y se atemperan mutuamente hasta des dibujar sus respectivos límites. En el plano estratégico, se consige combinar la economía de mercado y una fuerte presencia del Estado a través de sus políticas de protección social. Vienen así a converger la tendencia intervencionista de signo socializante y la defensa liberal del mercado libre.

3.

PIERPAOLO DONATI, Risposte alla crisi dello Stato sociale. Le nuove politiche sociali in prospettiva sociologica, Milán, Franco Angeli, 1984, págs. 9-30. Entiendo aquí por “ideología” un conjunto de creencias fundadas sobre unas presuntas argumentaciones científicas que son dudosas, falsas o indebidamente interpretadas. Cfr. RAYMOND BOUDON, L'ideologie. On l'origine des idées reçues, París, Fayard, 1986.

Algunos teóricos, más bienintencionados que lúcidos, creyeron ver en la aproximación ideológica entre socialdemocracia y liberalismo una síntesis superadora de parcialidades, que vendría a reactualizar el concepto clásico del hombre como ser naturalmente social. Libertad e igualdad, iniciativa individual y orden social, comenzarían a dejar de ser valores antitéticos, para referirse de nuevo a la persona humana, en cuya naturaleza se encuentra la raíz de una intimidad única e irrepetible que se abre solidariamente a los otros, y se plasma en configuraciones sociales más justas y humanas. Así lo soñaron los personalistas de los años cuarenta y cincuenta.

Pero otros eran los derroteros teóricos del Welfare State. No se trataba, ni mucho menos, de una superación integradora de signo humanista. Era un equilibrio pragmático, tan trabajoso como precario, en el seno de las democracias evolucionadas. El inestable modelo resultante, el “estatalismo liberal”, sólo lograba el compromiso entre las fuerzas ideológicas concurrentes a base de desactivar sus “energías utópicas”. Se conseguía la eficacia a costa del sentido. Se alcanzaba la concertación social al precio de la mala concienciencia. Y esa desazón, ese profundo malestar de la cultura, irrumpe — anticipado por ilustres diagnósticos — al final de la década de los sesenta, precisamente cuando el desarrollo económico alcanzaba sus máximas cotas.

En los últimos veinte años, el modelo se ha reeditado de continuo: su penúltima presentación a la latina es el “individualismo democrático”, en el que la recombinación de insolidaridad y proteccionismo da origen a asombrosas piruetas. El malestar se hace más sordo, pero también más generalizado. La tragedia de lo ético, que ya vislumbró el joven Hegel, se decanta en la weberiana caracterización de esos “especialistas sin espíritu y vividores sin corazón” que se han encallado en una estabilizada pérdida de sentido. El astillamiento de valoraciones y orientaciones, en el interior del sistema aún vigente, refleja ese nuevo politeísmo que anunció en su madurez el mismo Max Weber.

Pero el malestar en el Estado del Bienestar ofrece manifestaciones menos trascendentales y más tangibles, síntomas de infelicidad que se deslizan de la esfera pública al ámbito privado4.

4.

Cfr. ALBERT O. HIRSCHMANN, Shifting Involvements. Privare Interest and Public Action, Princeton, Princeton University Press, 1982.

Las disfuncionalidades del Welfare State, con el desánimo que provocan, son especialmente perceptibles entre nosotros, porque en pocos años hemos pasado de una estructura social casi tradicional a un Estado del Bienestar que entra en crisis antes de haberse establecido plenamente. La situación se complica aún más cuando se asocia con el rápido cambio — en términos políticos, acertado — del autoritarismo a una democracia que había concitado esperanzas, en seguida frustradas, de un generalizado mejoramiento social. Al tópico “desencanto” le siguen pronto la irritación y la protesta, porque se comprueba que la realidad no responde a las expectativas de los ciudadanos. El deterioro de la Seguridad Social, el descenso de la calidad de la enseñanza, el paro creciente y, sobre todo, la lacerante persistencia de la violencia terrorista, son las muestras más notorias de que estamos muy lejos del “buen funcionamiento” prometido.

En términos globales, los síntomas directos y típicos de la crisis se registran justamente en el campo más característico del Estado del Bienestar: el de las políticas sociales. Es éste un dominio en el que se aprecian por doquier los efectos equívocos de un modelo que empieza a revelar su impotencia. Por cierto que los efectos “perversos” no son necesariamente negativos ni imprevistos, pero son consecuencias no pretendidas por la acción social5. Más adelante advertiremos la decisiva influencia que la creciente presencia de efectos secundarios o compuestos tiene en la actual crisis de gobernabilidad. Lo que por ahora nos interesa adelantar es que el Estado del Bienestar carece de los recursos necesarios para neutralizar las consecuencias negativas de sus propias intervenciones.

5.

Véase RAYMOND BOUDON, Effets pervers et ordre social, París, Presses Universitaires de France (PUF), 1977.

Esta paradoja se sigue directamente de la constitutiva ambigüedad histórica del mismo modelo. La ambigüedad — recordémoslo — es la propia de una configuración ideológica que pretende realizar la “utopía del bienestar total”, por más que lo intente de manera pragmática y — por así decirlo — inercial. Por terminal y tímida que sea la utopía, es precisamente su índole realizable y siempre cuasi-realizada la que provoca una espiral de expectativas de imposible satisfacción simultánea.

La creciente oferta de prestaciones ha generado una demanda indefinida que el sistema de protección social es incapaz de satisfacer. Los servicios sociales experimentan, entonces, un generalizado descenso de calidad, con el consiguiente desencadenamiento de la contestación. El intento de acallar las protestas provoca nuevas formas de dependencia y nuevos incrementos de las inversiones públicas, cuyos negativos efectos económicos agudizan la crisis y suscitan ulteriores requerimientos de protección. Si, en cambio, se opta por el camino inverso — el de desmontar paulatinamente el aparato asistencial público, disminuir los impuestos y reprivatizar los servicios —, se provoca la desatención de amplios sectores sociales y una crispación aún mayor, cuyos efectos económicos pueden ser todavía más graves. Estamos ante un “juego de suma cero”, ante un dilema en el que — como en el del prisionero — todos pierden porque nadie quiere ser el primero en perder6.

6.

Cfr. DONATI, op. cit., págs. 31-35.

Se trata de un círculo vicioso. Por eso, la única táctica válida a corto plazo consiste en “externalizar” tales efectos distorsionantes. Desde una perspectiva mundial, es notorio que el intento de pervivencia del modelo está agudizando los desequilibrios internacionales. El caso de la deuda externa de los países del Tercer Mundo es muy ilustrativo: primero se les fuerza a aceptar unos créditos excesivos para exportar los propios excedentes financieros; después se les exige su devolución para no comprometer el equilibrio económico interno. Naturalmente, este asunto es técnicamente mucho más complejo. Pero tal procedimiento se manifiesta también en otros ámbitos (búsqueda de mano de obra barata, mercado de armamento, instalación de industrias que perjudican el medio ambiente, etc.), de suerte que el mecanismo adquiere un alcance general. Además, dentro de las propias sociedades avanzadas, la externalización está induciendo un creciente proceso de marginación que pone en cuestión el valor del modelo. El fenómeno del paro sintetiza plástica y dramáticamente tal situación. (La palabra castellana “paro” es mucho más expresiva que las correspondientes a “desempleo” en otros idiomas.)

La hondura del malestar sólo se capta cuando se advierte que, en el Estado del Bienestar, la marginación no es marginal. No es un inevitable apéndice, algo así como los flecos que todo sistema deja fuera. Siempre — se dice — ha habido minorías desintegradas, que no quieren o no pueden insertarse en la trama social, aunque ésta sea razonablemente acogedora. Lo que pasa es que la marginación no es ahora minoritaria, sino que, paradójicamente, tiende a adquirir una índole estructural. Sigue seleccionando sus víctimas específicas entre los sectores débiles, cada vez más amplios y numerosos. Pero además — y esto es, según creo, lo radicalmente nuevo — la marginación constituye ya un clima que se expande por doquier en forma de apatía, de conformismo, de alienación o de desviación; que llega hasta los individuos aparentemente mejor instalados, al punto de constituir un estilo de vida que se refleja en usos y costumbres. No pocas veces el sistema tiene suficientes recursos funcionales como para comercializar ese antiestilo y convertirlo en moda. Lo cual no hace más que confirmar cínicamente la dificultad de las personas para reconocerse en una estructura socioeconómica cuya identidad cultural se ha tornado problemática.

Esta fractura entre sistema y cultura, entre estructura y mundo vital, es justamente el espacio por donde aflora esa nueva sensibilidad de la que trata este ensayo. Tal inédita capacidad de percepción y valoración emerge del difundido y difuso malestar cultural y social, a la busca de una línea de sutura que permita conectar la exterioridad del sistema con la interna vitalidad de las personas y las redes intersubjetivas de sentido, en las que — más acá de la estructura — actúan espontáneamente las personas reales y concretas.

La causa del descontento en el Estado del Bienestar estriba, pues, en el exclusivismo de reabsorber la entera realidad social en lo que aquí llamaremos “tecnosistema” o “tecnoestructura”. Se concede una primacía casi completa a las mediaciones estructurales sobre la inmediación vital. Pero como ésta no puede ser marginada del todo, ya que constituye la fuente originaria de sentido, resulta que la existencia del ciudadano actual queda como desgarrada entre dos lógicas divergentes, surcada por profundas contradicciones7. Las sociedades del capitalismo tardío padecen, así, una suerte de esquizofrenia endémica, que puede quedar ilustrada por la contraposición de los modos de vida que rigen, respectivamente, en el week-end y en el resto de la semana. De lunes a viernes impera la lógica fría de la eficiencia productiva, con sus estrictas exigencias de precisión y rigor. En el fin de semana, en cambio, todo queda entregado a la veleidad subjetiva. Se puede hacer entonces lo que se quiera: jugar o leer, rezar o consumir, recogerse o dispersarse. Lo que no se permite es que esas preferencias más cálidas y personales interfieran con el curso implacable de las cosas serias.

7.

Véase DANIEL BELL, Las contradicciones culturales del capitalismo. Madrid, Alianza, 1977. Como se advertirá, empleo las expresiones “tecnosistema” y “tecnoestructura” en un sentido más amplio y general que el propuesto por Bell o por Galbraith. Cfr. JOHN KENETH GALBRAITH, El nuevo Estado industrial. Barcelona, Ariel, 1984 (1ª edic. original de 1967).

Lo serio es el sistema económico y político, en el que los medios simbólicos de intercambio universal son el dinero y el poder. El mercado y el Estado son los ámbitos de esas transacciones. Si acaso, para completar la descripción, cabe añadir los instrumentos de comunicación social, cuyo medio simbólico es la influencia persuasiva. Se puede así intercambiar dinero por poder, poder por influencia, influencia por dinero, etc. Acudir a otros medios de interacción más cercanos a las personas suscita inmediatamente sospechas de disidencia, quizá de corrupción o, sencillamente, de ingenuidad.

Desarraigado de sus fuentes de sentido, separado drásticamente de sus orígenes vitales, el sistema funciona de manera autorreferencial. Ya no está al servicio de las personas que en él trabajan, sino al servicio de sí mismo, para asegurar su pervivencia y desarrollo. Lo que importa no es vivir bien — de manera humanamente digna —, sino sencillamente sobrevivir. ¿Para qué, en último término? Esa pregunta no tiene sentido, justamente porque apunta a la cuestión del sentido, que queda marginada de la lógica tecnocrática. La cuestión de los fines es metafísica, vale decir, cosa pasada.

Pero es que sólo desde la consideración de las finalidades se pueden establecer criterios para saber qué cargas o responsabilidades se deben asumir y de qué otras cabe exonerarse. Con la aplicación de la pura lógica de los medios, lo que acontece es justamente una sobrecarga del tecnosistema, que se ve abocado a gestionar todos los problemas socialmente relevantes, desde la educación a la salud, pasando por el medio ambiente o el patrimonio artístico. Bajo tal perspectiva, la sustancia de todas esas cuestiones sería, en último análisis, político-económica.

La sobrecarga produce rigidez, y la rigidez, ineficacia. A la ya alta complejidad. que históricamente se ha acumulado en la estructura social se te añaden las complicaciones funcionales provocadas por una racionalidad menguada, incapaz de percibir las vías más directas de salida, es decir, aquellas que remiten a vitalidades ahora sumergidas.

No es extraño, entonces, que las interpretaciones convencionales de la crisis y las más difundidas terapias para la cura del malestar se muevan en un plano demasiado somero.

Según ha indicado Donati, para la interpretación neoliberal, la crisis se debe a que una de las tendencias presentes en el mencionado pacto implícito — la estatista — ha invadido el terreno que debería reservarse para el libre juego del mercado. La solución es, por tanto, relativamente simple: se trata de reducir la dimensión del Estado, limitando sus pretensiones providencialistas. Según la interpretación socialdemócrata, en cambio, el Estado del Bienestar ha fracasado porque la actividad previsora y protectora de la Administración pública se ha visto perturbada por la desordenada búsqueda de intereses particulares por parte del sector privado. La solución de la crisis discurre, entonces, por los cauces de una programación económica más avanzada y vinculante8.

8.

Cfr. DONATI, op. cit., pág. 33.

Las dos interpretaciones — a diferencia de sus respectivas ideologías matrices — son matizadas y posibilistas. Ninguna de las dos quiere romper la transacción aún vigente en los Estados democráticos intervencionistas. Mas, justo por eso, presentan un aspecto ambivalente y acusan ellas mismas la ya mencionada índole circular de la crisis que pretenden diagnosticar y resolver. En efecto: la postura neoliberal se adopta desde el área económica, pero la solución que propúgna es netamente política; simétricamente, la actitud socialdemócrata parte de una posición política, pero preconiza una respuesta que en sí misma es económica. Resulta muy signifcativo que las respectivas aplicaciones prácticas de ambos enfoques difieran bien poco entre sí. Apenas cabe distinguir hoy entre un programa de gobierno socialdemócrata y otro neoliberal. Sus posibles divergencias no afectan al plano de lo que ambos consideran serio y decisivo, o sea, a la tecnoestructura (Administración pública más economía productiva); si acaso, sus diferencias inciden en otros ámbitos que ambas exégesis estiman como adjetivos, es decir, en los aspectos de integración sociocultural. (Y, curiosamente, sus perspectivas de triunfo electoral residen no pocas veces en su sensibilidad respecto a estos campos “accidentales”.)

La terca persistencia de la paradoja revela la insuficiencia de ambos planteamientos convencionales. La raíz común de tal insufciencia estriba precisamente en que aceptan básicamente el esquema del Welfare State, integrado por dos elementos esenciales que se interrelacionan: política estatal y economía de mercado. Si la socialdemocracia y el neoliberalismo se quedan cortos en su interpretación, es justamente porque la complejidad de la entera realidad social no se deja encerrar en ese esquema binario que, a la postre, aparece como simplista y vuelto más hacia configuraciones pasadas que hacia perspectivas de futuro.

Tales planteamientos al uso están, pues, incrustados en la estructura de la crisis. Y esto es algo que ellos mismos comienzan a advertir, por lo que están experimentando un apreciable proceso de transformación y diversificación, en la línea de una sensibilidad más penetrante y comprensiva.

2. Complejidad creciente y crisis de gobernabilidad

Cabría objetar a lo dicho hasta ahora que se está proponiendo una interpretación fundamentalista de la crisis, como si ésta afectara a las bases mismas del orden social y a la propia condición humana en la hora presente. Desde luego, resulta más cómoda — y menos sospechosa — una versión condescendiente, que se apresurara a citar otras crisis precedentes, también muy graves, de las que — mal que bien — hemos logrado salir. Pero si para huir del presunto radicalismo se cae en el historicismo, nada se ganaría. Una de las “miserias del historicismo” consiste en que trivializa la novedad de los fenómenos sociales a fuerza de limar sus perfiles más agudos, redondearlos y asimilarlos al factor común de una larga ristra de antecedentes. La percepción de lo peculiar y lo nuevo se oscurece. La crisis se estabiliza.

Descontento social lo hubo siempre. Y si algo es preciso reconocer como mérito indudable al Welfare State, es que ha aliviado miserias seculares, que ha contribuido a repartir con mayor justicia las cargas, y que, en definitiva, ha extendido la responsabilidad social hasta sectores desatendidos e incluso abandonados. El desdén de los intelectuales hacia la “sociedad de masas” deja siempre tras de sí un aroma elitista: lo que parece inquietarles no es tanto el consumismo como el que ahora (casi) todos sean consumidores competentes. En cualquier caso, mi “fundamentalismo” — espero dejarlo claro — no va por ahí. Parte precisamente de sentir la insatisfacción que se difunde en las sociedades satisfechas, de percibir la miseria del cuarto mundo: la penuria de los países modernizados que han superado con mucho el umbral de las economías de subsistencia.

Tal ambivalencia permite colegir que las raíces del malestar son más profundas de lo que suponen las interpretaciones convencionales. Pero tampoco autoriza a remitirse inmediatamente a un discurso moralizante que resultaría a su vez trivial. El diagnóstico realista y específico de la desafección y disidencia en los sistemas avanzados exige advertir primero que el origen general de sus disfuncionalidades estriba en que esos sistemas manifiestan — y reconocen — clara incapacidad para gestionar una creciente complejidad social de la que, por cierto, no hay precedentes. Lo nuevo y específico de la crisis actual es que se trata de una crisis de gobernabilidad, la cual — y esto es lo verdaderamente inédito — no surge de un defecto de organización, sino más bien de un exceso de ella. Se trata de un orden que engendra desorden9.

9.

Cfr. RAYMOND BOUDON, La place du désordre. Critique des théories du changement social, París, Presses Universitaires de France. 1984. Este autor critica precisamente las doctrinas sociológicas que pretenden superar un desorden que él considera inevitable y, por así decirlo, normal.

Para comprender esta suerte de “macroefecto perverso” es preciso adelantar algunas consideraciones sobre el proceso de modernización, que será temáticamente tratado en el capítulo segundo.

Según la interpretación usual, el fundamento filosófico de la modernización consiste en la progresiva radicalización y subjetivación de la libertad humana, entendida como desvinculación y autonomía. La libertad se realiza a sí misma en un proceso de autoliberación que pugna por llegar a ser absoluta, es decir, completamente desligada de una supuesta esencia metafísica y de los lazos estables que la tradición presentaba como naturales. Desde el punto de vista cultural, las principales etapas de este proceso serían el Renacimiento, la Reforma y la Ilustración, en cuanto aplicaciones de la actitud liberadora a los terrenos del arte, de la religión y de la ciencia. A partir del siglo XVIII — con algunas anticipaciones parciales — el proceso de creciente autonomía se decanta en el plano político, para dar origen sucesivamente al Estado nacional, al Estado de Derecho, al Estado democrático y, finalmente, al Estado del Bienestar. Se trataría de pasos en una misma dirección: la supresión de límites impuestos a los actores sociales, que ganan progresivamente libertad de acción y capacidad de decisión. A la subjetividad racional se le abren nuevos campos de juego, el horizonte de opciones se amplía y crece la contingencia de las posibilidades de acción.

Según sintetiza Offe, la eliminación de la tradición y la ampliación de la contingencia son las dos caras de un proceso que conduce a una altísima fluidez del futuro, el cual se torna variable, inestable y optativo10. La modernización produce una desinstitucionalización acumulativa. Los agentes sociales ya no se encuentran instalados en contextos perdurables y seguros. Desaparecen, una tras otra, sus pautas de valoración y orientación. Su entorno ya no es unitario y abarcable, sino que se presenta como un abigarrado mosaico de estructuras, cuyas diversas interacciones se entrecruzan de continuo. El sentido de tales configuraciones calidoscópicas se torna huidizo.

Pero lo sorprendente y paradójico es que — según indica el propio Offe11 — las sociedades que resultan de este proceso histórico acaban por adolecer de todo lo contrario a lo que lógicamente cabría esperar, a saber, de un alto grado de rigidez e inmovilidad. Por extraño que parezca, este grandioso “efecto equívoco” no deja de ser comprensible. La creciente diferenciación de estructuras especializadas problematiza la compaginación de sus respectivas funciones, de suerte que unos objetivos se interfieren con otros, sin que sea posible alcanzar una formalización unitaria desde la cual quepa programar estrategias globales de optimación. Por eso, el sistema se encuentra estancado y tiende a los comportamientos inflexibles — burocráticos o tecnocráticos — como mecanismo de sustitución de una desinstitucionalización no compensada.

10.

CLAUS OFFE, “Die Utopie der Null-Option. Modernität und Modernisierung als politische Gütekriterien”, en PETER KOSLOWSKI, ROBERT SPAEMANN y REINHARD LÖW, Moderne oder Postmoderne?, Weinheim, Acta Humaniora, 1986, págs. 146-147.

11.

Ibid., págs. 148-149.

Estamos ante una nueva complejidad, cuyos problemas de compatibilidad y coordinación son tan agudos que desembocan precisamente en una crisis de gobernabilidad12. Con esta última expresión no me refiero exclusivamente a las dificultades crecientes, tanto de funcionamiento como de legitimación, con las que tropiezan actualmente los poderes públicos. La ingobernabilidad desborda el ámbito político y afecta a todos los centros de toma de decisiones. En la conferencia que cité al principio, Habermas traza un dramático cuadro que refleja la profundidad y el alcance de la crisis. Las ideologías utópicas modernas nos habían presentado la ciencia, la técnica y la planificación como instrumentos infalibles y prometedores de un control racional de la naturaleza y de la sociedad. Y son precisamente esas expectativas las que se han visto sacudidas en nuestro siglo — y especialmente en las últimas décadas — por impresionantes evidencias. La energía nuclear, la tecnología de armamentos, la exploración espacial, la ingeniería genética, la intervención bioquímica en el comportamiento humano, la informática y los nuevos medios de comunicación social son — todas ellas — técnicas ambivalentes. Comprobamos a diario que las fuerzas productivas se tornan en fuerzas destructivas, las capacidades de planificación en potencialidades distorsionantes, la autonomía en dependencia, la emancipación en sometimiento y la racionalidad en sinrazón. Cuanto más complejos se hacen los sistemas, más problemática aparece su gobernabilidad y más probable la producción de efectos secundarios disfuncionales13.

12.

Véase ACHILLE ARDIGÒ, Crisi di governabilitá e mondi vitali, Bolonia, Capelli, 1980.

13.

HABERMAS, “Die Krise des Wohlfahrtsstaates und die Erschöpfung utopischer Energien”, ed. cit., pág. 144.

La cuestión de los efectos secundarios es, como vemos, el topos en el que vienen a encontrarse los temas del aumento de la complejidad y de la crisis de gobernabilidad. Como ha señalado Boudon14, los efectos perversos tienen en el ámbito de la economía su campo de ejemplificación más obvio. En un período de inflación, tengo interés en adquirir hoy un producto que no voy a usar hasta unos meses más tarde, porque estoy casi seguro de que su precio habrá aumentado para entonces. Pero, al proceder así, estoy contribuyendo a aumentar esa inflación de la que precisamente pretendo defenderme. Naturalmente, mi comportamiento tiene una influencia despreciable respecto al fenómeno en su conjunto. Pero la lógica de la situación lleva a que muchas otras personas se comporten como yo. De manera que la suma de actuaciones que persiguen el interés de cada uno produce un efecto diverso (o “per-verso”): el perjuicio de todos.

14.

BOUDON, Effets pervers et ordre social, ed, cit., véase Introducción.

Este sencillo ejemplo nos ofrece un caso de efecto secundario negativo, pero previsible. En el propio terreno económico podemos recordar un acontecimiento mucho más complicado. Me refiero a la caída de las Bolsas de casi todo el mundo en octubre de 1987. Las medidas tomadas por las autoridades norteamericanas para contener el déficit público generan un previsible descenso de los valores en Wall Street. Pero lo que ya no resultaba previsible fue el impresionante efecto de resonancia que esa baja tuvo en los demás países con economía de mercado. Porque en el proceso no intervinieron sólo los mecanismos del mercado, sino otros muchos factores, como la situación de la guerra en el golfo Pérsico o la acción multiplicadora de los medios informáticos y telemáticos. La influencia de este último factor es, ciertamente, poco medible; pero tan significativa — al menos psicológicamente — que llegó a hablarse por primera vez de “pánico informático” y a declarar que los ordenadores eran los grandes culpables del “lunes negro”.

Quizá acabamos de evocar algo más que una anécdota. Porque la mediación informática en los flujos financieros es como un paradigma de los efectos compuestos, que proliferan en una situación social cuya complejidad se acerca al punto de saturación. Por una parte, la informatización de las transacciones dota de gran fluidez y autonomía al sistema financiero mundial. Mas, por otra, esa misma rapidez y especialización contribuye a “desregularizar” el sistema y a desinstitucionalizar a los agentes económicos, multiplicando indefinidamente las posibilidades de intermediación y problematizando la identificación de la toma de decisiones. Nos encontramos, pues, ante la intervención equívoca de unos medios con los que nos prometíamos reducir la complejidad y mejorar el control, pero que, de hecho, pueden contribuir a acumular complejidades y a producir situaciones incontrolables.

Desde luego, la incidencia de los efectos secundarios no se limita a la esfera económica. En realidad, se puede afirmar sin exageración que están siempre presentes en la vida social y que representan una de las causas fundamentales de los desequilibrios y las mutaciones sociales15. Por lo demás, el tema es ya bien conocido en la sociología contemporánea y tiene largos precedentes filosóficos, entre los que Merton — en un artículo clásico — recuerda a Vico, Bossuet, Mandeville, Adam Smith y Rousseau16; a los que se podrían añadir, por lo menos, Hegel y Weber. Pero lo característico de esos tratamientos — que los diferencia sustancialmente de los actuales — es que los fenómenos considerados presentaban todavía una relativa sencillez y las conceptualizaciones propuestas eran aún esquemáticas. Se puede recordar que Mandeville — de manera más o menos ingenua o cínica — mantenía que los vicios privados se convierten en virtudes públicas; y que Smith recurría a la consabida mano invisible, la cual — sin saber nosotros cómo — hace que la búsqueda egoísta del interés particular produzca un beneficio común. Hegel, por su parte, advierte que la consideración unilateral del objeto de la acción sin tener en cuenta sus consecuencias — o viceversa — no pasa de ser una abstracción. Y Max Weber, por la suya, plantea el tema en los términos de su célebre distinción entre ética de la convicción y ética de la responsabilidad. Tienen en común estos enfoques el estudio del problema en clave moral17, con su último punto de referencia en el tema escolástico de la acción de doble efecto y su solución “técnica” por las reglas del voluntario indirecto.

15.

Cfr. BOUDON, Effets pervers et ordre social, ed, cit., Introducción.

16.

ROBERT K. MERTON, “The Unanticipated consequences of Purposive Social Action”, American Sociological Review, 1936, I, págs. 894-904.

17.

Cfr. SPAEMANN, Crítica de las utopías polílicas, ed. cit., págs. 289-314.

Lo propio, en cambio, de los fenómenos que han de afrontar los tratamientos actuales es que los efectos secundarios ya no son una cuestión marginal o complementaria. Han de ser atendidos como factores cuyo volumen e importancia pueden llegar a superar incluso a los del objetivo pretendido. Hasta el punto de que la dirección por objetivos en las empresas18 o la educación por objetivos en las escuelas19, tan valoradas hace pocos años, son consideradas actualmente como técnicas simplistas que ignoran la verdadera dinámica de la producción o de la formación. La multilateralidad de los factores, la segmentación de los procesos y la equivocidad de los efectos exigen la drástica ampliación de las perspectivas. Sólo así es posible hacerse cargo de la complejidad.

18.

Cfr. CARLOS LLANO CIFUENTES, Análisis de la acción directiva, México D.F., Limusa, 1979, págs. 169 y sigs.

19.

Cfr. PETER KOSLOWSKI, Die postmoderne Kultur. Gesellschaftlich-kulturelle Konsequenzen der technischen Entwicklung, Munich. Beck, 1987, pág. 7.

En su intento de dominio de la naturaleza, la modernidad se ha topado con el límite fáctico de la escasez de recursos naturales y con el límite ontológico del deterioro del medio ambiente, enfatizado por las resonancias ético-estéticas de la conciencia ecológica. Pero también en su otro ideal característico, el del control racional de la sociedad, ha tropezado con un límite que parece igualmente insalvable.

Del proyecto moderno formaba parte esencial el logro de una comunidad global de comunicación que posibilitaría la orientación racional de la historia hacia el anhelado fin de la completa liberación humana20. Y ahora resulta — como un límite igualmente fáctico — que es la propia complejidad de la comunicación, suscitada en tal intento, la que plantea problemas de orientación irresolubles desde aquellos planteamientos ilustrados.

Se impone, pues, la superación de los modelos de racionalidad hasta ahora vigentes, si es que no se resigna uno a la opción cero que paralizaría, junto con la explotación de la naturaleza, la escalada de la complejidad comunicativa21. Mas tal superación puede entenderse o bien como una despedida del proyecto moderno y un avance hacia otro modo de pensar22, o bien como un llevar hasta sus últimas consecuencias los imperativos de la moderna razón instrumental y calculadora.

20.

Véase FRIEDRICH KAULBACH, Das Prinzip Handlung in der Philosophie Kants, Berlin, Walter de Gruyter, 1978.

21.

Tal es, bien matizada y argumentada. la propuesta de CLAUS OFFE. Cfr. “Die Utopie der Null‑Option”, ed. cit., págs. 166-170.

22.

Véase JESÚS BALLESTEROS. “Hacia un modo de pensar ecológico”, en Anuario Filosófico, XVIII-2, 1985. págs. 169-176.

Esta segunda posibilidad es la desarrollada, hasta sus últimas ramificaciones, por la teoría sistémica de Niklas Luhmann. Considera esta línea sociológica que toda añoranza de la estabilidad institucional no conduce más que a la persistencia del retraso teórico respecto a la complejidad fáctica. No hay que despedirse, tímida y retóricamente, de una modernidad que configura de arriba abajo la sociedad actual. Todo lo contrario: es preciso abandonar de una vez por todas la ya esfumada seguridad tradicional, para acceder a planteamientos estructurales y funcionales más sofisticados y potentes. De la complejidad social sólo puede hacerse cargo la complejidad teórica.

La importancia que otorga Luhmann a esta cuestión es notoria: “Complejidad — afirma — es el punto de vista que expresa tal vez con mayor claridad el carácter de la más reciente investigación sistémica”23. Tan central es este concepto, que está íntimamente relacionado con la propia noción básica de sistema, entendido como un todo real que, en parte por su propio orden y en parte merced a las condiciones ambientales, se mantiene idéntico en el seno de un ambiente complejo, cambiante y no del todo controlable24. Para el mantenimiento de tal identidad es preciso que se estabilice la diferencia entre lo interior y lo exterior, es decir, entre el propio sistema y su ambiente25. El ambiente es relativo al sistema y distinto, por tanto, para cada sistema. Aunque el sistema se orienta hacia su ambiente y no puede existir sin él, tiene un carácter autorreferencial. Es producto de una autopoiesis, de una autoproducción evolutiva, de la que no es posible dar fundamentos ontológicos: se trata de un proceso de diferenciación puramente funcional. El sistema se autoconstituye y, al constituirse, cualifica como tales a los elementos en los que consiste. Es como una máquina de supervivencia evolutiva de la especie.

23.

NIKLAS LUHMANN, Soziale Systeme. Grundriss einer allgemeinen Theorie, Frankfurt, Suhrkamp, 2ª ed., 1985, pág. 45. En lo que sigue, tengo en cuenta el excelente articulo de ALEJANDRO NAVAS “Notas criticas sobre la teoría sociológica de Niklas Luhmann”, en Annals in the History of Political Thought (en prensa).

24.

NIKLAS LUHMANN, Zweckbegriff und Systemrationalität, Frankfurt, Suhrkamp, 1973, pág. 7.

25.

Cfr. LUHMANN, Soziale Systeme..., ed. cit., pág. 242.

Lo que ahora nos importa es destacar que, según Luhmann, de suyo “el ambiente es siempre mucho más complejo que el propio sistema”26. No hay coincidencia punto-a-punto entre el sistema y su ambiente. Pero el sistema salva esta desventaja por procedimientos cibernéticos de selección de sus relaciones con el ambiente externo y por sucesivas diferenciaciones internas, que dan origen a subsistemas dentro del sistema. Se procede así a una reducción de la complejidad27. Tal “descarga” se logra porque el entramado relacional de un contexto complejo es reconstruido utilizando un número menor de relaciones, gracias precisamente a la mayor diferenciación interna del sistema. En definitiva, sólo la complejidad reduce complejidad: la reducción de la complejidad del ambiente se logra por medio del aumento de la complejidad sistémica.

Pero no podemos seguir a Luhmann paso a paso en sus prolijas y laberínticas exposiciones. Llegados a este punto, y salvando el rigor conceptual del autor y lo ambicioso de sus pretensiones, ya cabe observar que tal proceder es circular y que el círculo no es precisamente virtuoso. La petición de principio es notoria, porque las nociones básicas de sistema y complejidad se definen en su referencia recíproca: el sentido de la existencia del sistema es la reducción de la complejidad, y ésta es definida a su vez en función del sistema. Como ha advertido Spaemann, “el problema que se debe resolver a través del sistema no existiría sin el sistema”28.

26.

Soziale Systeme..., pág. 249. Cfr. también: NIKLAS LUHMANN, Gesellschaftsstruktur und Semantik. Studien zur Wissenssoziologie der modernen Gesellschaft, tomo 2, Frankfurt, Suhrkamp, 1981, págs. 275 y sigs.

27.

Cfr. Soziale Systeme.... pág. 49. Para esta noción, véase también: NIKLAS LUHMANN, Soziologische Aufklärung 3. Sozialer System, Gesellchaft, Organization, Opladen. Watdeustscher Verlag, 1981, págs. 18 y 157.

28.

SPAEMANN, Critica de las utopías políticas, ed. cit., pág. 330. El profesor Alejandro Navas me llamó la atención sobre la importancia de esta línea de crítica al planteamiento luhmanniano.

Lejos de una superación de la ambivalencia equívoca, lo que encontramos aquí es su plena consagración. Dado el carácter autorreferencial del sistema así concebido, en él se debe poner el origen de todo aumento de complejidad. Es el sistema el que genera complejidad en el ambiente. Y el intento de reducir esa complejidad del ambiente con un ulterior aumento de la complejidad del propio sistema conduce al efecto perverso de una complejidad todavía mayor en el ambiente... A lo que nos llevaría un consecuente desarrollo teórico del modelo sería a una espiral de complejidad, que acabaría en una especie de hipercomplejidad catastrófica. Y el intento de aplicarlo a la práctica conduce, de hecho, a incrementos de la complejidad que resultan paralizantes. Así lo demuestra la burocracia estatal y la complicación organizativa de las grandes corporaciones empresariales.

Si se quiere conservar lo que de interesante tiene la investigación sistémica, es preciso abandonar el modelo de sistemas autorreferenciales cerrados y acercarse a una teoría de sistemas intencionales abiertos, que superen la diferencia estricta entre sistema y ambiente postulada por Luhmann. Con ello se mostraría la inadecuación de la noción de subsistema. El recurso teórico a sistemas dentro del sistema no es sino una crispación de la ya perturbadora noción de autorreferencialidad, que se resuelve en un proceso ad infinitum.

La ampliación de perspectivas, que viene exigida por la creciente complejidad, no puede diseñarse sobre la unilateralidad tecnocrática de la Systemtheorie. En su polémica con Luhmann29, Habermas le ha reprochado el exclusivismo de una “planificación administrativa del sentido”, sobre la base de una fusión de ciencia y administración que suspendería la autonomía de la ciencia, al tiempo que eliminaría la diferenciación entre los medios “verdad” y “poder”, separados hasta ahora. Se cancela así el diálogo intersubjetivo y se pretende instaurar el dominio de la técnica planificadora30. Además, Habermas tiene toda la razón cuando afirma que

... la opción de Luhmann en favor de un tipo de planificación sistémica comprensiva y sin participación, que se cumple en una administración diferenciada de la política y autorreflexiva, no puede fundamentarse con argumentos concluyentes en el estado actual de la discusión sobre la planificación31.

Y acierta también cuando añade:

... las pruebas empíricas que hoy pueden aducirse más bien desestiman la opción de Luhmann. En último análisis, Luhmann no se apoya en investigaciones de teoría de la planificación, sino en los supuestos de una teoría de la evolución. A su juicio, los problemas de la reducción de la complejidad del ambiente y de la ampliación de la complejidad sistémica son los que presiden la evolución social, de tal suerte que la sola capacidad de autogobierno decide acerca del nivel de desarrollo de una sociedad32.

29.

Cfr. JÜRGEN HABERMAS y NIKLAS LUHMANN, Theorie der Gesellschaft oder Sozialtechnologie. Frankfurt, Suhrkamp, 1971.

30.

Cfr. Theorie der Gesellschaft oder Sozialtechnologie, ed. cit., pág. 259. Véase DANIEL INNERARITY, Praxis e intersubjetividad. La teoría crítica de Jürgen Habermas, Pamplona, EUNSA, 1985. págs. 60-65.

31.

JÜRGEN HABERMAS, Problemas de legitimación en el capitalismo tardío. Buenos Aires, Amorrortu, 1986.

32.

Ibidem.

Cabe aceptar no pocos puntos de la crítica de Habermas a Luhmann, que incide también en el punto antes señalado por nosotros: la fractura entre sistema y ambiente es un modelo que conduce al incremento de la complejidad en el medio, y no a su pretendida reducción33. Pero en la teoría sociológica de la acción del propio Habermas también se detectan importantes deficiencias. Es plausible su intento de superar el craso objetivismo funcionalista de la Systemtheorie, por medio de un retorno a la intersubjetividad dialogante del mundo vital. Pero su pretensión de reintroducir la dimensión comunicativa en la comprensión de la conducta social revela la carencia de un adecuado tratamiento antropológico y ontológico del mismo concepto de acción. La ambigüedad habermasiana respecto a esa noción, central en su teoría, resulta insuperable mientras persista la continua oscilación entre su inspiración de fondo en el modelo de la acción trascendental, de cuño kantiano, y su plasmación pormenorizada en el modelo de la acción empírica, proveniente de la escuela pragmatista americana34.

Aunque por una vía distinta a la de Luhmann, también Habermas piensa que la racionalidad moderna puede dar más de sí, porque la propia modernidad es aún un “proyecto inacabado”35, Por causa de esa vinculación a la razón racionalista, ninguno de los dos tratamientos logra una sustancial ampliación de la perspectiva, capaz de remontar la crisis de gobernabilidad.

33.

JÜRGEN HABERMAS, Der philosophische Diskurs der Moderne, Frankfurt, Suhrkamp, 1985, págs. 428-429. En la crítica a Luhmann desarrollada en este libro, Habermas se enfrenta con los últimos desarrollos de Luhmann, que discurren por la línea de un radical constructivismo metabiológico y resultan aún más problemáticos. Cfr. págs. 426.445.

34.

Esta ambigüedad es patente a lo largo de su reciente y ambiciosa obra de conjunto. Véase JÜRGEN HABERMAS, Theorie des kommunikativen Handelns, Frankfurt, Suhrkamp, 1981.

35.

JÜRGEN HABERMAS, “La modernidad, un proyecto incompleto”, en HAL FOSTER, JEAN BAUDRILLARD y otros, La posmodernidad, Barcelona, Kairós, 1985, págs. 19-36.

Tanto el concepto luhmanniano de sistema como el habermasiano de acción comunicativa implican una des-ontologización del hombre y de la sociedad, que cierra el camino a un reconocimiento de las estructuras reales, a las que — al cabo — apunta intencionalmente todo conocimiento. La apertura a la inteligibilidad del mundo rompe la autorreferencialidad subjetiva y amplía la capacidad de percepción y la flexibilidad del pensamiento36.

Hacia esa dirección apunta la nueva sensibilidad, para la que el descubrimiento del sentido precede a toda producción de sentido y la funda. Este otro modo de pensar complementa y supera la esquemática y cerrada noción de sistema con la más rica y abierta de institución. Como ya advirtiera Arnold Gehlen37, a quien la sociología alemana reciente debe bastante más de lo que suele reconocer, las instituciones son los auténticos órganos de exoneración de la complejidad, en cuanto que incluyen en una unidad multidimensional a los reales actores de los procesos sociales. En lugar de intentar reducir la complejidad por medio de la diferenciación de los sistemas en subsistemas monofuncionales, una cabal teoría de las instituciones busca esa reducción por la vía de la integración de diversas funciones en sistemas abiertos y de la interpenetración no autorreferencial entre sistema y ambiente, por una parte, y entre los diversos sistemas, por otra38. Así pues, no se prescinde de la noción de sistema, que presenta indudables ventajas operativas, sino que se la sitúa en el horizonte hermenéutico de las realidades institucionales.

36.

Cfr. KOSLOWSKI, Die postmoderne Kultur..., ed. cit., pág. 6.

37.

Véase ARNOLD GEHLEN, Urmensch und Spätkultur, Frankfurt, Athenäum. 1964, págs. 7-121; Moral und Hypermoral. Eine pluralistische Ethik, Frankfurt, Athenäum, 1968, págs. 79-94.

38.

Cfr. PETER KOSLOWSKI, “Sein-lassen-können als Uebercwindung des Modernismus”, en Moderne oder Pastmoderne?, ed. cit., págs. 178-181. Sobre el concepto de interpenetración en la modernidad, véase RICHARD MUENCH, Die Struktur der Moderne. Grundmuster und differentielle Gestaltung des institutionellen Aufbaus der modernen Gesellschaften, Frankfurt, Suhrkamp, 1984, pág. 69. Para el uso autorreferencial que LUHMANN hace de este mismo concepto, véase Soziale Systeme..., págs. 288-310.

La crisis de gobernabilidad en las sociedades complejas no es — ya lo dijimos — un problema que afecte solamente al ámbito político: involucra a todas las dimensiones de la vida colectiva. Pero no cabe duda de que la superación de la ingobernabilidad requiere la recuperación del papel directivo de las condiciones generales de la convivencia que compete al Estado. Para ello es preciso trascender la convencional concepción sistémica que considera al “subsistema político” como otro sistema parcial, al lado del mercado y del subsistema sociocultural. Tal esquema, muy difundido en el actual lenguaje sociológico, impide ganar más espacio para la autoridad política, como requisito para recuperar la gobernabilidad. Una cierta autonomía de la política respecto a la economía es condición necesaria para evitar la completa mercantilización del ser humano, que trae consigo la nivelación entrópica de todos los aspectos de la vida, reducidos a transacciones contabilizables39, y que deja el poder en manos de una minoría no legitimada de expertos.

El nuevo modo de pensar que ha de estar en la base de una teoría de las instituciones a la altura de nuestro tiempo tiene una índole analógica, la cual permite descubrir una gradualidad de sistemas organizativos en las sociedades complejas. La consideración del Estado como la organización de más alto nivel — y no como un sistema parcial — facilita el mantenimiento de la fundamental dualidad entre sociedad y Estado, que — como ha visto muy bien Kosloswki40 — es imprescindible para evitar que las democracias occidentales sigan derivando hacia el “totalitarismo liberal”, que es el confuso caldo de cultivo de la ingobernabilidad.

39.

Cfr. ARDIGÒ, Crisi di governabilitá e mondi vitali. ed, cit., pág. 149.

40.

Véase PETER KOSLOWSKI, Gesellschaft und Staat. Ein unvermeidlicher Dualismus, Stuttgart, Klett Cotta, 1982, págs. 4 y sigs. y 297 y sigs.

El establecimiento de diferenciaciones verticales entre los diversos planos de la vida social acaba por remitir a la distinción y articulación más radical: la existente entre sistema y mundo vital.

3. Sistema y mundo vital

En los primeros pasos de estas reflexiones ya tuvimos ocasión de percatarnos — de un modo todavía intuitivo — que en la raíz del malestar difundido en el Welfare State se halla la sobrecarga de funciones atribuidas al “sistema”, entendido de manera genérica como el conjunto de mediaciones tecnoestructurales con un alto nivel de abstracción y generalidad41.

41.

En este apartado — salvo que el contexto indique otra cosa — damos al término “sistema” el sentido general de conjunto organizado de relaciones tipificadas y dotadas de alguna propiedad, capaz de supervivencia y autogobierno. Cfr. ARDIGÒ, Crisi di governabilitá e mondi vitali, ed. cit., pág. 15.

En el planteamiento convencional — que utilizamos inicialmente, para matizarlo después — el sistema aparecía integrado horizontalmente por el Estado y por el mercado, que componen una estructura autorreferencial y exenta, cuya fundamentación en la inmediatez de la vida cotidiana apenas resulta perceptible. Claro se nos ha mostrado después que la tendencia a una consideración exclusivista del sistema, como si en él se reasumiera la entera actividad social, se muestra incapaz de interpretar y reducir la compleidad creciente, con la consiguiente imposibilidad de superar la crisis de gobernabilidad.

La teoría sistémica viene a consagrar y formalizar conceptualmente tal planteamiento. La consecuencia más drástica de la tendencia a autonomizar el sistema, y a separarlo de las vitalidades reales, se encuentra en la tesis luhmanniana que sitúa al hombre en el ambiente de un sistema social entendido de manera cibernética. Tras des-ontologizar por completo al sistema, Luhmann lo des-antropologiza hasta el punto de que considera completamente agotada la tradición humanista del hombre como ser social y propone invertir el punto de partida: “Considerar al hombre como parte del ambiente de la sociedad, en lugar de parte de la misma sociedad”42. Y, según el profesor de Bielefeid, esto no quiere decir que el hombre sea menos valorado que en la tradición humanista.

42.

LUHMANN, Soziale Systeme..., ed. cit., pág. 288. Cfr. NAVAS, op. cit.

Al fin y al cabo, la teoría de sistemas parte, según veíamos, de la diferencia entre sistema y ambiente, pudiendo este último incluir algo que sea más importante que ciertos elementos del propio sistema. Además, como el medio es de suyo más complejo que el sistema, al incluir al hombre en el medio, en lugar de en la sociedad, se gana la posibilidad de concebirlo de manera a la vez más compleja y más libre. Pero esta “ventaja” es engañosa; porque, así como la complejidad del sistema es racionalidad y su libertad capacidad de opción, la complejidad del ambiente es indeterminación, que habrá de ser reducida, y su libertad es mera irracionalidad. El propio Luhmann saca limpiamente la oportuna conclusión:

De esta forma se concede al hombre una mayor libertad en relación con su ambiente, especialmente libertad para su comportamiento irracional e inmoral. El hombre deja de ser la medida de la sociedad; esta idea del humanismo ya no se puede mantener43.

Su antihumanismo teórico Ie lleva a pensar que, “afortunadamente, la sociedad no es un hecho moral”44, porque la moral conlleva una gran carga conflictiva y genera enfrentamientos. Si cabe hablar de “moralidad” dentro de un sistema social, tal expresión designa un conjunto de puras convenciones: “La totalidad de las condiciones según las cuales en ese sistema se decide sobre la estima y la reprobación”45.

43.

LUHMANN, Soziale Systeme..., pág. 289.

44.

Ibid., pág. 318.

45.

Ibid., pág. 319.

Las sociedades del capitalismo tardío han avanzado en diversa medida hacia esta concepción deshumanizadora del hombre, reducido a un “ruido” o a una parte, más o menos perturbadora, del ambiente externo al sistema social. Como consecuencia, se manifiestan en ellas una serie de patologías que coinciden en tener por origen la tendencia a no articular adecuadamente el sistema con el contexto inmediato de la vida humana. Las estructuras formales se desgajan de las configuraciones informales.

Una elemental fenomenología de tales disfunciones revela que los desarreglos sociales más notorios proceden de no haber logrado establecer una conexión operativa entre los agentes implicados en los diversos procesos. La rigidez del sisitema y su separación de las redes espontáneas o tradicionales de la vida diaria dejan fuera de los procesos visibles y reglados a un sector considerable de sus protagonistas natos. No sólo tenemos una economia sommersa. Hoy podemos hablar, sin temor a la exageración, de una sociedad sumergida.

Los actores sociales “sumergidos” comparecen imprevisiblemente — como huésped no invitado — en el entramado del tecnosistema, provocando cesuras y grietas muy costosas de reparar. En ocasiones simplemente pretenden emerger, a título individual, por los intersticios de la estructura. Pero otras muchas veces intentan participar de manera colectiva y — al no encontrar cauces o no aceptar los existentes — las pretensiones de participación se tornan contestatarias.

Como ha señalado Ardigó46, desde 1968 se ha desencadenado en las sociedades occidentales avanzadas una ola de movimientos que coinciden en perseguir una participación cualitativa, que en muchos casos no ha resultado viable. Las protestas se han generalizado, describiendo un amplio arco, que va desde el abstencionismo hasta la violencia terrorista, pasando por las actividades de los movimientos ecologistas, feministas y pacifistas. Se ha producido una variada gama de “experiencias de discontinuidad”, favorecidas por otros dos fenómenos de signo muy diverso que concurren en estos dos decenios: la crisis del modelo desarrollista y la pérdida de credibilidad de las opciones revolucionarias.

46.

ARDIGÒ. Crisi di governabilitá e mondi vitali, ed. cit., págs. 67-95

Es muy significativo que la emergencia de esta heterógena, multiforme y crispada pretensión de participación tenga como referencia, sobre todo, el ámbito sociocultural. Esta “nueva revolución” — que, a mediados de los setenta, Inglehart calificó de “silenciosa”47 — promueve reivindicaciones de más alto nivel que el político o el económico, según valores de signo posmaterialista. Se buscan servicios más personalizados, intervención activa e inmediata en la resolución de los problemas, mayor autonomía para las iniciativas de base, mejoras cualitativas de muy diversa índole.

47.

Cfr. RONALD INGLEHART, The Silent Revolution: Changing Values an Political Styles among Western Publics, Princeton, Princeton University Press, 1977.

Los efectos acumulados de tales movimientos han contribuido a aumentar la complejidad ambiental y han llevado la crisis de gobernabilidad hasta sus límites de tolerancia. Por poner un ejemplo muy cercano, el caso español, basta considerar el incremento de la criminalidad común, la escalada de la drogadicción, la inseguridad de la circulación, la incapacidad para reaccionar adecuadamente ante las catástrofes naturales o el colapso de la Justicia, para no pensar que se dramatiza sin motivo.

La complejidad ambiental se suma, pues, a la sobrecarga estructural. Y se produce el conocido fenómeno de la segmentación de los procesos sociales. Muchos de ellos tienen un desenlace equívoco. No alcanzan su fin — o no se sabe qué fin alcanzan — porque son interferidos por efectos imprevistos de otros procesos o por la intervención de factores con los que la lógica del sistema no contaba. El sistema de las acciones sociales se ve aquejado de una endémica desorganización, porque los efectos de esas acciones son demasiadas veces “perversos”.

Las redes de la planificación macrosociológica se estrechan cada vez más, pero siguen siendo incapaces de aferrar y estructurar el mosaico microsociológico. La microsociología — la sociología de las mentalidades, de los usos y de las expectativas — parece haberse emancipado sin más de la positivista sociología oficial. Es la “sociología de la vida cotidiana” que — como acaba de decir Amando de Miguel en un libro lleno de sugerencias — constituye un testimonio de vividura48.

48.

AMANDO DE MIGUEL, Ahora mismo. Sociologia de la vida cotidiana, Madrid, Espasa-Calpe, 1987, pág. 11.

La segmentacón social es — según el planteamiento sistémico — una suerte de troceamiento de las secuencias, producido por la creciente diferenciación de los subsistemas. Pero ese enfoque sólo alcanza a formalizar los procesos previstos. Y tan cuarteados quedan éstos, que de continuo se producen secuencias imprevistas, resultando un conjunto astillado y disperso. La macrosociología convencional es capaz de comprender, si acaso, el tejido de relaciones entre el Estado y el mercado, con la única mediación de los canales de influencia persuasiva (todo lo cual constituye lo que llamo “tecnoestructura”). Mas las interrelaciones tecnoestructurales dejan al margen numerosos factores que entran inevitablemente en juego, pero que metodológicamente no se consideran, precisamente porque son informales.

Vemos ahora con una mayor precisión por qué la marginación no es actualmente marginal: porque no constituye sino la otra cara de la índole cerrada y autorreferencial del sistema. En él tienen relevancia las transacciones horizontales entre los medios simbólicos establecidos: poder, dinero e influencia persuasiva. Pero difícilmente captan y se abren camino las transacciones verticales entre niveles de medición de distinto grado, y, en último término, la “transacción” fundamental entre el conjunto del sistema y el mundo vital de los ciudadanos que — según veremos después más rigurosamente — constituye como el humus fértil del que todo sentido brota. Y mayores dificultades presenta aún la percepción y el reconocimiento de que las redes del propio mundo vital49 se constituyen según prestaciones mutuas que no son intercambios simétricos, sino que se desarrollan en el clima de reciprocidad y cercanía propio de la familiaridad o la confianza.

49.

Cfr. BERNHARD WALDENFELS, In den Netzen der Lebenswelt, Frankfurt, Suhrkamp, 1985.

El aislamiento autorreferencial de la tecnoestructura y la marginación de las configuraciones “informales” provocan el fenómeno de la implosión de las instituciones, característico de las fases terminales de un largo proceso de crisis. Implosión es “explosión hacia adentro”: erosión de contenidos y propósitos por ausencia de una salida viable; aceptación de la propia carencia de recursos para superar una situación conflictiva o empobrecedora; incomunicación; simulación; desfondamiento de la capacidad de reacción y de proyecto. Nuevamente la vida española — universidad, política, información — nos ilustra muy a lo vivo sobre la proliferación actual de ese vaciamiento de sustancia que se revela en las “explosiones secas”.

Cuando la degradación de la energía vital de una sociedad aumenta por estas causas de manera generalizada, se produce una suerte de entropía social con acumulación de desorden. Tan notoria y amplia es la presencia del desorden, que da origen a nuevas tendencias de reduccionismo; como la de Raymond Boudon, para quien la sociología científica debe rendirse ante el desorden, reconocer su lugar y limitarse a conocimientos parciales y locales; mientras que el intento de encontrar las leyes de la vida social no constituiría más que un retorno al “credo metafísico”50.

50.

BOUDON. La place du désordre, ed. cit., cap. VII.

Cuanto más se alejan de las fuentes vitales de sentido, mayor es la entropía de los sistemas sociales, que no logran el consenso — el “con-sentimiento” — de los ciudadanos, y no hallan conformidad intencional en los ámbitos vitales51. Y esos mismos ámbitos — que tal vez acusan ya el cansancio de la rebelión — tienden a dejarse llevar por una fuerza centrípeta que los repliega sobre sí mismos y adoptan actitudes de rechazo, de narcisismo, de encapsulamiento afectivo, de conformismo, de apatía o simplemente de silencio. Aparecen así las mayorías silenciosas, en el sentido de Baudrillard52.

51.

Cfr. ARDIGÒ, Crisi di governabilitá e mondi vitali, pág. 59.

52.

Véase JEAN BAUDRILLARD, A la sombra de las mayorías silenciosas, Barcelona, Kairós. 1988.

Estamos ante un decaimiento del espacio público, motivado por un repliegue de la acción y de la palabra hacia una privacy que se entiende en términos intimistas, y cuyos únicos intercambios con el exterior son de tipo mercantil. Desde la perspectiva de la filosofía política, encontramos en el libro La condición humana, de Hannah Arendt, una lúcida anticipación de lo que hoy acontece. El actual predominio de la mentalidad privado-profesional en la vida de la mayor parte de las gentes es el desenlace de la reducción moderna del hombre a homo faber o animal laborans. Muy hondas son las raíces de ese reduccionismo. Hannah Arendt encuentra la más profunda de ellas en el proceso de secularización.

La victoria del animal laborans no habría sido completa si el proceso de secularización, la pérdida moderna de la fe, suscitada inevitablemente por la duda cartesiana, no hubiera privado a la vida individual de su inmortalidad o, al menos, de la seguridad de su inmortalidad. La vida individual se hizo de nuevo mortal, como mortal había sido en la antigüedad, y el mundo resultó incluso menos estable, menos permanente y, en consecuencia, menos de fiar que durante la era cristiana53.

La palabra y la acción — en el sentido de praxis — sitúan al hombre en el ámbito público. En cambio, el predominio del trabajo productivo — en el sentido de poiesis — conduce al repliegue hacia la esfera de la privaticidad de los intercambios mercantiles. Aumenta así la probabilidad y el desorden, es decir, la entropía social. Aunque la variabilidad epidérmica sea muy alta, se ciega la fuente de la novedad radical que, en definitiva, brota sólo en cada hombre capaz de actuar. El hecho de que el hombre sea capaz de actuar significa que lo inesperado puede ser esperado de él, que es capaz de representar lo que es infinitamente improbable. Y esto, de nuevo, es posible sólo porque cada hombre es único, en tal grado que con cada nacimiento algo exclusivamente nuevo aparece en el mundo54.

53.

HANNAH ARENDT, The Human Condition, Chicago, University of Chicago Press, 1958, pág. 320. Sobre las consecuencias sociológicas que la secularización ha tenido en la articulación entre sistema y mundo vital, véase PETER BERGER, BRIGITTE BERGER y HANSFRIED KELLNER, Un mundo sin hogar (Modernización y conciencia), Santander, Sal Terrae, 1979, págs. 78 y sigs.

54.

ARENDT, op. cit., pág. 178.

La caída de la natalidad, el progresivo envejecimiento de la población en los países del primer mundo, es el fenómeno sociológico más grave y significativo del presente. No sólo es causa de estancamiento económico y, paradójicamente, de desempleo, por falta de expectativas para la inversión; es muestra de un paro más sustantivo que el laboral, una suerte de paro antropológico, de decaimiento de la energía personal, por ausencia de esperanzas vitales. La superficialidad de la vida se revela en la actitud ante la muerte, que siempre es la de los demás. “Háblar de la muerte es un tabú general, por habitual que sea el percance”55.

El decaimiento del hombre público56 es consecuencia del eclipse contemporáneo de ese sensus communis57 que es sabiduría compartida por el pueblo.

Apenas apareció el hombre como un ser completamente emancipado y completamente aislado, que llevaba su dignidad dentro de sí mismo, sin referencia a ningún orden circundante y más amplio, cuando desapareció otra vez como miembro de un pueblo58.Apenas apareció el hombre como un ser completamente emancipado y completamente aislado, que llevaba su dignidad dentro de sí mismo, sin referencia a ningún orden circundante y más amplio, cuando desapareció otra vez como miembro de un pueblo58.

55.

AMANDO DE MIGUEL, Ahora mismo..., ed. cit., pág. 93. Cfr. págs. 91-104.

56.

Cfr. R. SENNETT, The Fall of Public Man, Cambridge, Cambridge University Press, 1977.

57.

HANS-GEORG GADAMER, Verdad y método, Salamanca, Sígueme, págs. 48-61.

58.

HANNAH ARENDT, The Origins of totalitarianism, Nueva York, Harcourt, 1951, página 291.

La desaparición de la categoría pueblo en las teorías sociales — denunciada por Rafael Alvira — es claro síntoma de que se considera a “la gente” cómo una especie de resto sin formalizar, como un residuo impenetrable por las categorías sociológicas al uso, que no encuentran conectivos pre-políticos o pre-económicos para formalizar ese laberinto de interacciones inmediatas que componen la vida cotidiana. Y cuando alguien se atreve todavía a aludir al “pueblo”, siempre está a mano el reproche de populismo, neopopulismo e incluso fanatismo59. La esquizofrenia cultural del capitalismo tardío se decanta en el modelo del “totalitarismo permisivo”, que concede al ciudadano privado una amplia cuota de gratificaciones sensibles, con tal de que no interfiera con sus arbitrarias ocurrencias en los procesos públicos, gestionados por expertos anónimos apoyados, a su vez, por grupos de presión.

59.

“El que en nuestro tiempo habla de población en lugar de pueblo y de bienes-raíces en lugar de suelo deja con ello de fomentar muchas mentiras”. BERTOLD BRECHT, “Fünf Schwierigkeiten beim Schreiben der Wahrheit”, en Gesammelte Werke, Frankfurt, Suhrkamp, 1975. tomo 18, pág. 231.

Hannah Arendt vislumbró también esta implicación entre hedonismo y la “sociedad de irresponsabilidad ilimitada”:

El hedonismo, la doctrina según la cual sólo las sensaciones corporales son reales, no es sino la forma más radical de un modo de vida no político, totalmente privado, el verdadero cumplimiento de la sentencia de Epicuro: vive en lo oculto y no te preocupes del mundo60.

Este sensilbilismo corporalista, hoy tan visible, parece que habría de conducir a la docilidad satisfecha y tranquila del mundo feliz. Pero ese mundo feliz es también una utopía, la del bienestar total, porque el instantaneísmo hedonista constituye una de las raíces de la violencia actual61. El aspecto turbio que con frecuencia presentan los movimientos de participación contestataria les viene de ese inmediatismo hedonista: lo que quieren, lo quieren ya, es decir, violentamente. A la postre, lo que el permisivismo permite es — otra vez y bajo nuevas formas — el dominio de los débiles por parte de los fuertes. Les verdaderas víctimas del sistema, los auténticos marginados, son los que realmente no tienen voz, que por cierto son otros distintos, de los que claman no tenerla.

60.

ARENDT, The Human Condition, págs. 112-113.

61.

Cfr. JESÚS BALLESTEROS, “La violencia hoy: Sus tipos, sus orígenes”, en ALEJANDRO LLANO, Ética y política en la sociedad democrática, Madrid. Espasa-Calpe, 1981, páginas 265-315.

Así pues, la escisión entre sistema y mundo vital lleva consigo, a la par, la entropía de las estructuras sociales y la desactivación de las energías personales. Son como las dos caras de una misma moneda.

El fundador de la fenomenología, Edmund Husserl, advirtió con extraordinaria penetración que los respectivos correlatos epistemológicos de estas dos situaciones — a saber, el objetivismo cientificista y el irracionalismo subjetivista — poseen una raíz común: la reducción de todo lo real a la facticidad empírica.

En su obra La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, Husserl subraya el carácter excluyente de la objetividad científica contemporánea. Es sorprendente — advierte — que las cuestiones que la ciencia excluye por principio son precisamente las más candentes para una humanidad que — en nuestra desgraciada época — ha quedado abandonada a las vicisitudes del destino: son las cuestiones que implican el sentido o la ausencia de sentido de toda la existencia humana62. La versión positivista de la ciencia tal como se da en nuestra época es, históricamente considerada, una concepción residual. Trata de lo que resta tras la desontologización del mundo y la des-antropologización del hombre. En el origen de este reduccionismo se encuentra una sustitución por la cual el mundo de las idealidades matemáticas se toma por el único mundo real, es decir, el que se nos da verdaderamente como perceptible: el mundo de la experiencia real o posible. Es lo que Husserl llama nuestro mundo vital cotidiano, el Lebenswelt, que constituye el olvidado fundamento de sentido de las ciencias de la naturaleza y de las ciencias del hombre, el suelo primitivo de toda vida teórica y práctica63.

62.

EDMUND HUSSERL, Die Krisis der europäischen Wissenschaften und die tanszendentale Phänomenologie. (Husserliana, VI), La Haya. Martinus Nijhoff, 1962, pág. 4.

63.

Cfr. HUSSERL, op. cit., págs. 48-49. Véase PAOLO JEDLOWSKI, Il lempo dell'esperienza. Studi sull concetto di vita quotidiana, Milán, Franco Angelli, 1986.

El Lebenswelt es el mundo de la vida pre-científica y extra-científica, el horizonte primario en el que se desenvuelve toda actividad investigadora o transformadora de la naturaleza, todo posible ensanchamiento de la experiencia por medio de a ciencia o de la técnica. Es el mundo que integra todas las realidades conocidas y desconocidas, el mundo realmente dado a nuestra intuición, en el que nosotros mismos nos vivimos como personas de carne y hueso64. Respecto a él, que está siempre pre-dado, toda idealización científica, toda construcción técnica, toda estructuración sociológica, tienen un sentido posterior y derivado.

El Lebenswelt es el “mundo del sentido”65. Las ciencias europeas — y la humanidad europea misma — han entrado en crisis porque han roto su vinculación con ese reino de evidencias originarias. Y, al desconectarse de él, han perdido su propio telos, su finalidad, que sólo se encuentra en ese mundo vital. Porque lo que llamamos “sentido” es tanto significación, referencia, como intencionalidad hacia un fin.

64.

EDMUND HUSSERL, Die Krisis der europäischen Wissenschaften und die tanszendentale Phänomenologie. (Husserliana, VI), La Haya. Martinus Nijhoff, 1962, págs. 50-51.

65.

Ibid., pág. 108.

El mundo de la vida es inicialmente mundo entorno (Umwelt) y mundo propio (Heimwelt). Es la patria de cada uno, con la que sostenemos relaciones inmediatas, familiares, entrañables. Es el ámbito de la vida diaria, al que están muy cercanas las interpretaciones tradicionales y míticas. Frente a ellas, la ciencia moderna consagra un ideal universalista, inaugurado ya por la filosofía griega66. Pero, a diferencia de esta última, las ciencias físico-matemáticas, y más tarde las ciencias sociales, tienden a incurrir en el gravísimo olvido del suelo nutricio en el que crecen y que les proporciona contenido y finalidad. La terapia para la crisis que Husserl propone no es, en modo alguno, el retorno a una vida exclusivamente pre-científica o la huida hacia una vida extra-científica. Su grandioso programa es el de llevar a cabo una reinterpretación de las ciencias europeas, para redescubrir que su universalismo tiene fundamento en la trascendentalidad de un Lebenswelt unificante de los mundos propios, insertos todos en un horizonte vital común: el mundo de la vida de los hombres en su comunidad humana global67.

La dificultad de tal tarea — no exenta de ambigüedades en la misma formulación husserliana — salta a la vista68. De hecho, los decisivos desarrollos de Heidegger — en Ser y tiempo — y de Gadamer — en Verdad y método — no han logrado compaginar la radicalidad ontológica con la sensibilidad hermenéutica. Aunque algunas de sus respectivas aportaciones hayan pasado al acervo filosófico contemporáneo, en ninguno de ambos autores se encuentra un desarrollo cabal de esa ontología del mundo vital que Husserl anunciara69.

66.

Véase la conferencia de Husserl titulada “La crisis de la humanidad europea y la filosofía”, pronunciada en Viena (mayo de 1935), que figura como Anexo III a Die Krisis der europäischen Wissenschaften..., págs. 314-348.

67.

Cfr. HUSSERL, op. cit., Apéndice XXV, pág. 499.

68.

Véase HANS BLUMEMBERG, Wirklichkeiten in denen wir leben, Stuttgart, Reclam, 1981.

69.

Cfr. HUSSERL, op. cit., págs. 176-177.

La aplicación de la idea de mundo vital a las ciencias sociales70 ha acusado también proclividad a fijarse excesivamente en el carácter subjetivo-relativo que Husserl asignó al Lebenswelt71, sin atender a su índole trascendental y a su alcance ontológico. Con todo, presentan múcho interés para nuestro tema los desarrollos de Alfred Schutz, que pretende realizar una sínteses entre la sociología weberiana de la acción y la fenomenología husserliana del munvital72. Schutz se aparta del idealismo husserliano y considera la intersubjetividad como la categoría ontológica fundamental de la existencia humana, que no ha de ser referida a la esfera del sujeto trascendental, sino a la datitud del mundo de la vida. Pero él mismo no se ve libre de una actitud nominalista, porque considera que lo que constituye la realidad es el significado de nuestras experiencias, y no la estructura ontológica de los objetos: “Si los hombres definen las situaciones como reales, estas situaciones son reales en sus consecuencias”73.

Especialmente sugerente para una sociología de la vida cotidiana es el concepto — propuesto por Schutz — de provincias finitas de significado, definidas por diversos estilos prácticos y cognoscitivos. A través de un único proceso experiencial, se pasa de unas provincias de sentido a otras, haciéndose compatibles y unificables todos estos ámbitos. Pero, a medida que nos alejamos de la “provincia” del originario Lebenswelt, se va perdiendo tensión y vitalidad74.

Tal decaimiento de la vitalidad adquiere caracteres patológicos cuando — como ha señalado Ardigó — la unidad social empieza a ceder el puesto a la disociación, segmentación y separación entre fases del mundo vital y fases de la vida de relación colectiva externa; entre lo privado y lo público; entre lo que es íntimo y familiar y lo que es anónimo y colectivo; entre “nosotros” y “ellos”75.

70.

Véase RENÉ TOULEMONT, L'essence de la societé selon Husserl, París, Presses Universitaires de France, 1962.

71.

Cfr. HUSSERL, op. cit., Apéndice XVIII, pág. 465.

72.

ALFRED SCHUTZ, Der sinnhafte Aufbau der sozialen Welt. Eine Einleitung in die verstehende Soziologie, Frankfurt, Suhrkamp. 1974; Collected Papers I-III, La Haya, Martinus Nijhoff, 1964-1971; The Structures of the Life-World (edic. de Thomas Luckmann), North Western University Press, 1973.

73.

SCHUTZ, “Symbol and Society”, en Collected Papers I. pág. 348 (es el enunciado del “Thomas theorem”, bien conocido entre los sociólogos).

74.

SCHUTZ, “The many realities and their constitution”, en Collected Papers I, páginas 229-234. Cfr. ARDIGÒ, Crisi di governabilitá e mondi vitali, pág. 59.

75.

ARDIGÒ, Crisi di governabilitá e mondi vitali, ed. cit., pág. 14.

El sistema, sin su radicación en el mundo vital, se reseca y se esclerotiza. Y ninguna “provincia finita de sentido” es capaz de asegurar por sí sola la plenitud de intersubjetividad — de comunicación y de crecimiento conjunto — que la esencial dimensión social del hombre reclama. De manera que tan perjudicial es el intento de privatizar la vida social, en la línea de su mercantilización insolidaria, como la pretensión de extender el control público o el estatalismo asistencial a todos los ámbitos vitales, en la línea de su socialización opresiva.

De lo que se trata es, más bien, de lograr transferencias continuas y flexibles entre sistema y mundo vital, que mutuamente se enlazan en lo que Donati ha llamado espacio privado-social. Allí actúan grupos de libre iniciativa, capaces de mediar entre la esfera de lo individual y la de los constructos colectivos, sin que ambos reinos sean negados, desbordados o ilusoriamente fundidos76.

76.

PIERPAOLO DONATI. Pubblico e privato. Fine di un'aliernativa?, Bolonia, Capelli, 1978, pág. 109.

Como Husserl advirtió lúcidamente, el centro de gravedad de la crisis no se encuentra en las propias estructuras científicas, técnicas o sociales, sino más bien en su déficit de sentido, por desconexión respecto al múndo vital. Las graves disfunciones “horizontales” que se detectan en el sistema no tienen en él mismo su origen, no son sólo ni principalmente dificultades de comunicación sistémica por exceso de complejidad. La misma sobrecarga del sistema proviene de su “incomunicación” con el mundo de la vida. Su autorreferencialidad funcional lo hace escasamente poroso a las aportaciones de sentido provenientes del Lebenswelt, las cuales quedan sofocadas, o se expresan de manera errática, por falta de reconocimiento y de cauces “verticales” entre los diversos niveles de la escala de relaciones sociales.

Así pues, los problemas de gobernabilidad social no son cuestión de ajuste entre los supuestos subsistemas económico, político y sóciocultural. Por de pronto, ya hemos notado — en contra de la visión convencional — que la relación entre esos “subsistemas” no es meramente la de una funcionalidad horizontal. Porque al ámbito politico le corresponde un papel directivo de los marcos generales de la convivencia, en todos sus aspectos. Y, por su parte, el ámbito sociocultural tampoco es simplemente un “subsistema” estructural, sino que cumple papeles integrativos desde el propio mundo vital, al que se encuentra más próximo que las configuraciones económicas y políticas, ya que las significaciones que genera y transmite se nutren de ese suelo intersubjetivo. A través de estos cauces socioculturales el entero sistema recibe innovaciones vitales y aportaciones de sentido, provenientes del Lebenswelt, que impelen a la creciente apertura de los individuos a la vida de relación.

Sin esas profundas innovaciones, todo se reduce a transacciones e intercambios de cantidades equivalentes, a meras relaciones de dominio o a manierismos imitativos. Por el contrario, la liberación de tales aportaciones de sentido suscita motivaciones altruistas, efectos de sinergia, vivencias de identificación y procesos de renovación. A través de los cauces socioculturales, el sistema canaliza el telos de la socialidad y las necesidades de expresividad que nacen del mundo vital, de acuerdo con normas, valores y metas que facilitan la integración de las personas singulares en proyectos comunes de alcance creciente77.

77.

Cfr. ARDIGÒ, op. cit., pág. 21.

La nueva sensibilidad ha afinado nuestra capacidad de percibir la vaciedad y el extrañamiento de unas estructuras sociales segmentadas y desconectadas, tanto entre sí como en relación con lo que Schutz llama el “mundo de vida social”. Pero esa percepción suele conducir aún a la acentuación del dualismo entre lo privado e íntimo, por una parte, y lo público y común, por otra. Se acepta con demasiada facilidad que toda comunicación entre ambos ámbitos es imposible, y fácilmente se acaba por concluir que tampoco es deseable. Por eso tendemos a proteger nuestra privacy con varias líneas de defensa, frente a la irrupción de esa exterioridad implacable que se siente como amenazadora. Y, así, el telos emergente del mundo vital queda truncado, porque no consigue cruzar la barrera de lo común, no logra plasmarse gradualmente en configuraciones culturales y sociales que satisfagan nuestra vocación de reconocimiento mutuo, de encuentro y de servicio. Este “rebote” tiene efectos igualmente degradantes sobre los mundos vitales, que se fragmentan, se debilitan y se convierten a su vez en autorreferenciales. El sistema es una gran “caja negra” para ellos, y cada uno de ellos un “agujero negro” para el sistema e incluso para los demás mundos vitales.

De este modo, la existencia de los sujetos humanos se convierte en sucesivos tránsitos de unos ámbitos inconexos a otros ámbitos inconexos, sin que haya continuidad de experiencias ni progresivo enriquecimiento personal. Y esto sucede, no sólo, como veíamos, a lo largo de una semana, sino también en el curso de un solo día. En cuestión de horas o de minutos, se pasa de un universo de valoraciones a otro completamente heterogéneo, de un tempo vital a otro del todo diverso, de modo que el individuo no puede reconocerse en ninguno de ellos. Lo que se entiende por “persona” vuelve a adquirir — esta vez en un drama efectivo — su significado original: es la máscara que hay que ponerse para representar cada uno de esos papeles, para intervenir en los distintos simulacros, sin que, al final, el portador de los sucesivos “anti-faces” sepa bien quién es o en qué mundo vive. Como dice Berger:

La consecuencia última de todo esto puede expresarse de un modo muy sencillo (aunque la sencillez es engañosa): el hombre moderno ha sufrido los profundos efectos de la “falta de hogar”. El correlato del carácter migratorio de su experiencia de la sociedad y del yo lo ha constituido lo que podríamos llamar una pérdida metafísica de “hogar”. Ni que decir tiene que esta situación es psicológicamente difícil de soportar, y por ello ha engendrado sus propias nostalgias: nostalgia de la situación de sentirse a gusto, de “sentirse en casa” en la sociedad, consigo mismo y, en último término, en el universo78.

La respuesta al reto de volver a construir un “hogar público”79 o, mejor, una ciudad en la que el hombre pueda vivir con dignidad y libertad, exige un nuevo modo de pensar más ás flexible, menos polarizado, capaz de reconocer la gradualidad y descubrir la analogía.

78.

BERGER y otros. Un mundo sin hogar..., ed. cit., pág. 80.

79.

Cfr. BELL, Las contradicciones culturales del capitalismo, ed. cit., págs. 209 y sigs.

4. Nuevas actitudes, nuevas respuestas

Las interpretaciones “establecidas” del malestar social y de la crisis de gobernabilidad — que ya reconocen hasta las posturas más convencionales y “serias” — tienden a volver sobre lo ya sabido, minimizando lo que en los nuevos fenómenos sociales hay de irreductible a sus esquemáticos planteamientos. Pero cada vez resulta más evidente que la actual realidad social no se deja aferrar con la sola ayuda de instrumentarios tan simples como son los del economicismo o los del estatismo (o los de su combinación o recombinación).

Escribo estas líneas en un pequeño pueblo situado en el corazón del País Vasco. Cada vez que salgo de entre papeles y libros para pasear por las húmedas calles empedradas, comer en la sociedad gastronómica local o charlar con mis amigos, más lejano y abstracto se me aparece lo que leo en la prensa y recuerdo de mis conversaciones con políticos, profesores o empresarios, acerca del problema vasco. Llevo años intentando comprender tan dramática y compleja situación. No puedo alardear, ni mucho menos, de haber terminado esta tarea. Pero me bastaron unos meses para darme cuenta de que ellos — es decir, los presuntos expertos, los máximos responsables — ni siquiera la habían iniciado. Quizá eso es lo que quieren decir cuando emiten su solemne dictamen de irracionalidad: que ellos no entienden lo que pasa, que carecen de capacidad para percibir los términos del problema, esto es, que la cuestión desborda el marco de la racionalidad oficial. Y es que no se trata de un asunto de competencia técnica, sino de competencia cultural y comunicativa. Son otras las aspiraciones que laten en este gravísimo conflicto, al cual se ha llegado tras un largo período de latencia, que ha venido a conectar con ese profundo cambio de valoraciones y significaciones operado en amplios sectores de la sociedad actual. (Y que conste, para evitar todo posible equívoco, que no soy de los que caen, en la fundamental confusión de equiparar la “violencia estructural” con la violencia terrorista; ni me sumo a los que condenan la violencia venga de donde venga: la condeno “venga de donde viene”.)

Pondré otro ejemplo menos extremo. Las políticas urbanísticas de las pasadas décadas se atuvieron a parámetros predominantemente cuantitativos y funcionalistas: se pretendía hacer ciudades modernas, cuyas rápidas vías de circulación favorecieran la movilidad social indiferenciada y la homogeneidad de los intercambios económicos. De ese enfoque nacieron los pasos a diferente nivel, los scalextrics, que cambiaron el perfil de muchas poblaciones. Pocos años después se aprobarán altos presupuestos para desmontarlos. ¿Qué había sucedido entretanto? Entretanto había acontecido un cambio en la percepción de la ciudad, una nueva sensibilidad urbanística que valora el diseño, la conservación de los centros históricos, el casticismo y las zonas verdes.

Y un tercer caso aún: el de la defensa de los derechos humanos. Hasta hace muy poco las denuncias de su violación se hacían estrictamente en función de las respectivas ideologías. Después vinieron los disidentes de cada bando, y más tarde los disidentes de ambos a la vez. Alexander Solzhenitsin no se mostró menos duro con el Oeste que con el Este. Y el socialista alemán Martin Kriele fue consecuente con su negativa a emplear un doble juego de pesos y medidas80, como si fueran admisibles dos concepciones distintas de los derechos húmanos81: denunció los atentados a la dignidad de la persona humana en Nicaragua, en contra de la doctrina oficial de su partido, que se sintió obligado a abandonar. A pesar de que continúan algunas resistencias institucionales y de que persisten los atentados fácticos, existen hoy unas condiciones culturales de posibilidad para considerar la dignidad del hombre como un valor universal que eran impensables hace tres décadas.

80.

MARTIN KRIELE, Liberación e ilustración. Defensa de los derechos humanos, Barcelona, Herder, 1982, págs. 181-210.

81.

MARTIN KRIELE, Die demokratische Weltrevolution. Warum sich die Freikeit durchsetzen wird, Munich, Piper. 1987, págs. 56-64.

Por volver a nuestra fecha de referencia, desde 1968 se registran generalizadas demandas de una calidad de vida cuyo significado no equivale sin más al de bienestar. Se repite desde entonces que el tener es sólo un aspecto — y no el más valioso — del ser o del vivir. Las exigencias de más alto nivel que se están formulando en el curso de esa larga — y no siempre silenciosa — “revolución cultural” contribuyen, en un primer momento, a agudizar la sobrecarga de prestaciones sociales; mas, en una segunda fase, ponen en cuestión el entero planteamiento del Estado del Bienestar. Los mecanismos del Welfare no saben qué hacer con esas exigencias que aparecen como más altas, pero que propiamente son más básicas: derechos humanos, defensa del medio ambiente, reconocimiento de las peculiaridades culturales y de las minorías étnicas, conservación del patrimonio histórico, participación más directa y viva que la ofrecida por las elecciones políticas, etc. Las reivindicaciones de defensa de la vida humana no nacida, o de índole pacifista, ecologista, feminista y regionalista, no se pueden satisfacer con los medios de la Seguridad Social o con las técnicas del marketing. Estas aspiraciones del pos-Welfare son pre-políticas y pre-económicas, aunque tengan repercusiones en ambas esferas; repercusiones que, por cierto, resultan distorsionantes mientras el sistema no acoja y canalice esta nueva índole de expectativas vitales.

Los vislumbres de las nuevas actitudes se dirigen hacia lo que hoy puede aparecer como una especie de continente inexplorado. Aunque, contemplado con perspectiva antropológica e histórica, el hallazgo podría quizá presentar el carácter de un descubrimiento del Mediterráneo. Y, sin embargo, la cosa no es tan obvia o consabida. La inmediación vital estaba siempre ya ahí, pero nunca, a su vez, de modo meramente inmediato. Nunca ha vivido el hombre en un puro estado de physis. Acontece más bien que el nomos ha tendido casi siempre a ocultar la dimensión estrictamente natural del hombre. Y no menos en las actitudes tradicionales o místicas que en las críticas y reflexivas. Es más: el hombre no posee algo así como una dimensión “estrictamente natural”.

En la tragedia de Sófocles, Antígona se enfrenta con todas las convenciones establecidas cuando descubre que hay una moralidad más profunda que la de la ley humana vigente, porque hunde sus raíces en una naturaleza humana que no está sometida a las variaciones de usos y costumbres. En esta línea, la filosofía clásica y medieval mantiene un delicado equilibrio entre physis y nomos, physis y praxis, physis y logos. Con el cristianismo, esta complicada “dialéctica” se extiende a las relaciones entre naturaleza y gracia, así como entre naturaleza e historia. Hasta que — como ha demostrado Spaemann — tal equilibrio se rompe cuando la modernidad (anunciada en este punto por el pensamiento medieval tardío) olvida progresivamente la interna teleología de la naturaleza constituyente de cada realidad82. Y Hegel — en plena conciencia de los tiempos nuevos — llega a afirmar categóricamente que nada hay bajo el cielo o sobre él en donde la inmediación no vaya inevitablemente unida a la mediación.

82.

ROBERT SPAEMANN, Philosophische Essays, Stuttgart, Reclam, 1983, págs. 19-40.

Las complicaciones del explícito concepto moderno de cultura nos impiden simplificar sin merma del rigor. Pero, aun a costa de importantes matices, cabe columbrar que hay una continuidad histórica entre ese concepto nuestro de cultura y la idea clásica de ethos. Con ambos se apunta a una unidad vital básica entre inmediatez y mediación. Por cultura, efectivamente, se entiende — en su sentido amplio — el orden y la significación de la vida, en un espacio social y dentro de una historia común83. La cultura expresa, por tanto, el cultivo de algo ya existente, el cuidado de una realidad vital, el crecimiento del hombre. Su misión es la de perfeccionar la naturaleza humana, completarla y revelarla a sí misma84. Y algo semejante viene a significar ethos: incremento de lo humano, que se plasma en hábitos y costumbres, para alcanzar una vida lograda. Ciertamente, el explícito concepto moderno de cultura tiene unas connotaciones más globales, de forma que incluye no sólo lo que se es, sino también lo que se hace. Y, así, se ha podido definir recientemente la cultura como “lo que los hombres hacen de sí mismos y de su mundo, y lo que ellos piensan y hablan a este respecto”85. El área significativa común puede quedar expresada por un tercer concepto, el de formación en el sentido de Wilhelm von Humboldt: “Modo de percibir que procede del conocimiento y del sentimiento de toda vida espiritual y ética, y se derrama armoniosamente sobre la sensibilidad y el carácter”86.

83.

Cfr. T.S.ELLIOT, Notas para la definición de la cultura. Buenos Aires, Emecé, 2ª ed., 1952, págs. 25 y sigs.; véase ERICH ROTHACKER, Problemas de antropología cultural, México, Fondo de Cultura Económica, 1957.

84.

Cfr. HERVÉ PASQUA, “Frankenstein contro Faust”, en Documenti di lavoro (Fondazione RUI), 35, 1987, pág. 27.

85.

REINHART MAURER, “Cultura”, en H.KRINGS, H.M.BAUMGARTNER y C.WILD, Conceptos fundamentales de filosofía. Barcelona. Herder, 1977, tomo I, págs. 475-476.

86.

WILHELM VON HUMBOLDT, “Gesammelte Schriften”, VII, 1, 30. Citado por GADAMER, Verdad y método, ed. cit., pág. 39; cfr.. págs. 38-48. El subrayado es mío.

El núcleo de toda cultura es ético y estético; es un ethos que se hace operativo a través de una paideia, es decir, de una formación de la sensibiidad y del carácter que se decanta en un modo de percibir.

Es este aspecto perceptivo — como mediación cultural primaria muy cercana al mundo vital — el que destaca en la pluralidad de esas nuevas actitudes a las que nos venimos refiriendo. Son convergencias que ya no responden a ideologías, entendidas — con Raymond Boudon87 — como un conjunto de creencias fundadas sobre unas presuntas argumentaciones científicas que son dudosas, falsas o indebidamente interpretadas, a las cuales se concede una credibilidad que no merecen. Tampoco responden a comunes intereses de clase. Proceden más bien de complejos perceptivos y comunicativos, de estilos de vida. Se configuran como movimientos y asociaciones más o menos espontáneas, con proyectos no convencionales, que vienen a ser “solidaridades autónomas” enraizadas en las estructuras del ethos.

Esta presencia de la dimensión cultural o pre-sistémica adquiere diversos grados y sesgos distintos en la variedad de nuevas actitudes, de las que están surgiendo actualmente nuevas respuestas a esos desafíos sociales que he descrito en las páginas precedentes. Antes de seguir adelante, procede sintetizar — siguiendo básicamente a Donati88 — el cuadro tipológico de estas nuevas actitudes, que se resumen en las cuatro siguientes:

87.

Cfr. RAYMOND BOUDON, L'idéologie. On l'origine des ldées reçues, París, Fayard, 1986.

88.

DONATI, Risposte alla crisi dello Stato sociale..., ed. cit., págs. 22-23.

1) El neoconservadurismo. Su referente original es — como en el caso del liberalismo — el mercado. Lo que, sin embargo, constituye su rasgo diferencial es el relativo alejamiento del economicismo radical y la importancia concedida a algunas instituciones tradicionales y a ciertos valores éticos. Es, pues, tradicional en lo cultural y modernizante en lo económico. Entiende que la libertad económica sólo puede defenderse desde una configuración social en la que tenga vigencia esa normatividad moral que la búsqueda del puro bienestar material está erosionando.

2) El neocorporativismo. Pone énfasis en la defensa de la identidad de esos grupos sociales y profesionales que la interpenetración de la Administración pública y la economía de mercado tiende a socavar. Se diferencia de los movimientos sindicales y patronales clásicos en que pone la exigencia del status por encima de la reivindicación del interés. Aunque su referente principal sea el Estado, se diferencia de la socialdemocracia (y de los “corporativismos” fascistas) en su rechazo de la planificación global y de la igualación socializante. Acepta la democracia política, pero desconfía del exclusivismo mediador de los partidos, al que contrapone la participación directa de los grupos socioeconómicos implicados en cada decisión pública. Cabe destinguir, según el planteamiento de estas pretensiones de participación, entre un neocorporativismo de lealtad al Estado del Bienestar y un neocorporativismo de protesta.

3) La nueva clase posindustrial. Surge de sectores altamente educados del sector terciario avanzado o del sector “cuaternario”. Apuesta por las innovaciones cognoscitivas, a las cuales concede más valor que a los recursos energéticos o a la infraestructura industrial. Es proclive a la “utopía informática”. Adopta como modelo institucional el de la nueva empresa — desburocratizada y versátil — cuya agilidad de gestión pretende transferir a la Administración pública. Su lema es la “modernización” en su acepción tecnológica. Critica la concepción patrimonialista de la actividad económica privada, que endosa a los conservadores. Culturalmente, tiende al secularismo permisivo. El retrato-robot de sus representantes individuales se acercaría al estereotipo del yuppy.

4) El neosolidarismo. Es el tipo que hemos tenido más presente — aunque no de forma exclusiva — en nuestros anteriores acercamientos descriptivos. En él cabe encuadrar a los nuevos movimientos y “pequeños grupos” sociales que reivindican un mayor espacio de autogestión. Buscan, sobre todo, la autorrealización expresiva, el sentido de la pertenencia a un mundo vital y la relación mimética con la naturaleza. Propugnan la desindustrialización y la desmercantilización. En política, oscilan entre el escepticismo y el radicalismo extraparlamentario. Contraponen los aspectos cualitativos y “cálidos” a los cuantitativos y “fríos”. En general, constituyen el sector más identificado con lo que convencionalmente se considera la “cultura posmoderna”.

Como es natural, la mayor parte de las posturas efectivas responden a una cierta mezcla de varios de estos cuatro grupos. Aunque los tipos 1) y 2) se encuentren más vinculados al esquema del Estado del Bienestar, los cuatro coinciden básicamente en no aceptar el simplismo del binomio Estado-mercado. Es esta coincidencia negativa en la insuficiencia del tecnosistema la que facilita en primer lugar la presencia de formas mixtas. Más vaga es, en cambio, la coincidencia en las respuestas positivas, que — como antes se anunció — vendría dada por la común apelación a una suerte de tercer ámbito, aún poco definido, de naturaleza ético-cultural y específicamente social.

Por lo demás, los cuatro tipos van a encontrar en este parágrafo un desigual tratamiento. Del neoconservadurismo y de la nueva clase posindustrial me ocuparé en el capítulo siguiente, porque son actitudes que se sitúan preferentemente en el actual debate sobre la modernidad. Claro aparece ya que la consideración del neosolidarismo me sirve de hilo conductor en estas reflexiones. Pero, antes de retomarlo, considero procedente que nos detengamos por un momento en examinar una forma actual de neocorporativismo que viene a representar un acercamiento de las posturas convencionales a estas nuevas tesituras.

Lo que hoy suele denominarse new corporatism es una incorporación de nuevos elementos al Estado del Bienestar, en su intento de hacer frente a la creciente complejidad social y superar la crisis de gobernabilidad. Lo que se incorpora es la co-optación de grandes centros de intereses sociales y económicos en el proceso de decisiones del Gobierno. Se trata de la adaptación del Estado a una situación de pluralidad y fragmentación de las demandas, cuya compaginación no puede lograrse con la sola ación unilateral de las burocracias oficiales. Las grandes centrales sindicales y empresariales, los principales grupos de opinión y de presión, las representaciones de los sectores profesionales relevantes entran en un proceso de negociación macrosocial, que equivale a la ampliación de los mecanismos del Welfare State. Y éste parece evolucionar, a su vez, hacia una especie de Corporate State, inserto también en una densa red de interlocutores plurinacionales (Comunidades Europeas, OTAN, empresas multinacionales, etc.)89.

89.

ARDIGÒ, Crisi di governabilitá e mondi vitali. ed. cit., págs. 177 y sigs.

Como era de suponer, el nuevo corporativismo ofrece un amplio campo delvalidación para la interpretación sistémica de la sociedad actual. A la vista de esta naciente burocracia ampliada, Luhmann mantiene que cada vez habrá que contar menos con la posibilidad de que los problemas socialmente relevantes puedan llegar a resolverse por medio de las acciones o interacciones individuales. La presencia de personas abiertas e inteligentes en algunas corporaciones no basta para lograr un consenso o para evitar actitudes incontroladas. Es ilusorio pensar que los problemas de compatibilidad y coordinación entre los diversos subsistemas puedan llegar a resolverse o a aminorarse mediante conversaciones entre los afectados. Así se origina — reconoce Luhmann — un abismo entre las secuencias interactivas individuales, que son situaciones a las que tiene acceso el individuo y le resultan inteligibles, y la complejidad del sistema social, ininteligible a partir de las relaciones intersubjetivas y no influible ni controlable desde instancias personales.

Y esto no vale sólo para las interacciones de las personas normales y corrientes90, sino, en principio, para toda interacción personal, también para las que se establecen entre las más altas jerarquías del new corporatism. El resultado es, desde luego, que el hombre de la calle se encuentra desbordado por este proceso, como perdido en medio de tanta complejidad91. El sistema social y la interacción personal se separan aún más en el Estado corporativo, que nada tiene que ver — según Luhmann — con una emergencia de inmediaciones vitales a través de una suerte de corporativismo microsociológico. Lo único que funciona es la implacable lógica sistémica. Y todo ocurre de acuerdo con la concepción darwiniana de la selección: sin autor92. Los sistemas y subsistemas son agentes anónimos, entre los que no hay trato o “comercio”, sino interrelaciones objetivas.

Desde una perspectiva más pragmática y liberal, Harold Willensky93 considera que la solución neocorporativa descansa sobre una gobernación centralizada, que combine las tensiones heterogéneas, y un sistema fiscal de escaso relieve aparente, que se alimente, sobre todo, de tasas invisibles. Así se consigue tener satisfechos o, al menos, neutralizados a los grandes centros de interés. La participación es ilusoria. El resorte de todo el planteamiento no es otro que el engaño.

90.

Cfr. LUHMANN, Soziale Systeme..., ed, cit., pág. 579.

91.

Cfr. LUHMANN, Soziologische Aufklärung 3..., pág. 350.

92.

Cfr. Soziale System..., pág. 589.

93.

Cfr. HAROLD L. WILLENSKY, The Welfare Seate and Equality. Structural and Ideological Roots of Public Expenditures, Berkeley, University of California Press, 1975; The “New Corporarism”, Centralization, and The Welfare State. Londres, Sage Publications, 1976.

Tales versiones del neocorporativismo contribuyen a retirarlo de la lista de nuevas actitudes y a considerarlo, más bien, como una manifestación de la “astucia de la tecnocracia”, que instrumentaliza las recientes aspiraciones de participación en favor de una megaburocracia internacional. Como señala Ardigó, esta sutil invasión administrativa conduce a reducir aún más los espacios hasta ahora regulados desde los mundos vitales y a desactivar las experiencias asociativas e institucionales, situadas en el ámbito intermedio entre lo público y lo privado94.

La mayor extensión y creciente capilaridad de la red burocrático-tecnocrática produce, como ya vimos, todo lo contrario de lo que promete: el gigantesco efecto equívoco de la fragmentación y desestructuración social a la que asistimos. El proceso de desinstitucionalización provoca una creciente anomia una falta de normatividad interna en lo que la doctrina social tradicional consideraba “cuerpos intermedios”, que van quedando reducidos a momentos funcionales del despliegue evolutivo del sistema. En muchos aspectos de la vida, ya no sabemos a qué atenernos, porque carecemos de normas comúnmente aceptadas. Vivimos quizá en lo que Luhmann llama la “sociedad mundial”95, pero no tenemos un mundo común.

94.

ARDIGÒ, op. cit., pág. 103.

95.

Cfr. LUHMANN. Soziologische Aufklärung 3..., págs. 101 y sigs. y 121 y sigs.

La superación de la anomia social no puede venir por la sola vía de recomponer o transformar los elementos ya presentes en la tecnoestructura, precisamente porque es la parcialidad de tales elementos y la índole olímpica de sus transacciones lo que produce la marginación de los demás aspectos de la existencia humana y — por utilizar una conocida expresión de Habermas — la “colonización del mundo vital”. El vacío normativo provocado por tal estrechamiento no cabe colmarlo con la simple ampliación (o restricción) de las reglas que rigen el despliegue del Estado y del mercado, en organizada confusión. Es preciso descubrir y conferir vigencia a una nueva normatividad — de más alto nivel simbólico y mayor realismo — cuyo medio circulante no sea el poder, el dinero o la influencia, sino la reciprocidad vital: la solidaridad humana. Sólo este nuevo ethos es lo suficientemente multiforme, y a la vez unitario, como para hacerse cargo de la complejidad y proceder a su efectiva descarga, soldar los procesos segmentados y ofrecer un cauce a las energías latentes de la sociedad sumergida, la gran ausente.

Retomamos así el cabo de nuestro hilo conductor. Desde luego que, al ir concretando la respuesta, crecerá la probabilidad de que se levante en el lector la sospecha de encontrarse ante una nueva — y quizá no tanto — propuesta utópica. Por cierto que su núcleo no es muy reciente, porque el otro cabo del hilo conductor se ata al concepto clásico de amistad social. Pero tampoco puedo aceptar que sea utópica mi propuesta. En cualquier caso, no es más irreal que el delirio sistémico de abandonar la benevolencia interpersonal e incluso el pacto social, para fiarlo todo a la dinámica mostrenca de unos sistemas que perviven en un ambiente complejo, por medio de inconscientes — y hasta hoy ignorados — mecanismos evolutivos. Mi propuesta es incluso más realista que la sola apelación al pacto como ullima ratio de la conexión social, según el proceder de contractualistas y neocontractualistas. Habría que recordar aquí la olvidada sentencia de Durkheim: los presupuestos del pacto no pueden, a su vez, ser pactados. Y tales requisitos sólo pueden hallarse en esa originaria mediación cultural que llamamos ethos. Aquí sí que encontramos un suelo firme. Porque, como ha mostrado Jacinto Choza, el ethos social presenta unos limites invulnerables, que no sólo no es conveniente transgredir, sino que — considerados como perfiles básicos de la comunidad y según un tempo histórico — ni siquiera es posible traspasar96.

96.

Cfr. JACINTO CHOZA, “Ética y Política: un enfoque antropológico”, en Ética y política en la sociedad democrática, ed. cit., págs. 58-70.

Lo que hace ingobernable la contingencia social y degrada la convivencia es precisamente la desconsideración de las múltiples interrelaciones que no encajan en los modelos sistémicos o contractualistas. Hacerse cargo hoy de la complejidad social implica descubrir que no todas las relaciones sociales relevantes responden a una lógica sistémica, ni tienen la índole del pacto (político, económico, persuasivo, o mixto). Existen además, y previamente, las interacciones regidas por la reciprocidad vital, que en modo alguno se pueden interpretar desde las transacciones contractuales, por más que puedan mediarlas y — en el despliegue del telos de la socialidad con ellas deban a su vez entrelazarse.

La amplitud de la propuesta se manifiesta en que, desde ella, es posible rescatar la validez de no pocas aportaciones de la teoría de sistemas y de los planteamientos contractualistas. Su realismo — no del todo ingenuo — estriba en que atiendee a los datos pre-políticos y pre-económicos que integran la sustancia de la vida cotidiana y constituyen el origen del sentido de las estructuras sociales derivadas, las cuales quedan así encuadradas en una hermenéutica cultural que da cuenta de los fines perseguidos con tan complejas mediaciones. De manera que la línea de las nuevas respuestas no es, en modo alguno, la de prescindir del sistema. Más bien se proponen abrir y flexibilizar esa tecnoestructura a las innovaciones y aportaciones que pueden evitar la segmentación negativa de los procesos, la implosión de las instituciones y, en definitiva, el entumecimiento del entero sistema. Los puntos negros que hoy provocan constantes fragmentaciones y continuas experiencias de discontinuidad son como el “negativo” de los mundos vitales, cuya ausencia comienza ya a brillar en forma de malestar, disidencia y apatía; pero también en forma de proyectos de solidaridad.

Lo dicho hasta ahora se puede considerar también desde la perspectiva más clásica de la dialéctica público-privado97. No pocas disfunciones del Estado del Bienestar provienen precisamente de una deficiente correlación entre lo público y lo privado, cuya índole a la vez simplista y confusa ha sido puesta de relieve por autores tan diversos como Hannah Arendt, Daniel Bell o Pierpaolo Donati.

97.

Cfr. EDWARD SHILL, “Privacy, Ideology and Cilvilty”, en Le public el le privé. La crise du modele occidental de l'Etat, París, Fondation Internationale de Sciences Humaines, 1978, págs. 22 y sigs.

Tal desarticulación se revela en fenómenos que a primera vista parecen antagónicos. Por una parte, se produce un mutuo aislamiento entre la esfera pública y la privada, que se configuran como ámbitos autorreferenciales y cerrados. Por otra, acontece un entreveramiento de ambas áreas que genera confusionismo y desorientación. Mas ambas manifestaciones tienen una raíz común: la unidimensionalidad de un modelo que margina y sofoca la esfera de la autonomía social, es decir, el área de la relevancia comunitaria de los mundos vitales, sólo desde la cual es posible realizar una mediación con sentido entre lo público y lo privado, que evite simultáneamente el aislamiento y la confusión.

Adviértase, por de pronto, que no es válida — ni en principio ni fácticamente — la ecuación entre lo individual y lo privado, por una parte, y lo público y lo estatal, por otra98. Entre los extremos de la pura privacy y de las entidades “oficiales” se inserta — y debe ser reconocido como relevante — el amplio y multiforme espacio de lo social, en el que lo privado y lo público se entrelazan sin confundirse. Aceptamos con demasiada facilidad que lo privado es privativo, es decir, que carece de relieve social. Y ello sucede porque se supone de antemano que el sector privado está exclusivamente al servicio de intereses particulares y se desentiende por principio del bien general. La mercantilización de lo privado es la otra cara de la burocratización de lo público.

98.

Esta idea la he expuesto más ampliamente en mi estudio “Libertad y sociedad”, en Ética y política en la sociedad democrática, ed. cit., págs. 105-108.

Esta defectuosa articulación entre lo público y lo privado proviene de un predominio de la estructura horizontal — o intrasistémica — respecto a la estructura vertical, que debe ensamblar lo sistémico con lo pre-sistémico. La estructura horizontal Estado-mercado tiende a colonizar el mundo vital, de suerte que la economía lo formaliza mercantilizándolo y la política lo controla con su megaburocracia. Se realiza entonces una especie de “macla” entre la estructura horizontal y la vertical, que produce — a la vez que confusión — separación entre lo privado y lo público.

Se crea así una barrera entre el ámbito pre-político y el político, que tantas veces se traspasa de manera errática o enmascarada. La acción comunitaria queda sustituida por el intervencionismo que asfixia o el clientelismo que corrompe99.

Es preciso superar esta crispada dialéctica entre la tesis pública del bien general y la antítesis privada del bien particular, que conduce a la síntesis entrópica del conformismo estancado y de la alienación hedonista. El gran proyecto político del presente — aquí y ahora — consiste en la emergencia mediadora de lo privado-social100, como espacio de una gestión libre, que surge de la creatividad de las asociaciones aútónomas, pero exige un reconocimiento público y estable. La clave para que la propuesta del espacio privado-social supere el verbalismo bienintencionado y ya sabido estriba en la aceptación teórica y práctica de que los grupos sociales autónomos son capaces de proponerse y gestionar objetivos que trascienden los intereses sectoriales, y poseen, por tanto, un alcance comunitario de índole “universalista”.

99.

Cfr. HIRSCHMANN, Shifting Involvements. Privare Interest and Public Action. edición citada, cap. VIII.

100.

Cfr. DONATI, Pubblico e privato. Fine di un'alternativa?, ed. cit. Sobre la superación de la dicotomía entre público y privado, véase BERGER y otros, Un mundo sin hogar, edición citada, pág. 222.

La existencia de un mundo común, en el que sea posible la comunicación no fragmentada, y en el que se evite el desfondamiento sistemático de las instituciones, sólo es posible si se admite que existe un bien público definible en términos no puramente utilitarios o pragmáticos, cuyos titulares natos son los propios ciudadanos libremente asociados. El bien público de una comunidad política no es un a priori ideológico, pero tampoco el mero resultado de la acumulación de intereses privados. Remite a un pluralismo real de formaciones sociales, de empresas, grupos, cooperativas y asociaciones capaces de poner en circulación unos valores que permitan mutuas transferencias simbólicas — no meros intercambios — regidas por normas de solidaridad y reciprocidad vital.

La teoría del espacio privado-social va al núcleo de las tensiones y las limitaciones del Estado del Bienestar, en cuanto considera la operatividad de un engranaje solidario de mediaciones con una índole diversa tanto de la burocrática como de la mercantil. Tales mediaciones contribuyen a moderar el carácter autorreferencial del Estado y del mercado, estableciendo corrientes de comunicación no puramente sistémica o meramente transaccional. Al generar nuevas aportaciones y recursos, nuevos inputs, provenientes de esa cantera inagotable que son los mundos vitales, actúan como mecanismos de descarga y contribuyen a reducir la anomia a un nivel tolerable101.

101.

Dahrendorf reproduce la excelente descripción que Mac Iver hace de la situación de anomia, la cual concuerda con nuestras observaciones. “Anomía implica el estado de ánimo de quien ha perdido sus raíces morales, de quien ya no tiene pautas, sino solamente unos estimulos sin conexión alguna, de quien carece de todo sentido de continuidad, de los grupos propios (folk) y de las obligaciones. El hombre anómico es espiritualmente estéril, concentrado sobre sí mismo, no responsable ante nadie. Se burla de los valores de otras personas. Su única fe es la filosofía de la negación. Vive sobre la tenue línea de la sensibilidad entre un pasado que falta y un futuro que también falta... La anomia es una situación de ánimo en la que se ha quebrado, o se ha debilitado mortalmente, el sentido del individuo para la correspondencia social, que constituye la fuente fundamental de su actitud moral.” R.M.MAC IVER: The Ramparts we Guard, Nueva York, 1950, págs. 84 y sigs. Cfr. RALF DAHRENDORF, Oportunidades vitales. Notas para una teoria social y política, Madrid. Espasa-Calpe, 1983, pág. 116.

Los efectos “perversos” provocados por un crecimiento incontrolado de la complejidad no se resuelven, ya lo dijimos, incrementando la complicación sistémica, en la línea de una creciente diferenciación de subsistemas monofuncionales. El único procedimiento real para compensar la complejidad es el enriquecimiento plurifuncional del espacio social, en la línea de un incremento de la autonomía, de la capacidad de auto-dirección en las esferas vitales y culturales que hoy permanecen en gran parte inmersas debajo del plano de la relevancia. Estos son los ambientes fértiles en los que se revitalizan las instituciones. Desde el pluralismo real así entendido se puede alcanzar una segmentación positiva, es decir, una distribución no anónima y dispersa, sino participativa y teleológica, en los cometidos sociales. Con una normatividad social más alta y diversificada — que acoja valores supra-transaccionales, con una corresponsabilidad no solamente táctica como en el new corporatism — es posible diseñar modelos en los que los “segmentos” se orienten gradualmente hacia procesos de convergencia que den lugar a juegos con suma superior a cero.

Procede también insistir en que el espacio privado-social no es unívoco; sino que acoge una amplia diferenciación gradual (analógica). Sin entrar por ahora en el gran tema de la responsabilidad social de las empresas102, cabe establecer una básica distinción entre las solidaridades primarias (redes familiares, de amistad, de vecindad y mutua ayuda) y las solidaridades secundarias (asociaciones, cooperativas, movimientos de voluntariado).

Examinemos, en primer lugar, uno de estos tipos de solidaridad secundaria. Se asiste hoy, en los países industriales avanzados, al surgimiento de un abanico de iniciativas que se ha convenido en denominar voluntariado103. Son modalidades muy variadas de respuesta emergente a la crisis del Welfare State. Se sitúan más acá de los intercambios políticos y económicos: en las esferas de las interacciones mutuas y fiduciales. Constituyen configuraciones de ese nivel más profundo del ámbito sociocultural, en el que éste conecta con las energías vitales de las personas con nombre y con rostro, y realiza su ya aludido papel mediador.

102.

Cfr. mi estudio sobre “La dimensión ética del Balance Social”, en El futuro de la libertad, Pamplona, EUNSA, 1985, págs. 193-216.

103.

Existe ya una amplia bibliografía sobre el voluntariado. Se pueden destacar, entre otras, las siguientes obras de: A. ARDIGÒ, “Volontariato, welfare state e terza dimensione”, en La ricerca sociale, núm. 25, 1981; C. W. GORDON y N. BABCHUK: “A tipolology of Voluntary Associations”, en The Government of Associations, Totowa (N.J.), Bedminster Press, 1966; N. JOHNSON: Volunlary Social Services, Oxford, Basil Blackwell, 1981; G. ROSSI: “Introduzione all'analisi sociologica del volontariato”, en Studi di sociologia, núm. 3, 1980. En lo que sigue, me inspiro principalmente en el estudio “Volontariato e nuove risposte alla crisi dello Stato sociale fra pubblico e privato”, incluido en el citado libro de DONATI, Risposte alla crisi dello Stato sociale, págs. 183-219.

Se trata de un fenómeno abigarrado, en el que se entrelazan viejos y nuevos elementos, actualizando el continuo diálogo histórico entre lo que Tönnies llamó “comunidad” (Gemeinschaft) y “sociedad” (Gesellschaft)104. Si el voluntariado reclama especial atención es porque ese diálogo está hoy al borde del silencio; porque las sociedades del capitalismo tardío padecen una grave crisis de solidaridad e integración, en la que resurgen egoísmos y particularismos, desigualdades y marginaciones, formas nuevas de pobreza y desamparo. Representa como un signo o cifra de la posible salida de este vórtice: el inicio efectivo de esa nueva normatividad que ha de superar la ya vieja lógica sistémica y contractualista, desde la que se sigue pretendiendo fundamentar el bien común en intereses privativos.

104.

Véase FERDINAND TÖNNIES, Gemeinschaft und Gesellschaft, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1963.

El voluntariado de la sociedad posindustrial — como ha demostrado Donati — no consiste en una simple reedición del mutualismo o la filantropía. No es sólo una respuesta al desfondamiento moral, a la crisis de responsabilidad cívica o al atascamiento del aparato administrativo y fiscal. Estriba, más bien, en la aceptación del desafío para fundamentar la política y la economía en una trama social más autónoma y densa. Es algo más que un recurso supletorio. Es una solución estable, que pretende redescubrir el centro perdido de la entera sociedad civil.

El actual cambio de las necesidades y expectativas sociales, manifestado en la nueva sensibilidad, agudiza la demanda de servicios personalizados, la plena atención del caso singular, la flexibilidad requerida para afrontar lo imprevisible o escasamente programable, así como la colaboración entre todas las instancias implicadas en cada proceso. Pero, además y sobre todo, exige una diferente forma — más activa y participativa — de satisfacer esas necesidades. Y, hoy por hoy, ese nuevo modo de colmar las expectativas nuevas no puede correr a cargo de los servicios abstractos del Estado asistencial y apenas conecta con el planteamiento — excesivamente mercantilizado — de las empresas de servicios.

No sólo se está pidiendo la defensa del patrimonio artístico, la conservación del medio ambiente, la atención cuidadosa a los disminuidos físicos, la protección civil inmediata y eficaz, la revitalización de las comunidades locales... Se clama, más bien, para que cese o disminuya la sospecha sistemática de la tecnoestructura respecto a las iniciativas autónomas; para que se permita que los protagonistas naturales tengan libertad y medios para asumir en cada área sus propias responsabilidades. Porque ni la Administración pública tiene el monopolio de la benevolencia ni la empresa privada el de la eficacia.

En el contexto de esta nueva sensibilidad cultural y social, el voluntariado desempeña muy variadas funciones: de anticipación, que evidencia nuevas necesidades y diferentes modos de satisfacerlas; de información, consejo y defensa (advocacy) de los usuarios desfavorecidos o marginados; de participación en la ayuda mutua, en las iniciativas cívicas y en la formación de entramados comunitarios más eficaces y fluidos.

No procede extenderse ahora en experiencias concretas, cuya descripción abunda en la bibliografía especializada. A los escépticos bastaría quizá recordarles la Olimpiada de Los Ángeles, en la que, con una amplia intervención del voluntariado, se logró una organización modélica y un elevado superávit económico (¿qué pasará en la Barcelona de 1992?). Y, en términos generales, bastaría situarse en la hipótesis contrafáctica de una generalizada huelga de celo civil, en la que cesaran todas las prestaciones benévolas y fiduciales, en la que se detuvieran todas las iniciativas extra-políticas y extra-económicas. El colapso sería total. Señal cierta de que la marginación de la vitalidad social tiene, efectivamente, unos límites invulnerables, incluso para el más capilar tecnosistema que se nutra parasitariamente de unas venas de sentido y solidaridad que, por más sumergidas que estén, no dejan de ser imprescindible requisito de cualquier régimen político-económico.

El voluntariado, en la medida en que puede ir pasando de la informalidad espontánea a la formalidad estatutaria, representa uno de los cauces más significativos para proceder — desde nuevas bases — a una reinstitucionalización sociocultural que supere la esclerosis del sistema. El status nascens de estas experiencias revela, quizá, el inicio de una respuesta ciudadana a la situación de implosión de las instituciones y de anomia de las relaciones sociales que hemos registrado. Constituyen modos plurales y autónomos de gestionar la complejidad y aligerar al sistema de su sobrecarga.

Pasamos finalmente al área de las solidaridades primarias, que constituyen el entramado primordial de los mundos vitales, la sustancia misma del ethos o “cultura” en sentido radical. Es el ámbito de la plena confianza y correspondencia, el lugar de lo insustituible y entrañable: lo que de suyo nunca está sometido al cálculo transaccional.

Pues bien, si buscamos una muestra patente de la implosión institucional, la encontramos de inmediato en la familia105. Su evidente anomia es signo y causa de la desorganización social generalizada.

La familia es la víctima típica de las ambigüedades del Welfare State106. Las políticas sociales del Estado asistencial, que eligieron a la familia como objeto preferente de sus prestaciones, han acabado por vaciar de casi todo su contenido públicamente relevante a la institución familiar, que, en el mejor de los casos, se ha replegado sobre sí misma y vive al margen de los procesos sociales efectivos. El grupo doméstico es el agujero negro por excelencia del sistema actual.

105.

Véase sobre este tema: ALEJANDRO LLANO, “Juventud y trabajo”, en Familia y trabajo. Actas del VIII Congreso Internacional de la Familia, Barcelona, Fondation Internationale de la Famille. 1986, págs. 79-87.

106.

Véase PIERPAOLO DONATI, Famiglia e politiche sociali. Milán, 1981; y Risposte alla crisi dello Stato sociale..., ed. cit., págs. 67-141.

La familia ha sido instrumentalizada primero y sustituida después por el complejo tecnoestructural, que la ha convertido en una instancia suplantable y prácticamente superflua, precisamente porque se ha prescindido sistemáticamente del reconocimiento de los vínculos estables de responsabilidad personalizada, que constituyen la médula de las relaciones familiares. Los aspectos externos y funcionales de la familia han pasado a integrarse en las transacciones del Estado y del mercado, mientras que su ethos propio ha quedado privatizado y drásticamente sumergido.

La gran paradoja estriba en que el Estado del Bienestar ha ignorado la radical fuente humana de auténtico bienestar: el ámbito primario de los servicios personalizados. Esta erosión progresiva ha dejado tras de sí un gran vacío, que la asistencia pública nunca podrá llenar, aunque al intentarlo llegue hasta el borde de la quiebra financiera. Y la propia empresa privada ha tendido a hacer con la familia lo mismo que ella reprocha al intervencionismo estatal: la ha tratado como mero conjunto de recursos laborales o como unidad de consumo, en un proceso de reducción y sustitución.

La desregularización de la familia está en el origen de buena parte de los casos, cada vez más frecuentes, de marginación y nueva pobreza. Los miembros más débiles — minusválidos, ancianos, depresivos, inadaptados — quedan entregados a la intemperie pública, multiplicándose así las conductas erráticas y las situaciones-límite: autismo, delincuencia juvenil, drogadicción y suicidio.

Pero no es éste el momento de relatar desgracias. Lo que nos interesa es comprobar — con algo así como un experimento crucial — que prescindir de la intersubjetividad vital conduce a tratar a las solidaridades primarias (y a las personas mismas) como objetos pasivos, en lugar de como sujetos activos. Las políticas de protección familiar tienden precisamente a asistir a los individuos con independencia de sus nexos familiares, que quedan eo ipso trivializados. Y algo semejante suele acontecer en el proceso de producción industrial y de consumo masivo. Ni en el área del Estado ni en la del mercado se adscribe a la familia como tal una función activa, por lo que su protagonismo decrece hasta la residualidad y la marginación institucional.

Y, sin embargo, la familia — como núcleo del espacio privado-social — es la fuente radical de solidaridad y de una mediación cargada de sentido. Todo proyecto de recomposición del tejido comunitario debe buscar su fulcro en una nueva cultura de la familia107, en la que ésta no quede pasivamente cosificada, sino que se la trate como primaria unidad de acción social.

Las líneas de respuesta al fenómeno social de la pérdida de sentido que aquí se ha propuesto apuntan al tránsito histórico del Welfare State a la Welfare Society. Bien entendido que, en este cambio de lema, no sólo se produce una decisiva sustitución del acento en lo estructural (“Estado”) por el acento en lo vital (“Sociedad”), sino que el propio concepto de Welfare sufre un deslizamiento semántico: ya no tiene esa connotación pasivista de prestaciones recibidas, que evoca la noción de bienestar, sino que significa calidad de vida, entendida sobre todo como activa participación en una tarea común108.

107.

Cfr. HIRSCHMAN, Shifting Involvements. Private Interest and Public Action, edición citada, cap. II.

108.

DONATI, Risposte alla crisi dello Stato sociale..., ed. cit., págs. 236-266. Cfr. JULIÁN MARÍAS, La felicidad humana, Madrid, Alianza, 1987, págs. 158 y sigs.

La aparición de este sentido activo de calidad de vida es uno de los rendimientos más interesantes de la nueva sensibilidad. Pero sus presupuestos e implicaciones presentan una envergadura histórica y conceptual que superan con mucho el tipo de discurso que hemos adoptado hasta aquí. La modernidad sustituyó la clásica actitud ética del perfeccionamiento humano por la pretensión técnica de la conservación del hombre con base en el dominio de la naturaleza109. Por eso predominaron en ella los aspectos cuantitativos sobre los cualitativos, y su exaltación de una libertad desarraigada acabó por conducir a una pasividad inercial. Tal vez estemos tocando ahora el límite histórico de esa extraordinaria peripecia de la razón humana.

109.

Cfr. HANS BLUMEMBERG, Säkulariesierung und Selbstbehauptung, Frankfurt, Suhrkamp, 1974.

II. EN EL UMBRAL DE UNA ÉPOCA

1. Las paradojas de la modernidad

La cuestión de si el presente momento histórico constituye el umbral de una nueva época es un topos cada vez más visitado en las actuales discusiones acerca de la condición espiritual de nuestro tiempo. En lo que hay escaso acuerdo es en el auténtico alcance de la polémica. Los eruditos nos advierten que quizá nos encontremos sólo ante una nueva edición de la Querelle des Anciens et des Modernes, cuyo inicio se sitúa en la intervención de Charles Perrault ante la Académie Francaise, el día 26 de enero de 16871. Los precavidos en general tienden a sospechar que tales discusiones se agotan en la pugna por delimitar un lugar retórico y ganar en él una posición ventajosa.

Otros, sin embargo, reparan en que la casi obsesiva preocupación por el espíritu de la época (Zeitgeist) es algo más que una moda. O, mejor, que el hecho de que una palabra tan académica, y además alemana, como Zeitgeist se haya puesto de moda, no deja de ser revelador. Algo pasa cuando una revista como New Yorker pone debajo de la foto de una estrella del espectáculo la descripción a girl of the Zeitgeist; o cuando otras publicaciones populares titulan con tan solemne término la columna que antes encabezaban — de manera más trivial, pero también significativa — con lo in y lo out2. Desde luego, eso que pasa viene de más atrás. Ya en 1957, una personalidad tan poco sospechosa de fundamentalismo como es el teórico del management Peter F. Drucker escribió: “En algún momento, difícil de precisar, de los últimos veinte años hemos salido sin darnos cuenta de la época moderna y hemos penetrado en otra era que aún carece de nombre”. Y sólo un año más tarde ya aparecía, en su libro The Landmark of Tomorrow, la expresión postmodern world3.

1.

Cfr. HANS ROBERT JAUSS, Literaturgeschichte als Provokation, Frankfurt, Suhrkamp, 1970, págs. 11-16.

2.

Cfr. GÜNTHER HOFFMANN. “Was die Spatzen nicht von den Dächern pfeifen”, en Die Zeit, 21-XI-1986.

3.

Cfr. WOLF SCHAEFER, “Die Krankheit der Vernunft”, en Die Zeit, 3-IV-1987; SCHIRRMACHER, “Die Indianer Europas. Postmoderne-das Ende einer Epoche wird ausgerufen”, en Frankfurter Allgemeine Zeitung, 17-IV-1986.

Desde luego, tan extendida conciencia de tránsito epocal constituye por sí misma un dato cultural de primer orden. Por lo demás, y en el peor de los casos, la retórica no es por principio vana. Recordemos — porque también recurriremos a ella después — la conocida división que Morris hizo de la semiótica en sintaxis, semántica y pragmática. Si comparamos ese “trivium moderno” con el tradicional, podemos establecer un parangón entre la retórica y la pragmática, cuya referencia común es precisamente la consideración de la eficacia del lenguaje. Con palabras se hacen cosas: ¿es acaso menos real un contrato de arrendamiento que un magnolio? Con mejor o peor fortuna, los discursos y las discusiones contribuyen poderosamente a configurar el lenguaje de un momento histórico y, con él, sus expectativas culturales. De suerte que la insistencia generalizada en que nos encontramos en un período de entre-épocas puede llegar a convertirse en una self-fulfilling prophecy. Es decir, que los efectos persuasivos de semejante discurso tal vez contribuyan al efectivo advenimiento de esa nueva era que se anuncia. Lo cual también está fomentado por la propia eficacia simbólica del cambio de milenio, que multiplica la viveza de una sensibilidad fin de siécle.

Con todo, ni a milenaristas ni a escépticos se les oculta la dificultad de hacer hoy historia actual (Zeitgeschichte) y, por tanto, de dictaminar acerca de la identidad de nuestro tiempo. Hasta el punto de que — como ha destacado Koselleck en su semántica de los tiempos históricos4 — la tarea de escribir la crónica del presente ha dejado de ser, desde hace un siglo, cometido de los historiadores para pasar a ser competencia de los periodistas. Pero es que este mismo fenómeno no tiene nada de casual y está sorprendentemente conectado con una madurez de la modernidad que representa quizá el anuncio de su acabamiento o el de su transformación.

4.

REINHARD KOSELLECK, Vergangene Zukunft. Zur Semantik geschichtlicher Zeiten. Frankfurt, Suhrkamp, 1979, pág. 335.

Si ya no es posible hacer historia científica del presente, cuyo lugar queda ocupado por los informes de la comunicación colectiva, es porque el nuestro es un tiempo caracterizado por un interno movimiento de variación. Con la llegada de la modernidad madura — a estos efectos, en torno a 1800 — la conciencia histórica se ve afectada por una temporalización interna. El tiempo ya no es — como para el pensamiento tradicional — la medida del hiato existente entre la imperfecta actualización de una realidad y su actualización perfecta, que le viene prescrita como un telos inscrito en su naturaleza propia. Tampoco es ya el tiempo — como lo era para la incipiente modernidad científica — un marco homogéneo, en el que los acontecimientos se suceden con un ritmo constante. El tiempo se aloja ahora en el interior mismo de la historia, cuya cadencia varía de modo progresivo. La vivencia tradicional del tiempo histórico basculaba hacia el pasado, en el que siempre podían encontrarse precedentes, anticipaciones y, sobre todo, modelos. La historia era un conocimiento sapiencial y, como tal, ordenador. En la modernidad, por el contrario, ese orden histórico tiende a desvanecerse. El presente se vive como lo radicalmente nuevo, separado de lo anterior y abierto hacia un futuro inédito. Hemos de decidir por nuestra cuenta y riesgo: la historia ya no es magistra vitae5 (y, por cierto, cada vez lo es menos la filosofía, clásicamente entendida como el saber de lo constante, de lo eterno en la historia).

5.

REINHARD KOSELLECK, Vergangene Zukunft. Zur Semantik geschichtlicher Zeiten. Frankfurt, Suhrkamp, 1979, págs. 17-66 y 100-348.

La permanencia de las configuraciones históricas básicas se apoyaba también en la creencia de que lo decisivamente nuevo sobrevendrá sólo en el último día, cuando tengan lugar los acontecimientos novísimos6. Desaparecido casi por completo de la conciencia europea ese horizonte trascendente7, el tiempo nuevo (die Neuzeit: la modernidad) es el presente entendido como continua renovación y ruptura con el pasado. Y el propio horizonte escatológico — reducido antropocéntricamente — se introduce en la historia convirtiéndose en utopía, es decir, en expectativa profana ideológicamente instrumentada. Se trata de un fenómeno de compensación — típico de la modernidad, según Odo Marquard8 — que da lugar a un inestable equilibrio, el cual, a su vez, acaba desembocando en una paradoja. Porque la carencia de una vertebración de los acontecimientos históricos produce la dispersión de las actuaciones sociales, que ya no pueden remitirse a un panorama unitario en el que adquieran sentido y finalidad. La conciencia histórica entra en conflicto con la conciencia utópica: el simplismo ideológico queda una y otra vez desmentido por la complejidad del despliegue histórico efectivo9.

6.

Lo cual en modo alguno equivale a afirmar que la conciencia cristiana sea ahistórica. La realidad es más bien la contraria: la concepción cristiana de la Historia de la Salvación es un imprescindible requisito para la emergencia de la idea europea de historia. Lo que no es ni puede ser el cristianismo es historicista, precisamente porque sabe que la historia tiene un sentido que no es puramente escatológico, puesto que la Encarnación, Muerte y Resurrección de Cristo señalan ya la plenitud de los tiempos. En este punto, como en todos los esenciales, la modernidad es radical y crispadamente cristiana.

7.

Cfr. PAUL HAZARD, La crisis de la conciencia europea (1680-1715). Madrid, Pegaso, 3ª ed., 1975.

8.

Cfr. ODO MARQUARD, “Nach der Postmoderne. Bemerkungen über die Futuriesierung des Antimodernismus und die Usance Modernität”, en Moderne oder Postmoderne?, Weinheim, Acta Humaniora, 1986, págs. 45-54.

9.

Cfr. JÜRGEN HABERMAS, Die neue Unübersichtlichkeit, Frankfurt, Suhrkamp, 1986, págs. 141-142.

La complejidad, que ya había aparecido como punto-límite desde la visión sincrónica que adoptamos en el primer capítulo de este ensayo, reaparece ahora en clave diacrónica. La aceleración histórica, resultado de su interna temporalización, multiplica los nexos posibles entre las diversas secuencias, y eleva hasta tal punto el grado de contingencia, que se torna inviable diseñar un escenario abarcable y comprensible de nuestra propia situación cultural. No es sólo que no logremos dar con la perspectiva para entender nuestra situación: es, según parece, que no la hay. Los recursos gnoseológicos y operativos son insuficientes para dirigir la complejidad presente hacia metas compartidas, a las que se acaba por renunciar. La ausencia de telos, la falta de sentido, produce entonces la paralización.

La aceleración histórica se satura y precipita en forma de estancamiento. La apertura de un arco indefinido de posibilidades se neutraliza a sí misma, al generar un tejido social tan intrincado que dificulta hasta el límite su organización y orientación.

Como antes se apuntaba, la maduración de la conciencia histórica moderna produjo en seguida la sorprendente consecuencia de obturar la comprensión histórica del presente, sustituida por una multiplicidad de procesos comunicativos. La profundización en la dimensión longitudinal de la historia — indudable ganancia del siglo XIX — se exaspera hasta astillarse en un haz de conexiones informativas transversales, sin contornos unitarios; de manera que el sujeto humano se ve inundado de solicitaciones y requerimientos no acompañados por criterios para decidir a cuáles de ellos debe responder. Al desgajarse del tiempo vital, el tiempo histórico se dispersa.

En esta primera paradoja se adivina ya la índole dialéctica que caracteriza a la modernidad. Como dice Innerarity, en tal contexto se debe entender por dialéctica “la remisión a su contrario que se produce cuando un principio es tomado unilateralmente, lo que supone que las expectativas originales se truncan en los resultados opuestos”10. La conciencia moderna se caracteriza, entre otros rasgos, por su “historificación”: por lo que Walter Schulz llama Vergeschichtlichung11. Y es su interpretación parcial y su ulterior absolutización lo que engendra su contrario12. La conciencia histórica moderna genera, no sólo el desinterés por la historiografía, sino la conciencia de haber entrado en un período poshistórico, en el que ya nada realmente nuevo puede acontecer.

10.

DANIEL INNERARITY, “Modernidad y postmodernidad”, en Anuario Filosófico, XX-l, 1987, pág. 119.

11.

WALTER SCHULZ, Philosophie in der veränderten Welt, Pfullingen, Neske, 3ª ed., 1976.

12.

Cfr. RAFAEL ALVIRA, “Dialéctica de la modernidad”, en Anuario Filosófico, XIX-2, 1986, págs. 15-17 (con la referencia a Schulz).

Pero a esta inesperada desaparición de lo nuevo, en la culminación de una época que creía consistir precisamente en la continua innovación, se llega también por la consideración de otro rasgo característico de la modernidad, al que el mismo Walter Schulz llama “cientifización” (Verwissenschaftlichung). Con ello nos referimos, como es patente, al fruto más temprano, más permanente y más prestigioso de los tiempos nuevos: la ciencia nueva, la ciencia natural moderna13.

La ciencia moderna es, antes que nada, una investigación experimental de la naturaleza. Pero — como ha señalado agudamente Spaemann14 — la experiencia a la que en este caso nos referimos se caracteriza precisamente por su homogeneización. El experimento es algo así como la domesticación de la experiencia, porque en él obligamos a la naturaleza a que conteste con un o con un no a preguntas que se formulan desde un cuadro conceptual impuesto por el sujeto cognoscente. Toda experiencia que no sea planificable y repetible, que no se pueda realizar en unas circunstancias accesibles a todos los investigadores, es considerada por la actitud cientificista más bien como un mero estado subjetivo. Y lo que en tal experiencia privada se “descubre” no puede ser tomado como real, ya que sólo lo objetivo merece ser tenido por real. Según concluye el propio Spaemann15, esta homogeneización de la experiencia se fundamenta en una convicción metafísica: en el convencimiento de que, por principio, no hay nada auténticamente nuevo. Lo que hay son nuevos descubrimientos, pero no descubrimientos de algo sustancialmente nuevo.

13.

Cfr. RAFAEL ALVIRA, “Dialéctica de la modernidad”, en Anuario Filosófico, XIX-2, 1986, pág, 9.

14.

ROBERT SPAEMANN, “Ende der Modernität?”, en Moderne oder Postmoderne?, ed. cit., págs. 25-27. Una exposición más amplia, en la que aparecen también los aspectos positivos de esta universalización de la experiencia, se encuentra en la conferencia “La crisis de la humanidad europea y la filosofía”, incluida como Anexo III en la citada obra de HUSSERL, Die Krisis der europäischen Wissenschaften und die transzendentale Phänomenologie, págs, 314 y sigs.

15.

SPAEMANN, op. cit., pág. 26.

La convergencia y mutuo refuerzo de la “historificación” y la “cientiftzación” es especialmente perceptible en el evolucionismo contemporáneo, que postula una autogénesis transformista y universal de la materia: una especie de evolución creadora. Al rechazar la creación en sentido metafísico, es decir, el surgimiento originario, este evolucionismo biológico — con el que no se debe confundir la teoría científica de la evolución — se ve abocado a optar entre el reduccionismo y el preformacionismo, para dar cuenta de la aparición de realidades nuevas en el propio proceso evolutivo. El reduccionismo consiste justamente en sostener que lo nuevo no es más que las condiciones originales de las que surge. Manteniendo esto, el reduccionismo se convierte fácilmente en su postura antitética — el preformacionismo — para la que propiamente no hay nada nuevo, porque todo estaba ya antes preformado. Como ha mostrado Reinhard Löw16, estas variantes del evolucionismo fracasan en su intento de dar cuenta de lo nuevo y, paradójicamente, conducen a una visión estática del mundo.

16.

REINHARD LÖW, “Die Enstehung des Neuen in der Natur”, en P. KOSLOWSKI, P. KREUZER y R. LÖW, Evolution und Freiheit, Stuttgart, Klett, 1984.

Tal homogeneización de la experiencia aboca a una concepción funcionalista del mundo, en la que todas sus piezas se consideran intercambiables, precisamente porque todas están compuestas de una materia informal de la que nada auténticamente nuevo puede surgir. De esta indiferenciación radical sólo se exceptúa el hombre el animal liberum, porque es justo su subjetividad constituyente la que domina al mundo y lo somete al status científico de lo objetivo. Ahora bien, el objeto de la dominación humana es, en cuanto tal, algo muerto; el objeto de la ciencia — interpretada según el sesgo de la cientifización — es lo pasivo; lo que sólo varía por causalidad mecánica. Éste es el precio que la modernidad tiene que pagar por la autónoma afirmación de la libertad humana. Sólo que el precio es demasiado alto.

El pensamiento moderno se desvincula de la metafísica naturalista clásica por considerar que estaba lastrada por un paganismo desde el que era imposible reconocer y valorar adecuadamente esa dignidad de la persona humana que el cristianismo había venido a desvelar. La especialísima dignidad del hombre ya no le vendrá dada por el privilegiado “lugar” que — según aquella metafísica del orden y de la esencia — el hombre ocupa en el universo de las cosas, por virtud de su elevada naturaleza. No, el hombre ya no se ve a sí mismo como una cosa entre las cosas. Su dignidad procede de que es él mismo quien activa y libremente asigna a cada cosa su posición en un mundo que, en sí mismo, es un vacío infinito y silencioso. Únicamente el hombre está dotado de finalidad, porque sólo él es capaz de actuar de modo intencional, es decir, racional y libremente. Asignar a los entes materiales una naturaleza teleológica es un craso antropomorfismo que lleva a confundir la persona con las cosas.

Pero en este mundo “desencantado” por la ciencia — recordemos a Max Weber — ya no hay lugar para nada que sea único e irrepetible. Lo real es sólo — decíamos — lo objetivo. Pues bien, fue congruente y casi inevitable que, en el curso del desarrollo científico, el hombre se aplicara a sí mismo ese paradigma científico, tenido por único y universal. La realidad humana se reduce a lo que el hombre tenga de científicamente objetivable. Y así, el hombre queda medido por el mismo rasero de las cosas materiales y reducido a ser un fragmento más o menos sofisticado de materia. Si aún quiere seguir afirmando su libertad y dignidad, lo que resulta — como ha visto Spaemann — es que el hombre mismo se convierte en un antropomorfismo17. Tal es la grandiosa paradoja de la modernidad, de la cual las restantes paradojas sólo son variaciones o corolarios. El “efecto equívoco” de la autoafirmación del hombre en los tiempos nuevos estriba en que, al desantropomorfizar la naturaleza, acaba por antropomorfizarse a sí mismo: él mismo resulta ser, al cabo, una proyección o ficción de sí propio, que, por supuesto, también cabe “desencantar” en la última vuelta sobre sí de un pensamiento reflexivo cuyo último destino sería autoanularse18.

17.

ROBERT SPAEMANN, Das Natürliche und das Vernünftige. Essays zur Anthropologie, Munich, Piper, 1987, pág. 8.

18.

Que el desenlace radical del pensamiento moderno es el nihilismo ya lo vislumbró el último Schelling, lo relató Dostoievski, lo gritó trágicamente Nietzsche y en él lo leyó Heidegger. En el contexto de una lúdica lectura nietzscheana de Heidegger, Vattimo ha advertido con lucidez que el nihilismo no es sino la reducción del ser a “valor de cambio”. Cfr. GIANNI VATTIMO, La fine della modernitá. Nichilismo ed ermeneutica nella cultura post-moderna, Milán, Garzanti, 1985, pág. 29.

En un examen más reposado y “técnico” de la cuestión, me parece a mí que el concepto filosófico clave en esta dialéctica de la modernidad es justamente el concepto de “acción”. A la postre, la “revolución copernicana” consistió primordialmente en la afirmación del papel activo del hombre, en contraposición al presunto pasivismo antropológico que implicaba la clásica primacía de la actitud teórica o contemplativa. Y lo paradójico del caso — adelantémoslo ya — es que las bases filosóficas de las que la modernidad dispone para intentar este giro son del todo insuficientes e inadecuadas.

Para que lo dicho sea menos genérico, voy a fijar mi atención en el autor que simboliza la versión más madura y equilibrada de la modernidad, a saber, Immanuel Kant, interpretado en este punto por el que quizá es el mejor filósofo kantiano y el más autorizado intérprete de Kant en la actualidad: Friedrich Kaulbach.

Según Kaulbach, frente a la teoría clásica de la acción como praxis teleológicamente constituida, la modernidad — y muy especialmente Kant — desarrolla una teoría de la acción como constituyente de la objetividad natural o, si se prefiere, de la acción como efectuación (Handlung als Bewirken)19. El agente ya no se considera integrado en la totalidad cósmica de la physis, ni en la totalidad vital de la polis. El agente se pone a sí mismo como independiente del mundo físico y de la comunidad política. Y en esa independencia hace consistir su libertad como autonomía. El mundo es el ámbito de lo formalizable o constituible por el sujeto, cuya espontaneidad teórica consiste en disponer libremente de la naturaleza, liberándose de sus exigencias o presiones inmediatas. Para liberarse a sí mismo, el hombre somete a la naturaleza, que ya no es — según dice el propio Kaulbach — una naturaleza teleológicamente “libre”, abierta a diversas posibilidades de actualización, sino que es una “naturaleza encadenada”.

19.

FRIEDRICH KAULBACH, Einführung in die Philosophie des Handelns, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1982, págs. 12-21.

La ontología, moderna es radicalmente antiteleológica. Ya Bacon había dicho que la investigación de las finalidades es del todo inútil y, como una virgen consagrada a Dios, no engendra nada. El interés del sujeto no es ahora “dejar ser” a la realidad y perfeccionarla de acuerdo con sus internas inclinaciones naturales, sino imponer su propia soberanía sobre las cosas. La acción consiste, entonces, en la efectuación de los fines de la razón por medio de la estructuración causal del mundo. Ajeno al mundo por él dominado, el hombre queda aislado en su humanidad. (Pascal: “El silencio de esos espacios infinitos me aterra”.) Las normas que el sujeto se da a sí mismo ya no configurarán una eticidad real, encarnada vitalmente en la polis, sino que se reducirán a una moralidad puramente formal y racional, que no reconoce fronteras en la naturaleza física o politica. Surge la figura del moderno ciudadano, que domina a la naturaleza y es dominado por la ley civil. Así las cosas, tenía razón Rousseau cuando sostenía que no se puede ser a la vez hombre y ciudadano. Para ser hombre, es preciso replegarse a la intimidad y desentenderse de una sociedad que tiende a funcionar de manera mecánica. Para ser ciudadano — es necesario extrañarse completamente de sí mismo y entregarse a la exterioridad objetiva del curso de la historia.

Ya en el ámbito teórico — en la Crítica de la razón pura — se registra que el intento kantiano consiste en fundar la acción humana desde sí misma. La espontaneidad cognoscitiva del entendimiento se resuelve en “acciones del pensar puro”, que no están vinculadas a naturaleza alguna: ni a una incognoscible naturaleza esencial de las cosas físicas, ni a una supuesta naturaleza ontológica del sujeto cognoscente y de sus facultades. La identidad de las acciones cognoscitivas viene, entonces, dada por una acción primordial y radicalmente constituyente, a la que Kant llama “apercepción pura” o “apercepción originaria”. Es el yo pienso, que “tiene que poder acompañar a todas mis representaciones”20, para poder considerarlas como mías. Pero, a su vez, tal conciencia originaria no es propiamente un yo, sino — dice Kant — él o ello (la cosa) que piensa, algo en general, un sujeto trascendental de los pensamientos, que sólo es conocido a través de esos mismos pensamientos y del que nunca podemos tener el mínimo concepto por separado. Considerado aisladamente, ese yo es una pura incógnita: yo = X. Resulta, pues, que las acciones son mías en cuanto que se remiten al yo trascendental, y, a su vez, el yo trascendental sólo se constituye en las acciones. El propio Kant reconoce que nos hallamos ante un circulo21. Circularidad paradójica, ya que expresa la vaciedad de un yo que, en lugar de ser el núcleo real e irrepetible de la persona, se entiende como una función universal y abstracta: estamos ante un fundamento sin consistencia. El antropocentrismo ilustrado acaba por vislumbrar que en ese centro — el yo humano — no había nada. La posterior eliminación o “superación” del yo está a la vista.

20.

IMMANUEL KANT. Crítica de la razón pura, B 132. Las consideraciones de este párrafo y del siguiente son independientes de la interpretación de Kaulbach.

21.

KANT. op. cit., A 346, B 404. Cfr. HANS-JÜRGEN ENGFER. “Handeln, Erkennen und selbstbewusstsein bei Kant und Fichte”, en HANS POSER (edit.): Philosophische Probleme der Handlungstheorie, Friburgo de Brisgovia, Alber, 1982, págs. 109 y sigs.

Tal circularidad es aún más notoria en el ámbito práctico, porque no es posible entender cómo uno puede darse mandatos morales a sí mismo. Esos mandatos sólo serán autónomos si yo quiero cumplirlos, pero en tal caso — es decir, si yo quiero — no preciso mandato alguno22. Desarraigada de toda fundamentación natural, la ética ilustrada se convierte en un moralismo que — como Nietzsche probó — desemboca con facilidad en el inmoralismo.

La afirmación moderna de la originaria radicalidad de la libertad humana es una ganancia filosófica de la que ya no cabe prescindir. Pero la ontología ateleológica que tiene en su base es incapaz de acoger y fundamentar esta “idea europea de libertad”. Más en concreto: tal idea de la libertad no se puede compaginar con el modelo técnico de la acción transeúnte o productiva que domina en el pensamiento poscartesiano; cuadra mejor con el planteamiento aristotélico de la acción como praxis inmanente, que la modernidad debería haber profundizado — en la línea de una ontología del espíritu — para ser consecuente consigo misma.

Resulta muy significativo que sea un kantiano tan destacado como Kaulbach quien haya reconocido la parcialidad de la teoría kantiana de la acción23. Es preciso volver — recomienda Kaulbach — a la teoría aristotélica de la acción como praxis, cuyo valor redescubre Hegel contra Kant. Frente a la abstracción esquematizante de una moral puramente racional, hay que retornar a la realidad concreta y vital del ser práctico, entendido como la estructura ontológica y antropológica de un viviente capaz de perfeccionar y perfeccionarse por medio de los hábitos éticos y dianoéticos, los cuales vinculan activamente al hombre con la naturaleza y con su entorno político.

22.

Cfr. RÜDIGER BITTNER, Moralisches Gebot oder Autonomie, Friburgo de Brisgovia, Alber, 1983. Bittner pone agudamente de relieve esta paradoja de la moral autónoma kantiana, tras un detenido examen de los textos originales. Por lo demás, no concuerdo con su exégesis general del kantismo ni con sus propias posiciones éticas.

23.

KAULBACH, Einführung in die Philosophie des Handelns, ed. cit., passim.

Pienso que ha merecido la pena esta incursión por un territorio más abstruso, ya que hemos podido comprobar — si bien sumariamente — que la índole paradójica de la modernidad surge de su propia articulación conceptual. Antes de terminar este apartado con una interpretación global de esta interna dialéctica, volvamos por un momento a sus actuales consecuencias en el ámbito social y en la vida cotidiana.

Señalábamos, desde el comienzo de estas reflexiones, que el profundo y difundido malestar que se registra en las décadas finales del siglo XX responde a las vivencias de discontinuidad entre las expectativas y los logros. Ahora podemos tener una idea más cabal de que tales aspiraciones siguen siendo — en lo fundamental — las de la razón racionalista y que el déficit o la equivocidad de los logros responde precisamente a la interna quiebra de esa razón calculadora y dominante.

La razón moderna — a diferencia de la inteligencia clásica — ya no pone su propia culminación en la consideración teórica o contemplativa del ser real. Es una razón comprometida con sus propios logros e interesada en la consecución de sus fines. Por eso se somete al tribunal de la historia: porque piensa que la historia universal no es sino el trasunto de la historia de la razón.

El veredicto del tribunal no ha podido ser más contundente. Sus “considerandos” y “resultandos” desgranan otras muchas paradojas, ya muy trilladas, que apenas es necesario recordar. La más notoria es la revelada por la conciencia ecológica, que resulta especialmente significativa porque en ella el proyecto moderno se topa con los límites de su ilimitada pretensión de dominar la naturaleza. Como recuerda con frecuencia Spaemann, Marx pretendió cancelar el dominio del hombre por el hombre, gracias a un ilimitado dominio del hombre sobre la naturaleza. Pero tal explotación se revela como una provocación cuando se comprueba que los recursos naturales son limitados y que la destrucción del ambiente ecológico es irreversible. Precisamente porque el entorno natural es la casa del hombre, en la que él habita sin que pueda crearla. La pretensión de dominio se vuelve entonces contra el hombre mismo que — en flagrante antítesis con el imperativo kantiano — empieza a ser tratado como puro medio, como parte funcionalmente intercambiable del ambiente, como mera variable dependiente de un sistema tecnocrático o de un régimen autoritario. La utopía de la liberación total se resuelve en la realidad del completo sometimiento.

Estamos ante una especie de “efecto perverso” histórico o global. La capacidad de dominio de la naturaleza se aplica al cuerpo humano — reducido a su crasa exterioridad — del cual nos declaramos dueños, hasta el punto de poder disponer de su patrimonio genético24. La vida humana naciente ya no se valora como esa novedad primordial, en la que Hannah Arendt veía el origen de toda innovación, sino que ha entrado en el área de lo arbitrariamente manipulable, de lo que no nace sino que se hace (o destruye) a voluntad.

La propia Hannah Arendt toca de nuevo el punto neurálgico de las paradojas modernas cuando advierte que la idea de progreso, si se entiende como algo más que como una variación de las relaciones y un mejoramiento del mundo, si se interpreta como automutación del hombre, va en contra de la dignidad humana25. Vendría precisamente a representar el tránsito del hombre desde lo humano hasta lo no-humano. Si el hombre, si todo hombre posee ya una intangible y, en cierto modo, absoluta dignidad — como afirma el humanismo moderno —, entonces el hombre como tal no puede progresar, porque eso equivaldría a situarse “más allá de la dignidad”, es decir, en la indignidad. Es preciso rescatar al humanismo de la configuración antropocéntrica en la que se ha precipitado y con la que se ha acercado peligrosamente al antihumanismo. Lo que el hombre debe perseguir son — en plural — progresos y no — en singular — un progreso necesario e implacable, que le llevaría “más allá de la libertad”, esto es, al sometimiento26.

24.

Cfr. GEORGE COMER, Questions de la Modernité, Bar le Duc, FAC, 1985, págs. 203 y sigs.

25.

HANNAH ARENDT, La vida del espíritu, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1984, pág. 419.

26.

Cfr. SPAEMANN, Philosophische Essays, Stuttgart, Reclam, 1983. págs. 130-150. Cfr. ANTONIO CAMPILLO, Adiós al progreso. Una meditación sobre la historia, Barcelona, Anagrama, 1986.

Las expectativas modernas apuntaban hacia el logro de una felicidad que ya no dependiera de la ardua búsqueda de la virtud personal, ni estuviera expuesta a las vicisitudes de una historia imprevisible o de una naturaleza hostil. La felicidad vendría asegurada para todos por la aplicación de una rigurosa racionalidad que pondría al mundo en manos del hombre, convertido en señor de sus propios destinos. Pero ya hemos visto que ese señorío no sólo es amenazador para la naturaleza, sino también para el hombre mismo: ha suscitado mejoras técnicas de las que sería absurdo despedirse, pero contiene también un impresionante potencial de autodestrucción. La profunda inquietud vital que produce la amenaza atómica es algo más que un componente del Zeitgeist a la moda o una elucubración de intelectuales resentidos.

Por su parte, la racionalización de la vida social nos ha deparado una sociedad democrática que, todo sumado, es más justa y libre que la estamental. Pero también hemos advertido que ha generado una difundida desazón. El capitalismo industrial y el Estado burocrático — que son, según Berger, los “portadores de la modernidad” — no han alumbrado un mundo pacífico y sin tensiones. La lógica tecnológica y administrativa se ha proyectado sobre todas las relaciones sociales e incluso sobre la vida diaria. El anonimato y la funcionalidad se transfieren a las relaciones del individuo con los demás y, en último términó, consigo mismo. La esfera de lo inmediato y entrañable se ve sofocada por mediaciones homogéneas, en las que las personas son también piezas intercambiables. La amenaza de anomia es constante.

El individuo — añade Berger — se ve amenazado no sólo por la falta de sentido en el mundo de su trabajo, sino también por la pérdida de sentido en amplios sectores de sus relaciones con otras personas. La misma complejidad y difusividad de la economía tecnologizada hacen que las relaciones sociales le resulten cada vez más opacas al individuo. El entramado institucional en general tiende a hacerse incomprensible. Incluso en la experiencia cotidiana del individuo, otros individuos son para él agentes de fuerzas y colectividades que él no entiende. Además, se ve constantemente en la situación del malabarista que tiene que atender muchas bolas al mismo tiempo. Parafraseando un clásico chiste americano, “tiene demasiadas posibilidades de elección”. La complejidad del mundo moderno multirrelacional somete a un gran esfuerzo a todos los procedimientos normales de operación, no sólo en la actividad del individuo, sino también en su conciencia. Las tipologías y esquemas de interpretación sobre los que está ordenada la vida diaria (que, de este modo, constituye la palestra de la interacción social) han de usarse una y otra vez para hacer frente a una serie de exigencias sumamente complicadas y constantemente cambiantes. Una vez más, el resultado es la tensión, la frustración y, en último caso, una sensación de alienación con respecto a los demás27.

27.

PETER BERGER, y otros, Un mundo sin hogar (Modernización y conciencia), Santander, Sal Terrae, 1979, págs. 173-174; cfr. págs. 95-111.

Como ya advirtiera Husserl hace más de cincuenta años, la crisis de la humanidad moderna no se debe al ejercicio de la racionalidad, que acompaña desde su inicio al ideal filosófico europeo, sino a cierto tipo de racionalismo. La salida de esa crisis — cuya conciencia no ha hecho más que agudizarse desde entonces — no puede venir por una recaída en el irracionalismo sino por una superación del cientificismo objetivista. El objetivismo es la actitud que rompe la unidad cultural e histórica de la vida. Es un racionalismo formalista que establece primero el dualismo entre naturaleza y espíritu, para proceder después a la naturalización del espíritu. Si los tiempos modernos — a pesar de sus indudables éxitos científicos y técnicos — han caído en una insatisfacción creciente, que llega al borde de la angustia, es porque se han aferrado a la unilateralidad de un método incapaz de referir las idealidades de la ciencia a su fundamento en el mundo vital, que está constantemente presupuesto como el suelo, el campo de trabajo, sólo sobre el cual los temas y los métodos científicos tienen sentido28.

28.

EDMUND HUSSERL, Die Krisis der europäischen Wissenschaften und die transzendentale Phänomenologie. (Husserliana, VI), La Haya, Martinus Nijhoff, 1962, págs. 336-347.

Este llamamiento y otros semejantes, que provenían de la reflexión sobre la Kulturkrisis, han tardado en ser acogidos. Pero han acabado por decantarse en una nueva sensibilidad cultural que — en todas sus variantes — presenta como denominador común el rechazo del objetivismo cientificista. Desde esta perspectiva fundamental, el proyecto moderno se revela efectivamente como improseguible. Levantar acta del final o acabamiento de la conciencia moderna no es cuestión de estrategia retórica, de atenimiento a una moda o de figuraciones apocalípticas. Son las propias paradojas de la modernidad las que han conducido hasta unos límites fácticos que no se pueden superar con el mismo método que nos ha llevado a tal impasse. Es preciso despedirse del proyecto moderno. Pero muchos logros y no pocas actitudes de los tiempos nuevos forman ya parte inseparable de nuestro modo de comprender al hombre y de vivir en sociedad. Se trata, más bien, de salvar a la modernidad de sí misma29; de rescatar las auténticas configuraciones de la autorrealización humana que le debemos, liberándolas de su interpretación modernista y de su consiguiente tendencia a la autoanulación. Una rectificación o, mejor, una superación de la modernidad hacia la auténtica contemporaneidad, significa advertir que es posible rescatar a la Ilustración de su propia versión ideológica, y radicarla de nuevo en un ethos de libre y rigurosa búsqueda de la verdad.

29.

Cfr. SPAEMANN, “Ende der Modernität?”, ed. cit., págs. 20-21.

Que la Ilustración histórica tendía a la liquidación de sus propias premisas lo vio Nietzsche con mayor agudeza que nadie. Pero ya Hegel descubrió genialmente la índole dialéctica de la modernidad, que vincula desde dentro todas sus paradojas.

Según ha advertido Habermas30, es muy significativo que la formulación por Hegel de la primera teoría explícita de la modernidad coincida con la primera crítica global al pensamiento moderno. Y éste no es, por cierto, un elemento accidental en el sistema hegeliano, donde la modernidad viene a identificarse con la filosofía misma, a la que se adscribe la tarea de “pensar el propio tiempo”. Al asumir su momento histórico, la filosofía hegeliana descubre la interna dialéctica de la Ilustración, cuyo interior “desgarramiento” es constitutivo. La conciliación de los términos antitéticos de ese desgarramiento tenía en Hegel pretensiones terminales. Con lo que resulta que la teoría de la modernidad, su crítica y su final se identificarían con la propia filosofía en su momento de plenitud.

30.

HABERMAS, Der philosophische Diskurs der Moderne, Frankfurt, Suhrkamp, 1985, págs. 30 y sigs.

El lector de Hegel aprende que en estas circularidades hay mucho de artificioso. Pero también sabe que late en ellas la penetrante intuición hegeliana de que el proyecto moderno — comprendido globalmente, en toda su hondura y alcance — es definitivamente inviable. Tal aporía conceptual habría de manifestarse históricamente en la interna problematicidad de lo que Hegel llama “sociedad civil” — entendida como sistema de las necesidades — cuyos vínculos económico-funcionales carecen de fuerza y densidad para configurar una auténtica comunidad humana. Tal es la tragedia de lo ético: su imposibilidad de plasmarse en una mecánica social reluctante a la eticilad. Esta crítica hegeliana, elaborada quasi a priori, encuentra un eco a posteriori en la lúcida relación que establece Hannah Arendt entre el surgimiento (en el siglo XIX) de lo que ella denomina simplemente “sociedad”, y el predominio de un tipo de actividad — el trabajo productivo — del que está ausente la dimensión comunicativa y pública característica de la acción propiamente humana31.

Pero, de hecho, aún se pretende proseguir el proyecto moderno, a lo largo de más de un siglo, tras la muerte de Hegel. En el plano filosófico, los hegelianos de izquierdas y de derechas intentan rectificar la conciliación hegeliana, para asegurar su continuidad en términos de progreso o tradición. Lo que pasa es que — vistos desde la cumbre del sistema hegeliano — esos intentos poshegelianos aparecen como fórmulas prehegelianas retrasadas, ya que aíslan y radicalizan aspectos parciales de la realidad — materia o espíritu, por ejemplo — que en la dialéctica hegeliana representan fases del despliegue histórico-conceptual de la idea absoluta, previas a la plenitud de la autoconciencia32. Y así, en la medida en que los posteriores desarrollos filosóficos de la modernidad siguen vinculados al esquema hegeliano, resulta inevitable interpretarlos como “postismos”. El intento de prolongar una modernidad retrasada quizá no sea más que una pérdida de tiempo (Leonardo Polo).

31.

Cfr. ARENDT, The Human Condition, cap. II.

32.

Cfr. LEONARDO POLO. Hegel y el posthegelianismo, Piura, Universidad de Piura, 1985.

2. Neoconservadurismo y tardomodernidad

Terminábamos el parágrafo anterior con la presentación — tal vez melancólica en exceso — de una modernidad muerta en flor. Pero tal versión se compagina difícilmente con el estimulante espectáculo del progreso tecnológico ininterrumpido y con la rápida y fascinante sucesión de movimientos artísticos y culturales.

Lo que pasa es que, por de pronto, ambas líneas evolutivas — la tecnológica y la cultural — apenas tienen ya relación directa entre sí33. Ni siquiera se registra entre ellas la dialéctica que — tras la formalización kantiana de la teoría de los dos mundos — pretendía conciliar, superar o radicalizar ese mismo desgarramiento. La visión unitaria de la realidad aparece hoy como totalmente extemporánea e incluso peligrosa (porque levanta sospechas de fanatismo o de totalitarismo). Nos hemos resignado al mutuo aislamiento de las que, todavía hasta hace pocos años, se llamaban “dos culturas”. En el mejor de los casos, se propugna una situación de ambigüedad — una difícil ambivalencia — entre los aspectos duros y fríos del sistema (su hardware) y los más blandos y cálidos (software)34.

33.

O bien: apenas la tenían hasta los recientes intentos de fusión, de signo “posmoderno”, a los que nos referimos después.

34.

Cfr. ACHILLE ARDIGÒ. Per una sociología oltre il post-moderno; Roma, Laterza, 1988.

La desconexión entre el progreso tecnológico y la variación cultural revela que ambos procesos ya no encuentran principios comunes en el acervo de convicciones que otrora impulsaron el desarrollo de la modernización. Es quizá el antropólogo y sociólogo Arnold Gehlen quien ha propuesto la hermenéutica más lúcida — pero también más drástica — de tal estado de cosas35. Éste podría ser el resumen: las premisas de la Ilustración están muertas, sólo sus consecuencias perviven. Mientras continuemos en esta etapa inercial, no es previsible que surjan auténticas innovaciones. El concepto de cristalización cultural le sirve a Gehlen para expresar plásticamente lo qúe acontece.

Se halla en estado de cristalización aquel ámbito cultural cuyas posibilidades propias ya se han desarrollado en sus elementos fundamentales. También han sido ensayadas todas las posibles alternativas y antítesis, de suerte que no cabe esperar que, se produzcan variaciones sustanciales. Y, sin embargo, el sistema cristalizado ofrece aún la imagen de una afanosa actividad y un continuo movimiento, que logran progresos estables en puntos aislados. Se trata de novedades, incluso de sorpresas, de auténticas productividades, pero siempre dentro del campo acotado por la aplicación de unos presuntos principios en los que ya no se cree36.

35.

ARNOLD GEHLEN, “Ueber kulturelle Kristallisation”, en Studien zur Anthropologie und Soziologie, Neuwied. Luchterhand, 1963, págs. 311-328.

36.

Ibid., pág. 321.

Los principios que han perdido vigencia son, justamente, los de la Ilustración. Ya no se cree en que la aplicación del lema “¡atrévete a saber!” — sapere aude! — producirá una emancipación humana total: el paso de una situación de tutela autoimpuesta — y, por lo tanto, culpable — a la madurez de la edad adulta. La desmitificación sistemática de las convicciones tradicionales ha generado unos mitos nuevos, menos pregnantes y más temibles. Lo que ha producido el “desencantamiento del mundo por la ciencia” ha sido, más que nada, el desencanto. La difusión de la cultura y la extensión de la educación no han traído — como antes se esperaba — el mejor entendimiento entre los hombres y los pueblos; por las causas que sean, la explosión de violencia individual y colectiva en el último siglo no encuentra precedentes históricos. No se puede, por tanto, creer ya en el progreso necesario e indefinido. No se cree, a la postre, en las grandes premisas de ese extraordinario empeño de concienciación humana que es la Aufklärung. Y, sin embargo, esos principios no han sido sustituidos por otros. Tal es la definición de una crisis histórica. Pero lo que tiene de característico — y de azorante — la situación actual es que la crisis se ha estabilizado, que nos hemos acostumbrado a vivir en ella o, al menos, con ella. La “desesperanza de la revolución” nos ha vacunado contra toda veleidad rupturista y hemos logrado un inestable equilibrio que, mal o bien, prolonga los contornos generales del status quo.

En el ámbito político — observa Gehlen — sólo muestran capacidad de permanencia y expansión las configuraciones de la democracia liberal y del socialismo burocrático, es decir, aquellas que se han instrumentado en sistemas funcionales, con independencia de su actual fuerza de convicción. El caso de la Unión Soviética es, por cierto, paradigmático: la imposición de un modelo de “Ilustración total” persiste — sin visos de cambio real- a pesar del generalizado escepticismo ideológico y del ya confesado fracaso económico. En general, las revoluciones han quedado atrás, porque la complejidad presente desmiente de inmediato a las ideologías unitarias.

También las ciencias y las tecnologías se encuentran encerradas en un sistema no modificable, sometidas a las leyes funcionales de la tecroestructura y separadas de las aspiraciones vitales que todavía subsistan. El especialismo a ultranza ha añadido a esta desconexión vertical una fragmentación horizontal, que agudiza aún más el diagnóstico formulado por Husserl en Die Krisis der europäischen Wissenschaften. Y ya es un lugar común que, a pesar del inmenso trabajo científico y de la multiplicación de las aplicaciones técnicas, no se han producido en los últimos decenios innovaciones comparables a las de Max Planck, Einstein o Heisenberg. Sólo en el campo de la biología humana y en el de la cibernética — ambos muy significativos, por ambivalentes — se han producido avances sustanciales.

Por su parte, el ámbito de la producción. cultural y artística ofrece ese aspecto calidoseópico, abigarrado y rápidamente mutable, típico del estado de cristalización. Según Gehlen, las últimas modificaciones plásticas relevantes se produjeron en torno a 1910. La subjetivación del arte entonces consagrada ha realizado ya sus principales posibilidades expresivas. Ni siquiera cabe — no tiene sentido — la formación de nuevas vanguardias, porque no hay avance del que quepa ponerse a la cabeza, ni frente alguno que romper. El ambiente cultural y artístico es nostálgico, restaurativo y crepuscular. Sólo resta recombinar los elementos disponibles, sumirse en el relativismo y jugar a encontrar otras formas sincréticas o eclécticas. Lo único nuevo consiste en que ya no hay nada nuevo. La libertad de movimientos, la variación como programa, es la otra cara de la rigidez37.

Según Gehlen, hemos entrado en la poshistoria38. Ocioso resulta decir que la historia que se ha detenido no es la de los eventos o hechos exteriores. Es la moderna historia de la razón, la del progreso historicista. El tiempo nuestro ya no es el tiempo de la revolución.

37.

ARNOLD GEHLEN, “Ueber kulturelle Kristallisation”, en Studien zur Anthropologie und Soziologie, Neuwied. Luchterhand, 1963, pág. 322.

38.

Ibid., pág. 323.

En la medida en que Arnold Gehlen acepta como inevitable esta situación y propone reforzar las actuales instituciones, aceptando la neutralidad fáctica, sin veleidades ideológicas, su pensamiento puede ser calificado como neoconservador39.

En su momento presentamos el neoconservadurismo como una de las nuevas actitudes ante la crisis del Estado del Bienestar. Ya entonces advertimos que puede entenderse como una variante del neoliberalismo. Habermas — retomando una definición de Peter Groz — dice que el neoconservadurismo es la red en la que caen los liberales cuando empiezan a tener miedo de su propio liberalismo40. Desde la perspectiva que ahora adoptamos, cabe señalar que el neoliberalismo es todavía ingenuamente moderno, mientras que el neoconservadurismo es modernizante con reservas. Veámoslo en detalle.

39.

Cfr. MARTIN GREIFFENHAGEN, Das Dilemma des Konservatismus in Deutschland, Frankfurt, Suhrkamp, 1986. págs. 316-346.

40.

JÜRGEN HABERMAS, “Die Kulturkritik der Neokonservativen in den USA und in der Bundesrepublik”, en Die neue Unübersichtlichkeit, ed. cit., pág. 32.

Según anticipábamos en el capítulo anterior, el referente principal del neoconservadurismo es el mercado. Retiene la convicción liberal de que el libre intercambio de bienes económicos es el principal factor de desarrollo social. Lo que ya no mantiene es el fundamento ideológico que late tras esa convicción. La modernización económica y tecnológica se separa metódicamente del impulso ilustrado que estaba en la raíz de la primera revolución industrial. Las posteriores “revoluciones” técnicas ya no son tales, porque su motor no reside en una pretensión liberadora, sino en la dinámica autónoma de la evolución tecnológica. Lo que subsiste no son, pues, las premisas de la Ilustración: sólo perviven — exentas de radicación — sus consecuencias. El éxito actual del neoconservadurismo descansa en que es una postura que ha sabido adaptarse perfectamente a esta situación inercial.

Hasta tal punto el neoconservadurismo ha logrado escindir las consecuencias modernizantes de sus principios ilustrados, que somete a éstos a una dura crítica cultural. Según los nuevos conservadores, la crisis de gobernabilidad, la quiebra de la confianza y los problemas de legitimación no provienen de la mercantilización y tecnificación del aparato social. Propiamente, las causas de la crisis no se encuentran en el nivel de la tecnoestructura. Si acaso, lo que debe ser criticado es el intervencionismo paternalista de la Administración pública, que sofoca la libertad económica e invade las áreas de la privacy. Las verdaderas causas del malestar actual se en cuentran en el ámbito de la cultura, en el que se ha producido una disolución de los valores tradicionales de la burguesía41. Es la ausencia de capacidad de iniciativa y de coraje cívico lo que ha conducido a una sobrecarga del sistema. El consumismo y el hedonismo han debilitado a la burguesía industrial y comercial, que deja el campo libre para el abuso de los tecnócratas. Pero las clases medias siguen siendo básicamente sanas y en ellas se encuentran los recursos éticos para el “rearme moral” de las nuevas mayorías políticas.

41.

Cfr. HABERMAS, op. cit., pág. 33. A mi juicio, Habermas procede a una excesiva ampliación de la rúbrica “neoconservadurismo”. poniendo bajo ella muy diversas actitudes de la Kulrurkririk que no responden a los perfiles de esta postura. Por ejemplo, no creo que autores como Joachim Ritter, Hermann Lübbe o el propio Daniel Bell puedan ser calificados sin más como neoconservadores.

Así pues, en el ámbito cultural la actitud del neoconservadurismo es restauradora. Pero lo que pretende restaurar no es muy fuerte ni muy claro. Las más de las veces se agota en una emulsión de retórica tradicional y relativismo contemporáneo, cuya presunta eficacia sería más bien negativa o preservadora respecto a la reciente dispersión culturalista.

El discurso neoconservador hace hoy fortuna, porque ha logrado una feliz componenda entre algunos de los mejores elementos de lo que aún llaman algunos “civilización occidental”. Y consigue esa emulsión precisamente en la medida en que su programa renuncia a aportar una visión coherente del hombre y de la sociedad. La debilidad del ethos conservador estriba en su reducido alcance, en la renuncia a replantear desde él las bases de las transacciones tecnoestructurales. Bien mirado, constituye uno de los actuales paradigmas de escisión entre sistema y mundo vital. Porque, al mismo tiempo que reivindica el valor de lo tradicional, sigue esencialmente fiel a un economicismo ciego para sus principios y miope para sus consecuencias. La inestabilidad del equilibrio logrado se manifiesta en la marginación creciente que están generando las sociedades del capitalismo avanzado, en la perpetuación del desnivel económico internacional y, por último y sobre todo, en que la carrera de armamentos — más o menos consensuada — parece seguir siendo la única receta para prolongar el parcial estado de paz.

El lado fuerte del neoconservadurismo reside, sin duda, en su apelación futurista a las nuevas tecnologías y, muy especialmente, a la informática y a la telemática. Es el área en la que coincide con esa otra nueva actitud que atribuimos más arriba a la nueva clase posindustrial. Y es precisamente en este punto donde se podría iniciar la línea de sutura entre la tecnoestructura y el mundo cultural, que es, como veremos, una de las estrategias ensayadas por la posmodernidad, y posibilitada más sólidamente por los valores que emergen en la nueva sensibilidad. Porque la actual concepción de las nociones de información y comunicación tiene alcance y profundidad suficientes como para que comparezca de nuevo la plural realidad de los agentes sociales. Cabría así replantear a fondo los fundamentos de la presente estabilidad inercial.

El anuncio del advenimiento de la “sociedad de la comunicacion” es el desideratum de un nuevo sistema social genuinamente diseñado para gestionar la complejidad. Pero la versión funcionalista que usualmente se ofrece de este constructo histórico — confirmada por sus aplicaciones parciales — muestra que, en lugar de perseguir su auténtica posibilidad de ganar tiempo, se está buscando eliminar el tiempo de las secuencias comunicativas. Tal ficción del “tiempo real” está contribuyendo a tornar aún más ingobernable la complejidad. En lugar de superar la anomia existente, la aplicación automática de la hightech multiplica la segmentación de los procesos, difunde el anonimato de los actores y provoca una creciente desregularización (que no siempre, ni siquiera en el ámbito económico, es positiva).

La rápida sucesión de mensajes en los medios de comunicación parece adecuarse perfectamente a la dinámica de un mundo sometido a continuos cambios. En la medida en que noticias e imágenes llegan de inmediato a todos, también podría pensarse que se está logrando una universal participación. Pero esto no pasa de ser, casi siempre, una ilusión. La fascinante multiplicación de secuencias informativas, el cambio arbitrario de las imágenes en el televisor, toda esa combinatoria multicolor y equívoca, ofrece un típico cuadro de lo que Gehlen llamaba “cristalización”. No sólo es una pérdida de tiempo, sino que implica que al individuo se le arrebate su tiempo vital. Como ha señalado Mongardini, se ha producido una colonización del tiempo individual por parte del tiempo colectivo. Ya no es el individuo quién manifiesta su personalidad estructurando el propio tiempo y determinando el desarrollo de los tiempos colectivos, sino que son los tiempos objetivados y homogeneizados los que van al encuentro del individuo e invaden su esfera vital con la oferta de una mayor libertad formal, que no pasa de ser una veleidad, y que se paga al precio de una creciente dependencia de la normativa temporal establecida. El orden real que el sistema no consigue estabilizar a partir de los ritmos vitales queda sustituido por un orden artificial que se obtiene a través del control de los tiempos individuales, los cuales ya no se ordenan a un fin de la acción, sino que la vinculan a una red de sincopados ritmos colectivos que impiden las manifiestaciones autónomas. Las rutinas se convierten en ritos impuestos. El tiempo diurno es el tiempo del trabajo estándar, el de las comunicaciones y el del transporte. El tiempo nocturno era hasta hace poco el ámbito de la libertad personal. Pero también está siendo colonizado — entre otras maneras — por las retransmisiones televisivas vía satélite, que prescriben su externa temporalidad42.

42.

CARLO MONGARDINI, “La colonizzazione del tempo individuale e la transformazioni dell'azione colletiva” , en Epistemologia e Sociologia, Milán, Franco Angelli, 1985, págs. 95-96.

Más adelante veremos que — si no pierde su índole instrumental — la nueva tecnología informática puede ser decisiva para que se produzcan innovaciones. Pero en la actualidad, a pesar de su alta fluidez y versatilidad, el panorama del mundo técnico-económico suscita una terca impresión de retraso, precisamente porque no ofrece soluciones al actual problema de la desorganización y desorientación. Persistiendo en esta dirección, difícilmente se alcanzará el nivel de la contemporaneidad, es decir, del ajuste entre los problemas históricos y los recursos intelectuales para resolverlos.

Pero la índole inercial de la modernidad fácticamente vigente aparece con no menor claridad en el ámbito cultural, donde la percepción del retraso es general y notoria. Aunque también se habla por ejemplo de “tardocapitalismo”, la expresión más genérica de “tardomodernidad” — que yo tomo de Jesús Ballesteros — suele reservarse para describir fenómenos del sector artístico o filosófico43.

Lo esencial en la tardomodernidad cultural es el intento de prolongar el proceso moderno sin sustituir sus planteamientos fundamentales. Piensán algunos que la modernidad es un “proyecto inacabado”44 y que es preciso desplegar cumplidamente sus inspiraciones de fondo. Mas, al a hora de hacerse cargo de ellas, vuelven a tropezarse con la insalvable dialéctica que provoca un modo de pensar unilateralmente radicalizado. Las aporías de la razón racionalista se perciben muy bien en uno de sus más queridos conceptos: en la noción de crítica. Ni siquiera hoy se atreve casi nadie a despedirse de la “actitud crítica”, cuyo prestigio permanece indiscutido. Y, sin embargo, el carácter iterativo que la propia crítica implica aboca a su autoeliminación o a su neutralización.

43.

De modo similar al caso de “posmoderrudad”, la voz “tardomodernidad” surge — o, al menos, se generaliza — en la teoría de la arquitectura. Cfr. CHARLES JENCKS, The Language of Post-Modern Architecture, Londres, Academy Editions, 4ª ed., 1978, pág. 8; Late-Modern Architecture, Londres, Academy Editions, 1980.

44.

HABERMAS, “La modernidad, proyecto incompleto”, ed. cit.

En su versión germinal y paradigmática — kantiana — la crítica se entendía como acción del sujeto trascendental. Pero ya tuvimos ocasión de señalar la circularidad que esta articulación entre acción constituyente y yo trascendental llevaba consigo. La suerte de ese yo — a la vez sobrepotenciado y residual — estaba ya echada. Lo que entonces ya era sólo la sombra de una instancia ontológica, queda después “superado”. El yo metafísico se disuelve. La acción de criticar — carente de fundamento — se ve privada de legitimación y, a la larga, se muestra como improseguible. Cuando se pretende, a pesar de todo, prolongar la crítica, lo que resulta es el precipitado pragmático reconocible en esa “ideología” aún dominante que Martin Kriele llama progresismo liberal: ya no es la crítica racional y universal de la Ilustración política que — a pesar de sus deficiencias teóricas — consiguió la abolición de las discriminaciones más hirientes y contribuyó a la implantación de la división de poderes, la constitucionalización de los derechos humanos y la democracia; es una sentimental actitud emancipadora que se ejerce contra las instituciones tradicionales y las prácticas de los Estados de derecho, mientras se silencian sistemáticamente las opresiones sangrantes que suceden todos los días en los países “liberados”45.

45.

MARTIN KRIELE, Liberación e ilustración. Defensa de los derechos humanos, Barcelona, Herder, 1982, págs. 194-199.

El intento habermasiano de apoyar esa mentalidad en el actual énfasis comunicativo manifiesta una aguda percepción del momento histórico. Pero Habermas pide demasiadas cosas prestadas al neoconservadurismo. Revela, además, las hipotecas de un kantismo sin sujeto trascendental y de una teoría de la acción que pretende ser humanista, sin abandonar del todo el sesgo mecanicista de la cosmovisión moderna46. Su propugnada “discusión libre de dominio” apenas trasciende un plano pragmático con pretensiones universalistas. Muchos han señalado ya que la célebre Herrschaftsfreiheit es un paradigma sociológico cuya eventual aplicación agudizaría la marginación social, ya que el establecimiento de las reglas de la discusión, su arbitraje y la administración de sus resultados vinculantes correría por cuenta de los nuevos “decididores”. Innerarity, por ejemplo, indica que este planteamiento tiene consecuencias autoritarias, porque la “libertad de dominio” es la idealización de un modelo estático, una síntesis total o paralización de la historia que logra el equilibrio a base de abolir la diversidad. Si el hombre es definido como pura relación, entonces queda incorporado al sistema con una absoluta disponibilidad: la discrepancia se declara ilegítima47. Pero, como indica Spaemann, cuando el disenso no es articulable, tampoco hay consenso48. El consenso perseguido unilateralmente acaba por autoanularse. Las paradojas de la modernidad comparecen también en sus versiones tardías.

46.

Así lo revela una atenta lectura de su obra Theorie des kommunikativen Handelns, Frankfurt, Suhrkamp, 1984.

47.

DANIEL INNERARITY, Praxis e intersubjetividad. La teoría critica de Jürgen Habermas, Pamplona, EUNSA, 1985, págs. 263-264. El autor apoya su crítica en la obra Dialéctica negativa, de Adorno.

48.

ROBERT SPAEMANN. Crítica de las utopías políticas, Pamplona, EUNSA, 1980, página 221.

Más consecuentes son los “des-constructores”, a los que una asidua lectura de Nietzsche ha facilitado la visión lúcida de una situación histórica terminal. Nada de renovador pretenden ofrecer, porque saben bien que, después de Nietzsche, sólo resta la alternativa de erguirse con desesperación heroica o curvarse sobre los detritus de una modernidad dispersa. También se malician que, si las cosas están así, todo intento de comunicación humana fracasa. Sólo resta el movimiento sin finalidad o el polimorfo contacto corporal, como expresión de la incomunicación anímica.

No sólo es que la cultura tardomoderna también se haya desgajado, por su parte, de la modernización tecnológica; es que sostiene temáticamente la perversidad de toda epistemología unificante. Con la complejidad del sistema se entrevera la dispersión lúdica de la contracultura, manipulada sin mayores dificultades por la “política oficial” e inserta en la mecánica del mercado. Para comprobarlo no hay que ir muy lejos. Aquí mismo, los “pensadores” protegidos, cuyos libros alcanzan al parecer tiradas insólitas, se sitúan en esta errática línea contracultural. Son inofensivos.

Las contradicciones que Daniel Bell detectó hace años en las sociedades industriales avanzadas han desembocado en una esquizofrenia tranquila49.

Los filósofos de este siglo que pensaron más consecuentemente en y desde el acabamiento de la modernidad han sido, sin duda, Wittgenstein y Heidegger50. Ludwig Wittgenstein criticó agudamente el dualismo antropológico cartesiano y el representacionismo de toda la filosofía de la conciencia. Para él, lo que queda de eso que se llamaba “filosofía” consiste en una actividad analítica que confronta las desmesuradas pretensiones reflejadas en los grandes conceptos filosóficos con los juegos lingüísticos, que son como su casa original: se trata de volver al sentido que fragmentariamente cabe hallar aún en los diferentes modos de vida. Más claramente terminal es el pensamiento heideggeriano. Incluso su inicial pretensión de anclar el tiempo humano en el futuro ya no tiene nada que ver con el ideal moderno de progreso, y acaba por resolverse — tras la Kehre — en la historia posmetafísica de un ser que sólo se ilumina a sí mismo episódicamente, en un recuerdo crepuscular de los “calveros” que acontecen en el lenguaje poético o sacro51.

49.

Cfr. DANIEL BELL, “Beyond Modernism, Beyond Self”, en The Winding Passage, Cambridge (Mass.), ABT Books, 1980. págs, 275-302.

50.

Cfr. KARL-OTTO APEL, La transformación de la filosofía, Madrid, Taurus, 1985, tomo I, págs. 217-264.

51.

Aunque Wittgenstein y Heidegger son pensadores típicos de la modernidad tardía, pueden también ser considerados como filósofos “posmodernos”; en cualquier caso, no pretendo asimilarlos a los planteamientos decadentes de la tardomodernidad al uso.

La laxitud del modo tardomoderno de pensar queda explícitamente asumida en la penúltima moda filosófica: el pensamiento débil. Desde él se pretende insistir en la dirección señalada por Heidegger y, como dice Vattimo, “acompañar al ser en su ocaso y preparar así una humanidad ultrametafísica”52. Se parte de un presupuesto sumamente discutible, por no decir sencillamente falso: en el debate filosófico de hoy existe al menos un punto de convergencia, a saber, que no se da una fundación única, última, normativa53. Pero esta unilateralidad interpretativa puede resultar de interés aquí, porque las corrientes de pensamiento que constituyen el marco de referencia de tal intento están seleccionadas justamente entre las que cabe calificar como “tardomodernas”.

52.

GIANNI VATTIMO, “Dialettica, differenza, pensiero debole” en G. VATTIMO y P. A. ROVATI, Il pensiero debole, Milán, Feltrinelli. 4ª ed., 1986, pág. 28. Cfr. GIANNI VATTIMO: Introducción a Heidegger, Barcelona, Gedisa, 1985.

53.

Véase la “Premessa” de PIER ALDO ROVATTI y GIANNI VATTIMO a Il pensiero debole, ed. cit., pág. 7.

En los años sesenta — según Rovatti y Vattimo — se buscaba aún otra fundación. Si un sentido del saber aparecía ya como cristalizado, la filosofía se encargaba de afrontar esa crisis y se movilizaba para intentar cambiar de escena, para remendar los saberes humanísticos con una nueva trama, proporcionada por el estructuralismo o la fenomenología. En definitiva, el sujeto y el objeto intentaban escapar de una hipostatización reductiva — subjetivismo de la conciencia u objetivismo cientificista — redefiniéndose por cuenta propia y tomando distancia de una metafísica esquemática. La escena de los años setenta ya era menos optimista. Interviene la mirada despiadada de un pensamiento sin redención, “negativo”, pero con el que era posible divisar los múltiples residuos metafísicos que permanecían activos y ocultos. Se hace pasar un reactivo a través de las teorías estructuralistas y de las filosofías de la nueva subjetividad, que adquieren así color, revelando sus pretensiones totalizantes, la ley todavía astutamente eficaz de la reductio ad unum. Llegados a este punto, ya no se puede tratar la “crisis” de fundamentos como una verdad malvada que se pueda convertir en otra nueva: la crisis se sitúa dentro de la idea misma de verdad. El debate cambia de tono: irrumpe establemente un elemento trágico, y todas las posiciones tratan de elaborar o mantener a distancia ese elemento que un lenguaje opaco continúa llamando “irracional”.

La pregunta que surge es, entonces, ésta: ¿Se debe renunciar sin más a la verdad o se puede apelar a “nuevas razones”, menos pretenciosas, para taponar la vía de agua sin que la teoría pierda su poder? Por ejemplo, Foucault, para sobrepasar su propio estructuralismo anterior, intentaba dispersar el saber en una multiplicidad de estrategias racionales, de dispositivos locales y horizontales, renunciando sistemáticamente a preguntarse “¿quién? (¿qué sujeto?)” o “¿para qué? (¿según qué telos?)”, poniendo fuera de juego al sujeto y al sentido de la historia como productos secundarios y engañosos54.

Pero lo que en realidad resulta engañoso y marginal es tratar aún de encontrar un sentido a ese esteticista recrearse en la falta de sentido. Por de pronto, no cabe alinear a la fenomenología con el estructuralismo, porque aquélla nunca ha sido un “mal subjetivismo”, mientras que éste — como ideología pseudofilosófica, no como metodología antropológica o literaria — es un objetivismo craso que colapsa todo pensar. Por su parte, los posestructuralistas no dan un solo paso adelante, sino que retroceden a escarbar entre las escorias de un tiempo que se da ya por perdido55. De poco sirve y nada vale enfangarse en consideraciones sobre la locura, la perversión sexual, lo morboso y lo obsceno: a no ser para mostrar la fatalidad de un objetivismo exasperado56. Más interesantes son las disquisiciones posestructuralistas sobre el poder puro, pero precisamente porque reinciden una y otra vez en la tautología de comenzar por el quod erat demonstrandum: si todo yo está disuelto, no hay más que necesidad violenta, que disuelve todo yo.

54.

ROVATTI y VATTIMO, loc. cit.. págs. 7-8.

55.

Me remito a las penetrantes exposiciones de los posestructuralistas llevadas a cabo por HABERMAS en su obra Der philosophische Diskurs der Moderne, ya citada varias veces.

56.

Cfr. JEAN BAUDRILLARD, Las estrategias fatales, Barcelona, Anagrama, 2ª ed., 1985.

En La subversión del saber, Foucault se pregunta: “¿Qué significa matar a Dios si no existe, matar a un Dios que no existe?” De la tautología a la contradicción no hay más que un paso. El nietzscheano “Dios ha muerto” es una especie de argumento contra-ontológico que sólo puede significar la catastrófica liquidación de todo sentido. Henry James alcanzó la cumbre de su penetración en la monotonía del mal cuando dio el título Otra vuelta de tuerca a su fascinante cuento sobre la presencia de lo diabólico. Pero hasta el contacto con esa tremenda realidad se pierde cuando lo que se hace girar ya está pasado de rosca, cuando gira en vacío (leerläuft), según la magnífica expresión de Wittgenstein57. Vattimo y su colaborador piensan que — incluso tras el posestructuralismo — tenemos todavía demasiada nostalgia de la metafísica y no acabamos de llevar hasta el fondo la experiencia del “olvido del ser” o de la “muerte de Dios”.

57.

La fórmula wittgensteiniana va dirigida contra el vacío de las filosofías de la reflexión, y nada tiene que ver, a mi juicio, con una presunta relativización o abolición de la diferencia entre apariencia y realidad, en contra de lo que piensa algún seguidor del “pensamiento débil”. Cfr. DIEGO MARCONI, “Wittgenstein e le ruote che girano a vuoto”, en Il pensiero debole, ed. cit., págs. 164-180.

El lema “pensamiento débil” invita a tomarse en serio el descubrimiento nietzscheano y marxiano del nexo entre evidencia metafísica y relaciones de dominio. Tal descubrimiento no ha de precipitar apresuradamente en emancipaciones y desmitificaciones, sino que se debe detener en el mundo de las apariencias y de los símbolos, con una nueva y amistosa mirada, más distendida y menos angustiada por el fantasma de la metafísica. No es una “glorificación de los simulacros” — en la línea de Deleuze —, sino un pensamiento capaz de articularse en la penumbra, de identificarse con el lenguaje, para encontrar el ser como huella o traza: un ser consumido y debilitado (y sólo por ello digno de atención). Esta “debilidad” del pensamiento es, pues, asentamiento en el impasse que sigue al final de toda aventura metafísica, cuando se ha renunciado definitivamente a la búsqueda del fundamento. Este eslogan polivalente — “pensamiento débil” — invita a la interna despotenciación de la razón, a ceder terreno, a no temer dirigirse hacia la zona de sombra, a no quedarse deslumbrado por la falta de luz. Ahora ya es posible una insegura y costosa ética de la debilidad; un difícil equilibrio entre la contemplación abismada de lo negativo y la cancelación de todo origen; la traducción de todo en las prácticas, en los “juegos”, en las técnicas localmente válidas. No cabe el avance, pelo sí el alivio de los pequeños movimientos58.

58.

ROVATTI y VATTIMO, loc. cit., págs. 9-11.

Todos los tópicos de la superficialidad consagrada están ya servidos. Si he echado sobre el paciente lector el trabajo de recorrerlos, ha sido para ayudarle a representarse de modo más plástico la ausencia de panorama, característica de una tardomodernidad cultural tan consciente de ella misma que se atribuye cínicamente los reproches que pudieran hacérsele. La dispersión pierde conciencia de desgarramiento y se decanta en diversión. Es una trivialidad tan leve que llega a ser soportable.

3. La sensibilidad posmoderna

Resulta que algunas de las actitudes “nuevas” no lo son tanto. Se atienen básicamente al esquema de la modernidad inercial y, por tanto, no ofrecen salidas a una situación histórica caracterizada por la complejidad comunicativa y el déficit de capacidades orientadoras. Si acaso, tratan de conservar lo mucho de bueno que aún queda de la modernidad tecnológica o política, aunque seccionen estos resultados históricos de la historia que los produjo y carezcan de la energía necesaria para ensayar una nueva fundación no modernista; o aceptan con resignación el veredicto de acabamiento y se divierten husmeando en el museo de las objetividades muertas.

Pero hay actitudes nuevas. En lo que llevo dicho iba implícito que me tomaba en serio el mejor significado de una palabra repetida ad nauseam en los actuales debates culturales. Una palabra tan maltratada como es “posmodernidad”59.

Y si hablo de “el mejor significado” — en el sentido del más interesante — es porque el ya famoso término no posee sólo uno. El más extendido no es precisamente el de más neta referencia. Y algo tiene que ver con ello la “movida” de marras. Hasta el punto de que, Europa adelante, se encuentra uno con que Madrid es tenida por la meca del Zeitgeist, y que “los posmodernos” — así, en español — son los nuevos anarquistas de la cultura, para quienes ahora todo vale, porque en el contexto de la vaciedad de sentido todo tiene sentido, es decir, porque “no va de” sentido60. Ya Ortega — a propósito de la democracia — advirtió hace setenta años lo dados que somos los españoles, seguramente por falta de costumbre, a coger las cosas de la modernidad por sus últimos apéndices61. El caso es que, si atendemos al “lenguaje ordinario”, la palabra en cuestión nos deja sin saber a qué atenernos.

59.

La documentación más amplia y elaborada que he encontrado sobe los topoi de la posmodernidad se encuentra en la serie “Zeitgeist und Postmoderne”, publicada entre 1986 y 1987 por la revista alemana Die Zeit. Además de los dos articulos de esta revista que ya he citado, quisiera mencionar los siguientes: ODO MARQUARD, “Die arbeitslose Angst” (12-XII-1986); HORST-EBERHARD RICHTER, “Wenn ih nicht werdel wie die Kinder” (16-I-1987); ULRICH GREINER, “Wahrheiten mit Verfallsdatum” (20-II-1987).

60.

Cfr. MATTHIAS HORX: “Los postmodernos”. en Die Zeit 5-VI-1985.

61.

JOSE ORTEGA Y GASSET: “Democracia morbosa”, en El Espectador. Obras Completas, Madrid, Alianza-Revista de Occidente, 1983, tomo II, págs. 135-139.

Mayor calado tiene el hecho de que ni siquiera en la jerga académica se distinga adecuadamente entre lo que puede ser entendido como “tardomodernidad” y lo que ya merece el título de posmodernidad, porque presenta innovaciones dignas de consideración respecto al tipo de planteamientos examinados en el parágrafo anterior. Si acudimos, por ejemplo, a un libro representativo, como es el titulado The Anti-Aesthetic. Essays on Postmodern Culture62, nos encontramos por doquier con semejante confusión. Su compilador, Hal Foster, entiende como “posmoderna” la actual oposición cultural y política al status quo. Craig Owens, en su contribución a esta obra, pone el acento en la aplicación crítica de las técnicas posindustriales (como los computadores, la fotografía o el vídeo) al arte y — siguiendo a Lyotard — en la pérdida de los “grandes relatos” o “meta-relatos”.

62.

HAL FOSTER (edit.). The Anti-Aesthetic. Essays on Postmodern Culture, Port Towsend (Washington), Bay Press. 1983 (traducción castellana: La posmodernidad, Barcelona, Kairós, 1985).

Frederick Jameson piensa que “posmoderno” es un superconcepto que abarca todas las reacciones contra el modernismo elitista, y que asimila la cultura de elite a la cultura de masas, caracterizada por el pastiche y la esquizofrenia. Jean Baudrillard, por su parte, interpreta la posmodernidad como la esencia de nuestra época, en la que acontece la muerte del sujeto por obra de la televisión y de la “revolución” informática: “Vivimos — dice — en un éxtasis de la comunicación, y este éxtasis es obsceno”. Otros colaboradores del libro en cuestión se limitan a repetir que es la resistencia contra las convicciones fundamentales de nuestra cultura o su “des-construcción” en sentido posestructuralista. En definitiva, parecería que alguna razón le asiste a Jencks cuando sostiene que las presentaciones usuales de la “posmodernidad” no dejan de ser tardomodernas: Lyotard o Baudrillard no irían mucho más allá de Derrida o Foucault63.

Pero las cosas no son tan simples ni tan poco alentadoras. En lo que — todo sumado — cabe entender seriamente como “posmodernidad” se registra un acontecimiento que es realmente nuevo. Por primera vez desde los iniciales diagnósticos de la Kulturkrisis — convencionalmente: tras la guerra europea64 — se extiende un intento de suturar el desgarramiento que la dialéctica de la modernidad produjo entre el discurso científico-técnico y el discurso de la cultura humanística. Lo cual, llevado al terreno sociológico, supondría desembozar los canales de comunicación entre sistema y mundo vital.

63.

CHARLES JENCKS, “Postmodern und Spätmodem”, en Moderne oder Postmoderne?. ed. cit., págs. 118-119.

64.

A. JANIK y S. TOULMIN, La Viena de Wittgenstein, Madrid, Taurus, 1974.

Si esto fuera así, no sería fácil exagerar la importancia de tal fenómeno, que vendría a constituir el primer jalón significativo del tránsito de una época ya agotada a otra nueva, caracterizada provisionalmente por su posterioridad no meramente cronológica. Si se ha encontrado un procedimiento intelectual y operativo para soldar la ruptura o para romper la circularidad deprimente, entonces es que hay una posible superación de las paradojas modernas.

El punto de partida de una eventual respuesta positiva a esta cuestión viene dado, sin duda, por las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación. Ya vimos que cabe acogerlas en los planteamientos neoconservadores y que casi nunca se pasa de ahí. Pero, aparte de los usos convencionales o de las frustraciones fácticas, no se puede ignorar que estamos ante tecnologías que inciden de lleno en el conocimiento y la conducta del hombre, en un sentido más directo y profundo aún del que históricamente cabe atribuir a la imprenta. Por la fundamental razón de que en la “galaxia Gutenberg” se posibilita sólo la plasmación mecánica del conocimiento articulado en el lenguaje, mientras que los ingenios cibernéticos e informáticos elaboran y transforman el propio saber, al tiempo que lo hacen accesible en una medida incomparablemente superior (incluso a la de la “galaxia Xerox”).

Éste es, insisto, el centro de gravedad de la cultura posmoderna. Pero tampoco esta vez podemos eximirnos de ciertas distinciones y reservas. La primera distinción es que, además de una “posmodernidad informática”, hay una “posmodernidad estética”. Con todo, y a pesar de la evidente disparidad de temas y enfoques, cabe reconocer un foco de inspiración común. Mientras que la posmodernidad cuyo principal referente es la transformación posindustrial pone énfasis en el cambio de los parámetros cognoscitivos, la posmodernidad de las “transvanguardias”, o bien obtiene las consecuencias culturales de esa mutación, o bien denuncia lo que hay en ella de continuismo e incluso de exacerbación de la modernidad. Al cabo, desde ambas vertientes se reconoce que las innovaciones tecnológicas pueden llegar a cambiar decisivamente las coordenadas vitales.

Si de la primera distinción pasamos a la primera reserva, vemos que ésta incide ya en aspectos que son más valorativos que descriptivos. Por decisiva que sea esa mutación de parámetros, la posmodernidad así entendida no deja de referirse a unos requisitos tecnológicos y, por tanto, a una dimensión que concierne a los medios y no a los fines. Por intrínsecos al saber que sean tales instrumentos, ellos mismos no saben. Queda, por tanto, abierto un campo de ambigüedad que puede incluso llegar a ampliar la “dialéctica de la Ilustración” hasta convertirla en una dialéctica de modernidad y posmodernidad65.

El propio Lyotard se hace cargo de la posible ambivalencia. Por un lado, piensa que “el planteamiento de la información de las sociedades más desarrolladas permite sacar a plena luz, incluso arriesgándose a exagerarlos excesivamente, ciertos aspectos de la transformación del saber y sus efectos sobre los poderes públicos y sobre las instituciones civiles, efectos que resultarían poco perceptibles desde otras perspectivas”66. Pero si del plano del análisis se pasa al de la aplicación, se observa que la informatización de las sociedades es efectivarnente ambivalente. Puede convertirse en el instrumento “soñado” de control y de regulación del sistema de mercado, extendido hasta el propio saber, y exclusivamente regido por el sistema de eficacia: en tal caso, lleva consigo inevitablemente el terror. O puede abrir a todos —añade Lyotard- los bancos de datos y las memorias, para que todos participen en juegos de información completa, que siempre serán de “suma y sigue” y, por tanto, inestables67.

65.

Cfr. ALBRECHT WELLMER, Zur Dialektik der Moderne und Postmoderne. Vernunftkritik nach Adorno, Frankfurt, Suhrkamp, 1985. Véanse especialmente págs. 127-128; del mismo autor: “Wahrheit, Schein, Versöhnung. Adornos ästhetische Rettung der Modernität”, en L. FRIEDEBURG y J. HABERMAS (edit.), Adorno-Konferenz 1983, Frankfurt, Suhrkamp, 1983, págs. 138-176.

66.

JEAN-FRANÇOIS LYOTARD, La condición postmoderna. Informe sobre el saber, Madrid, Cátedra, 1984, pág. 21.

67.

Ibid., págs. 118-119.

Ciertamente, en las propuestas de este tipo se considera — al menos como “alternativa”, como bifurcación — la posibilidad de una convergencia entre cultura y tecnología comunicativa. Pero la clave del caso — y el núcleo de la ambigüedad — se encuentra en si tal convergencia se entiende como interna instrumentación tecnológica del saber o se confunde sin más el saber con su instrumentalización.

Esta segunda posibilidad — la de la confusión — parece ser hoy la tendencia dominante. Porque se pasa con demasiada facilidad de la “metáfora electrónica” a la sustancialización de la metáfora. Una cosa es que los procesos informáticos expresen y transmitan las conexiones sociales y otra muy distinta que las constituyan, como si el mundo real fuera una especie de “universo telemático”68.

Según ha señalado Donati69, este equívoco apunta hacia una cultura que se autoconcibe como reconducible a la comunicación, y esta última como un fenómeno reductible a la información. Lo cual supondría la primacía del cognitivismo, no sólo en la ciencia, sino también en la moral y en todos los ámbitos de la vida o del trabajo. Viviríamos así inmersos en un flujo incesante y vertiginoso de mensajes que constituirían la urdimbre y la estructura de todo nuestro universo relacional, hasta el punto de que definieran reflexivamente nuestra propia identidad. Las nociones tradicionales — y aun modernas — de “valor”, “vida”, “persona”, “realidad”, sufrirían un proceso de redeterminación cultural, con tendencia a anular todo residuo sustancialista, y una reformulación en términos de pura interacción comunicativo-informática.

68.

Cfr. GIOVANNI RICHERI: L'universo telematico. Il lavoro e la cultura del prossimo domani, Bari, De Donato, 1982.

69.

PIERPAOLO DONATTI, “Le radici culturali e idiologiche delle nuove tecnologie dell'informazione: ovvero gli equivoqui della societá relazionale”, en International Seminar Media 87, Roma, Fondazione RUI, 1987, págs. 8 y sigs.

Ya sabemos que la reducción de la realidad a procesos comunicativos de índole sistémica produce un incremento de complejidad no compensada, un empobrecimiento de los vínculos comunitarios y, en definitiva, una elevada entropía social.

En esta dirección se produce, ciertamente, una “superación” de la modernidad madura, mas en una línea de conciliación de sus paradojas, que salta por encima de la crítica hegeliana a la Ilustración y enlaza con una fase pre-dialéctica del racionalismo, según un modelo cercano a la radical ambigüedad del panteísmo espinosista.

Ya encontramos la combinación de elementos materialistas y racionalistas en la autopoiesis evolutiva propuesta por Luhmann. Pero el estilo de pensamiento luhmanniano se asemeja al de una filosofía trascendental sin sujeto constituyente. Es en otros pensadores típicamente posmodernos donde hallamos una completa confusión de biología y mente, bajo la forma de lo que Donati ha llamado con agudeza el “panteísmo de la mind70. La expresión inglesa mind evoca mejor que la castellana “mente” la posible copertenencia de los aspectos cognoscitivos, volitivos y emocionales, en un ámbito o complejo que puede desbordar la subjetividad individual e integrarse en un proceso cosmológico.

70.

PIERPAOLO DONATTI, “Le radici culturali e idiologiche delle nuove tecnologie dell'informazione: ovvero gli equivoqui della societá relazionale”, en International Seminar Media 87, Roma, Fondazione RUI, 1987, pág. 11.

Este sesgo panteísta está, sin duda, presente en no pocas manifestaciones del sensitivismo actual y notoriamente en el ecologismo ideológico. La Ecology of Mind, de Gregory Bateson, es un exponente muy significativo de esa ambigüedad cosmológico-gnoseológica que inspira a la posmodernidad equívoca71. Según Bateson, la mente es una función necesaria e inevitable de la complejidad adaptada, y se da siempre que acontece tal tipo de complejidad, ya sea un arrecife de corales, un bosque de hayas o una sociedad humana. La mente es el complejo flexible del organismo en su ambiente. Quien piensa no es un alma ni un cerebro: es el sistema total del organismo en su entorno. La unidad de supervivencia consiste en el organismo más su medio. Y aprendemos por duras experiencias que el organismo que destruye su medio ambiente se destruye a sí mismo. De manera que la unidad de la supervivencia evolutiva es idéntica con la mente, concluye Bateson. No hay, pues, una mente suprema que sea incapaz de locura o error. Sólo existe la mente inmanente, demasiado propensa a la insensatez, que no está separada de los cuerpos, de la sociedad y de la naturaleza. Y si esa mente comete errores, es porque se producen quiebras en los circuitos y en los equilibrios de la naturaleza, pero sobre todo — afirma Bateson — porque en las sociedades humanas se incurre en fallos funcionales, motivados por la acumulación de prejuicios culturales.

71.

GREGORY BATESON, Steps to an Ecology of Mind. Collected Essays in Anthropology, Psichiatry, Evolution and Epistemology, San Francisco, Chandler, 1972. Véase especialmente la Parte VI.

Queda bien claro que, según el modelo de esta ecología de la mente, las funciones sociales predominantes son las adaptativo-funcionales, mientras que la de latencia o integración, es decir, las propiamente culturales, son factores de perturbación que es preciso eliminar, justo para sobrevivir, que es la única meta que en rigor cabe lograr.

En el ecologismo animista de Bateson se repone el mito hilozoísta. Mientras que la modernidad ilustrada se inclinó hacia el reduccionismo, la posmodernidad neorromántica parece optar más bien por el preformacionismo. Se pretende superar el dualismo por una asimilación de la res extensa a la res cogitans. Pero, para lograrlo, se ha de entender la res cogitans a semejanza de la res extensa. También ahora el sujeto humano queda disuelto, aunque sea a favor de un difuso espiritualismo naturalista, tan típico de algunas manifestaciones de la sensibilidad posmoderna. El propio hombre — recordemos a Spaemann — se convierte en un antropomorfismo, la sociedad en una parodia de sí misma, la comunicación en una simulación y la cultura en un simulacro. La realidad ya no aparece por ninguna parte; tal es la entraña de la mala “superación” de la modernidad: es una superación por liquidación, como llega a sugerir Lyotard72.

72.

JEAN-FRANÇOIS LYOTARD, Le Postmoderne expliqué aux enfants, París, Galilée, 1986, pág. 38.

Antes de seguir adelante es preciso dejar bien claro que ésta no es la única ni la más propia posibilidad de la cultura posmoderna. Si las nuevas redes informativas se sitúan en el lugar instrumental que les corresponde, se abre paso la posiblilidad de una auténtica descarga de los procesos comunicativos. En la medida en que estos procesos “pierden cuerpo”, la densidad de las interferencias puede disminuir, al tiempo que aumenta la relevancia del pluralismo real de los sujetos. La capacidad selectiva de esos sujetos da lugar, por su parte, a una segmentación positiva que rompe la homogeneidad de los mensajes. Esta dinámica de diferenciación ya no surge de una presunta autorreferencialidad sistémica, sino, por el contrario, de la apertura de los sistemas a las redes reales de diálogo y convivencia.

Las tecnologías informáticas y telemáticas están proporcionando un instrumental apto para articular de modo socialmente relevante las interacciones del mundo vital. Su versatilidad y flexibilidad les permiten plegarse a la variedad y variación de las solidaridades autogestionadas. Las familias, por ejemplo, pueden acudir a ellas para seleccionar activamente los mensajes exteriores y cultivar su irrepetible ethos. Las solidaridades secundarias tienen acceso a un raudal de información que hasta ahora monopolizaban las burocracias estatales o las empresas mercantiles; y les cabe también emitir sus propios mensajes, en círculos más o menos reducidos. Al superar la “información de escala” — es decir, la exigencia de audiencias multitudinarias —, estos nuevos cauces posibilitan la gradualidad de las configuraciones sociales, la emergencia de lo pequeño, la flexibilidad de las organizaciones y la creatividad de los individuos.

Tales planteamientos no son automáticos, es decir, no surgen por un camino semejante al de la producción evolutiva o al de la reproducción sistémica. Tampoco son programables por la Administración pública ni ofertables por la economía privada. Presuponen una energía vital que no es reductible a puro conocimiento, sino que hunde sus raíces en la fuerza creativa de una libertad que se expande desde la intimidad de la persona hasta su articulación pública y técnica73. Las aspiraciones expresivas del Lebenswelt no tienen por qué renunciar a su relevancia social, recluirse en la pura informalidad, replegarse de manera narcisista o derramarse en el consumo privatizado. Están más bien llamadas a proyectarsee en empeños que vitalicen de nuevo al sistema.

73.

Cfr. ALEJANDRO LLANO, El futuro de la libertad, Pamplona, EUNSA, 1985, págs. 182-187.

Pero al proponer esta respuesta, insisto, nos situamos lejos de las tendencias dominantes, en las que los intercambios de poder y dinero siguen intentando colonizar las interacciones simbólicas y comunicativas de la solidaridad emergente. Piénsese, si no, en la desmesurada importancia concedida en España a la polémica sobre las televisiones privadas. ¿Está en juego acaso un cambio de modelo comunicativo? De ningún modo. Seguimos, en el mejor de los casos, dentro del simplista esquema de las interpretaciones, convencionales de la crisis. Es muy dudoso que un pluralismo de emisores contribuya a disminuir el carácter dispersivo y manipulador que hoy presenta el “espectáculo” televisivo.

Detectamos así uno de los principales factores distorsionantes que actúan negativamente sobre la “sensibilidad posmoderna”. Las nuevas tecnologías comunicativas han irrumpido en el mundo cotidiano74. Su vulgarización por los audiovisuales domésticos ha acelerado la des-subjetivación, la pérdida de la intimidad que desde el siglo XIX constituía una compensación respecto al predominio de lo social (en el sentido de Hannah Arendt). Las imágenes televisivas invaden la cotidianidad, entreverándose con los acontecimientos más triviales o más entrañables. La mezcla del “directo” con el “enlatado”, de la emisión casi en vivo de atentados terroristas o catástrofes naturales con sofisticados anuncios o entretenimientos frívolos, va provocando una mutación perceptiva que borra las fronteras entre realidad y ficción, fomentando el gusto por la recepción pasiva de imágenes en continua variación. El tiempo televisivo — que es, cada vez más, el tiempo del ocio — emulsiona lo cultural y lo tecnológico, el mundo vital y el sistema, a base de nivelarlo todo por el mismo rasero, trivializando lo relevante o simplemente excluyéndolo. El computer casero, y más aún el video-game, fija la atención en lo formalizable y combinable, de manera que la imagen del mundo — especialmente la infantil — tiende a asemejarse a un gigantesco y complejísimo cubo de Rubik, hecho de módulos homogéneos e intercambiables.

74.

Sobre la incidencia estética y tecnológica de la sensibilidad posmoderna en la vida diaria, véase CHRISTA y PETER BUERGER (edit.). Postmoderne. Alltag, Allegorie und Avantgarde, Frankfurt, Suhrkamp, 1987.

Esta sutura entre la tecnología y la cultura es, insisto, radicalmente nueva y encierra extraordinarias posibilidades creativas. Pero, mientras sea un cierre falso, más bien parece que nos seguiremos encaminando hacia una cultura posliteraria, en la que la palabra está humillada75. Lo posterior se ha mimetizado con lo tardío. Por más que las transmisiones sean instantáneas, lo emitido deja casi siempre la melancólica impresión de lo dejà vu: la novedad no pasa de ser ficticia. Lo subjetivo — inexpresable por la “palabra hablada” o la “imagen vista” — se retrae o se encapsula en una afectividad enferma. El pensamiento libre se asfixia.

75.

Cfr. JACQUES ELLUL, La parole humiliée. Paris, Seuil, 1981.

La posmodernidad estética es más proclive a acusar este aspecto negativo de la posmodernidad informática que a explorar el inmenso territorio descubierto. De momento se inclina a pensar que todo territorio queda oculto por su correspondiente simulacro. Jean Baudrillard evoca, como alegoría de la simulación, aquella fábula de Borges en la que los cartógrafos del Imperio trazan un mapa tan detallado que llega a recubrir con toda exactitud su territorio. Pero piensa que se trata de una fábula caduca.

Hoy en día, la abstracción ya no es la del mapa, la del doble, la del espejo o la del concepto. La simulación no corresponde a un territorio, a una referencia, a una sustancia, sino que es la generación por los modelos de algo real sin origen ni realidad: lo hiperreal. El territorio ya no precede al mapa ni le sobrevive. En adelante será el mapa el que preceda al territorio — precesión de los simulacros — y el que lo engendre, y si fuera preciso retomar la fábula, hoy serían los girones del territorio los que se pudrirían lentamente sobre la superficie del mapa. Son los vestigios de lo real, no los del mapa, los que todavía subsisten esparcidos por unos desiertos que ya no son los del Imperio, sino nuestro desierto. El propio desierto de lo real76.

76.

JEAN BAUDRILLARD, Cultura y Simulacro, Barcelona, Kairós, 3ª ed., 1987, páginas 9-10.

Según Bettetini77, los simulacros informáticos y comunicativos expresan el deseo de recubrir el mundo como una red constrictiva, cada vez cognoscitivamente más completa y, al propio tiempo, cada vez menos utilizable; cada vez más ambiciosa en las intenciones de sus productores y cada vez menos armónica con los eventos de la realidad cotidiana. Es una comunicación sin referente y sin contexto, que sustituye a la vida, imitándola en sus manifestaciones superficiales. Estamos ante una evidencia construida, una transparencia aparente y una fácil “legibilidad”; pero también ante una fuerte modalidad persuasiva y un elevado poder de convicción. Los aspectos pragmáticos. y sintácticos del lenguaje de los media se potencian hasta el punto de que casi anulan el aspecto semántico. Con mayor precisión: el tempo del discurso audiovisual combina la fuerza retórica de los hechos con el encanto poético de las narraciones, produciendo una lógica de las “implicaciones” o de las “inducciones semánticas”78. Son impactos fragmentarios, no contextualizados, aventuras epidérmicas que no implican transferencia de saber, sino simulaciones de conocimiento por vías emotivas. Adquieren así un aspecto fantasmal, de fascinación caótica, por la aplicación iterativa de una especie de “lógica del doble”. Es la lógica de una destemporalización total, que cancela el pasado y aplasta el presente sobre un futuro que se quiere tener ya aquí, para controlarlo y determinarlo.

77.

GIANFRANCO BETTETINI. “Fantasmi, fantasmi... ma lasciano tracce nelle materie e nei corpi (Anonimo de Alba, XVII sec.)”, en Internacional Seminar Media 87, Roma, Fondazione RUI, 1987.

78.

Cfr. GIANFRANCO BETTETINI, Tempo del senso, Milán, Bompiani, 1979; L'occhio in vendita, Venecia, Marsilio, 1985.

La posmodernidad artística — en su sentido más convencional — juega con esa “lógica de los simulacros” hasta el final, es decir, hasta presentarlos irónicamente como lo más real de todo. Llevada hasta su punto de saturación, la “lógica de los simulacros” se convierte en anarquismo estético. Todo vale porque, en definitiva, nada vale. Todo está permitido, porque no tiene ya sentido autorizar o prohibir. Se trata de hacer patente el contenido redundante de cualquier academicismo, aunque se encubra bajo la furia iconoclasta de las vanguardias. Las transvanguardias se despegan de la modernidad tardía porque son conscientes de que están escribiendo un epílogo que no dice nada más de lo ya dicho en el texto. Simulan una realidad ya simulada, para resaltar su banalidad. Intercalan “citas” premodernas en medio de un discurso ultramoderno, por si no queda claro que, en el fondo, el entero montaje no conduce a ninguna parte. Se juega, pero no se es tan ingenuo como para esperar que las variaciones lúdicas recojan adarmes de sentido en los intersticios del sistema. Tampoco se confía en que el recuerdo sea un claroscuro en el que algo brille por su ausencia. Ya no hay nada que recordar: se habla de memoria, con el descaro de escolares que recitan su cantinela sin pensar siquiera en lo que dicen.

Llevar los equívocos de la tardomodernidad hasta su paroxismo, hasta mostrar que, en definitiva, se trata de un equívoco, cumple quizá una función catártica. Deja tal vez el terreno libre para enlazar con las auténticas innovaciones que laten en el núcleo de la posmodernidad.

Es en la arquitectura donde se han alcanzado los mejores logros en la línea de establecer una fusión no confusa entre el mundo de la tecnología y el mundo de la cultura. Como ha señalado Koslowski79, la posmodernidad arquitectónica se ha apoyado en la tecnología informática y en la mayor flexibilidad de una producción que está abandonando la economía de escala para liberarse de la rigidez modernista. Por eso debe entenderse como un proseguimiento de la modernidad que es al propio tiempo su trascendencia80.

79.

PETER KOSLOWSKI, Die postmoderne Kultur. Gesellschaftlich-kulturelle Konsequenzen der technischen Entwicklung, Munich, Beck, 1987, pág. 126.

80.

JENCKS, Post-Modere und Spätmodern, ed, cit., pág. 210. Cfr. Modern Movement in Architecture, Harmondsworth, Penguin Books, 2ª ed., 1985; y también: PAOLO PORTOGHESI, After Modern Architecture, Nueva York, Rizzoli, 1982; HEINRICH KOLTZ, Moderne und Postmoderne. Architektur der Gegenwart, Braunschweig, Vieweg, 1984.

Vinculada programáticamente a la técnica, la arquitectura racionalista quedó capturada por un esteticismo tecnológico que no hacía justicia a las mismas posibilidades de la técnica constructiva. Propiamente no se puede hablar de una “sensibilidad racionalista” en arquitectura, ya que, por definición, se trataba de imponer unas exigencias de funcionalidad objetiva que eo ipso tenían que ser bellas. Si se puede, en cambio, hablar de una sensibilidad posmoderna, es porque en la arquitectura de Robert Venturi, de Hans Hollein, de James Stirling, de Charles Moore, de Robert Stern o de Arata Isozaki, se tienen en cuenta las diversas capacidades de percepción que manifiestan los habitantes o usuarios de los edificios. El software prima ahora sobre el hardware. En lugar de máquinas construidas, nos encontramos con ámbitos vivenciales que tienden a apartar la atención de los materiales para centrarla en colores, juegos de luces, parajes y paisajes. El visitante de la Neue Staatgalerie (Stirling y Wilford) — en Stuttgart — no, encuentra fachadas, sino accesos; no observa fondos monótonos para destacar las obras “exhibidas”, sino contornos polícromos que hacen de la visita una fiesta.

La arquitectura posmoderna nos ofrece el ejemplo de un arte contextualizado que ha superado el monofuncionalismo cuantitativista. Es capaz de manejar al mismo tiempo una pluralidad de códigos en la que, por ejemplo, lo elitista y lo popular no se contraponen, sino que se combinan. No se trata de un antimodernismo o de una regresión tecnológica, sino de obtener el rendimiento cultural de una tecnología para la que ya no procede — por recordar la retórica de Le Corbusier y Mies van der Rohe — hablar de “verdad de los materiales”, “consistencia lógica”, “sinceridad” o “sencillez”.

De un modo aún más realista y espontáneo, esa conjugación posmoderna de un alto nivel de formalización con una cultura vital acontece en la actual mentalidad juvenil81. Los jóvenes de ahora suelen tener una gran capacidad para el pensamiento combinatorio. Pero — a diferencia de sus abuelos aún racionalistas — no esperan en modo alguno que esa razón meramente formal les proporcione las claves para orientar su existencia o les desvele los enigmas del universo. Para ellos, la ciencia es más bien un lucus a non lucendo, un modo de procesar datos puntuales carentes de significación propia. La razón informática — si se la considera, repito, en su alcance instrumental — descorporaliza el corpus de la ciencia y ofrece cauces para encontrar él auténtico saber en otras fuentes. En la “subcultura juvenil”, el enfrentamiento con las cuestiones decisivas de la existencia se busca en las dimensiones más cálidas de la vida: en experiencias, ensueños o sensaciones. La cuestión del sentido no se dilucida ya eh el ámbito del pensamiento abstracto, sino en el inmediatismo del contacto vital, en los encuentros personales, en el movimiento corporal, en la música y en el canto.

81.

Véase ALEJANDRO LLANO, “¿Hacia una nueva sensibilidad?”, en Nuestro Tiempo, número 362, 1984, págs. 108-115.

Como reacción frente al frío funcionalismo de las organizaciones públicas y anónimas, se registra una añoranza de lo primario y entrañable. Todas las encuestas recientes muestran que los jóvenes de los países desarrollados sueñan con el retorno al hogar, y que estiman de nuevo los valores familiares, tradicionales y religiosos.

A muchos, sorprendentemente, les gustan los cuentos: los cuentos de hadas, que — como ha mostrado lúcidamente Tolkien — no son lectura apropiada para los niños. Las narraciones míticas sensibilizan la historia ética del hombre: narran su origen y su destino, cuentan sus virtudes y sus vicios, dicen muchas cosas esenciales acerca del mal y del bien, sobre el tiempo que pasa, sobre la vida y la muerte. Estas viejas historias nos hablan de algo nuevo, de un hombre olvidado, que se vislumbra cercano y hondamente real. Los jóvenes adivinan lo que Tolkien le dijo a C. S. Lewis en aquella conversación nocturna por las calles de Oxford: que los mitos son verdad.

Como ha señalado Mongardini82, la “crisis de la modernidad” se suele asociar con un retorno al pensamiento mágico. Si los jóvenes de hoy se acercan a lo numinoso, no es sólo porque vean ahí un campo de exploración para nuevas posibilidades religiosas, sino también porque la complejidad creciente y la implosión de las instituciones tradicionales provoca vivencias de discontinuidad que tienen que superarse de algún modo. En las configuraciones sociales precedentes — y de un modo muy especial en las animadas por el cristianismo — hasta el ciudadano más modesto tenía acceso a doctrinas y normas que unificaban la experiencia del hombre y le daban un significado. Pero esa unidad se ha fragmentado y el individuo se encuentra muchas veces como perdido en un sistema social que ya sólo tiene respuestas universales para cuestiones especializadas, es decir, para aquellas que sólo interesan a unos cuantos. El mundo común se busca, entonces, en reductos marginales, si no se acierta a redescubrir la permanente actualidad y universalidad de la fe religiosa, que trasciende todo orden mágico o mítico.

82.

CARLO MONGARDINI, Il magico e il moderno, Milán, Angeli, 3ª ed., 1987, páginas 58-60.

La historia de la desmitologización encierra otra paradoja de la modernidad. Procede — como todos los impulsos esenciales de los tiempos nuevos — de una radicalización del cristianismo en su empeño histórico por alcanzar su especificidad, por desprenderse de todo residuo pagano. Pero, esta vez, el “efecto perverso” consiste en que el avance implacable de la desmitologización no se detiene ni ante los propios relatos religiosos, que para el creyente son verdad en un sentido mucho más profundo y propio de aquel en el que cabe decir que “los mitos son verdad”. La diferencia estriba, claro está, en la revelación. Lyotard se ha percatado de la función decisiva que — en la dialéctica modernidad/posmodernidad — juegan los “grandes relatos” o “relatos magistrales”83. Lyotard advertirá más tarde que estos “meta-relatos” — emancipación progresiva de la razón y de la libertad, enriquecimiento de la humanidad entera por el progreso de la tecnociencia capitalista... — no son propiamente mitos, en el sentido de fábulas. Ciertamente, tienen por fin legitimar las instituciones y las prácticas sociales y políticas, las legislaciones, las éticas, las maneras de pensar. Pero, a diferencia de los mitos, no buscan esta legitimidad en un acto fundador original, sino en un futuro por conseguir, en una idea por realizar. De ahí que la modernidad sea un proyecto.

83.

Cfr. LYOTARD, La condición postmoderna..., ed. cit., passim.

Y el cristianismo — que, en cuanto opuesto al clasicismo antiguo, forma parte de la modernidad — es uno de esos “relatos magistrales”, cuya totalidad se concentra en la filosofía de Hegel. Sobre ellos no cabe decidir si son verdaderos o falsos. Su deslegitimación es ya inevitable. Por eso, Lyotard piensa que la posmodernidad se sitúa post-Christum: es esencialmente neopagana. Y él mismo tiende ahora a quitar importancia a la índole de juego narrativo propia del saber, porque ha descubierto — con algún retraso respecto a Bateson — que se puede hacer “ciencia de la ciencia”, como se hace ciencia de la naturaleza, porque en el fondo ciencia y naturaleza vienen a coincidir. Todo el campo que Lyotard llama “STS” (ciencia técnica sociedad) se ha constituido gracias a este descubrimiento: la inmanencia del sujeto al objeto que estudia y transforma. Con su recíproca: los objetos tienen lenguajes, y conocer aquéllos es poder traducir éstos. Resultado: inmanencia de la inteligencia a las cosas. Conclusión: el hombre es solamente un nudo muy sofisticado en la interacción general de irradiaciones que constituye el universo84. El único relato que parece mantenerse, tras un comienzo tan prometedor, es la Ecology of Mind “explicada a los niños”.

84.

LYOTARD, Le Postmoderne expliqué aux enfants, ed. cit., págs. 37-42.

La ambigüedad de la sensibilidad posmoderna aparece a cada revuelta de este camino tan quebrado que la índole abigarrada del fenómeno nos obliga a seguir. Esta ambivalencia es especialmente perceptible en los “movimientos alternativos” o “divergentes”, que son el aspecto más vistoso de lo que genéricamente cabe llamar “nueva sensibilidad”.

Se trata de movimientos estrechamente vinculados a la subcultura juvenil y que conectan con esa nueva actitud que he denominado “neosolidarismo”. Divergen de las ideologías modernas en que ya no son racionalistas y totalizantes, sino simbólicos y sectoriales; frente al progresismo dogmático, aparecen más bien como conservadores y escépticos; su tesitura no es cuantitativista y activista: los movimientos “alternativos” son netamente cualitivistas y, a primera vista, pasivistas.

Por una parte, estas corrientes utilizan un lenguaje que evoca la terminología de la ética tradicional, y sus reivindicaciones parecen tener un cierto sesgo espiritualista. Pero, si se examinan con mayor atención, se nos muestran a veces, no siempre, como materialismos más evolucionallos y refinados, con reivindicaciones de signo hedonista. Recordemos que Inglehart hablaba, en este contexto, de ideologías posmaterialistas85. La aludida ambigüedad aparece en esta misma designación: el período “posmaterialista” puede apuntar a una fase de materialismo más sofisticado o bien a una fase de superación del materialismo.

85.

RONALD INGLEHART. The Silent Revolution: Changing Values and Political Styles among Western Publics, Princeton, Princeton University Press. 1977.

Para terminar, me referiré brevemente a algunos aspectos de la sensibilidad posmoderna que aparecen en los principales movimientos divergentes: ecologismo, feminismo, pacifismo y nacionalismo. Me apoyo aquí en los lúcidos planteamientos de Jesús Ballesteros.

a) Ya hemos ponderado que la aparición de la conciencia ecológica presenta una índole epocal, porque marca un límite a la pretensión moderna de dominio de la naturaleza. El ecologismo acoge la idea clásica de epimeleia, cuidado, como actitud anímica anterior a la consideración y a la acción, que tiene en el horizonte la totalidad del ser viviente86. Recuerda esa idea platónica que encuentra un eco en la noción de respeto, básica en la ética kantiana, y la refiere a la naturaleza, concepto central en la metafísica y en la ética de inspiración aristotélicas. Frente a la provocación de la tecnología desbordada, que desconoce limites y configuraciones naturales, el ecologismo defiende el valor de lo no fabricado por el hombre y el carácter primitivo de las leyes naturales. ¿Nos encontramos, entonces; ante una renabilitación de la idea de “ley natural”? Por lo general, no se puede dar una respuesta positiva a este interrogante. Porque el ecologismo ideologizado tiende a adoptar una actitud reduccionista que, en lugar de propugnar un antropomorfismo de la naturaleza (como, según dicen, hizo la antigua metafísica), propone un naturalismo del “anthropos”87.. La consideración del hombre como una especie natural más, encuentra un marco totalizante en esa biología mentalista que registramos en el panteísmo de Bateson. En cambio, un ecologismo no reducido sería aquel que — retomando de verdad la idea de epimeleia — tuviera en cuenta la gradualidad jerárquica de la vida natural, en cuyo vértice se encuentra la naturaleza humana. Lo contrario lleva a la más cruel de las paradojas: no es raro que el ecologismo y la mentalidad abortista vayan de la mano. Por todo ello, se va abriendo camino la distinción entre ecologismo (ideología) y ecología (actitud)88.

86.

Cfr, HELMUT KUHN, Die Kirche im Zeitalter der Kultur-Revolution, Graz, Styria, 1985, págs. 7-8, 16 y 37.

87.

Cfr. GEROLD PRAUSS, Kant über Freiheit als Autonomie, Frankfurt, Klostermann, 1983.

88.

No me refiero ahora a la Ecología como ciencia de los ambientes biológicos, que, por cierto, presenta gran interés para la ciencia de la evolución.

b) El feminismo tiene en su base una clara fundamentación humanista y cristiana. La mujer es — ni más ni menos que el varón — persona humana, poseedora de idéntica dignidad y de unos derechos básicos que hasta hace muy poco han sido sistemáticamente conculcados (desde luego, ésta no es una de las muchas y evidentes aportaciones de la Ilustración). Pero el feminismo ideológico disscurre por unas derroteros bien diferentes: por la vía del igualitarismo radical, que desconoce la peculiaridad de lo femenino y, como consecuencia, tiende a atacar a la familia tradicional. (Aunque ya entre “los verdes” alemanes empiece a detectarse la inconsecuencia.) Como ha señalado Ballesteros, el feminismo auténtico sería aquel que — además de denunciar las discriminaciones injustas con más energía que nadie — destacara los aspectos decisivos y originales del modo de ser femenino: el cuidado, el sentido del matiz y del detalle, el respeto, la ternura, el equilibrio, la atención a lo concreto. Son justamente los valores cualitativos que ha desconocido sistemáticamente la razón racionalista, y que representan las aspiraciones mejores de la nueva sensibilidad. Se trata, por cierto, de valores que han de ser vividos tanto por los hombres como por las mujeres. Pero no cabe duda de que la incorporación de la mujer a la vida profesional y pública podría llevar consigo una mayor atención a esos valores que representa, por ejemplo, el ama de casa. En este punto radica una de las claves de la nueva relevancia social de la solidaridad. Sin la insistencia en la promoción de la mujer, los intentos de conectar el sistema con el mundo vital ignorarían su mejor “recurso”.

c) El pacifismo es — dentro de las actitudes posmodernas — la que conecta más radicalmente con la nueva mentalidad juvenil. Son muchos los que no entienden la teoría de que la única manera de salvaguardar la paz sea la carrera de armamentos. Aun aceptando que hay un uso lícito de la fuerza y que la doctrina clásica de la guerra justa es muy sólida, apenas cabe dudar que — con los actuales medios destructivos, con el uso bélico de la energía nuclear — es muy difícil que pueda haber hoy una guerra justa. Pero el pacifismo radical tiene otros orígenes y otros fines. Busca el equilibrio por el camino más corto, en la línea de un decadente “ecologismo civil”. No suele medir con la misma vara las agresiones de una y otra procedencia y llega al cinismo de la máxima “antes rojo que muerto” (lieber rot als tot). Es un pacifismo entreguista, que defiende la vida corporal a costa de la dignidad humana. Si el pacifismo es eso, no hay que ser pacifistas, pero sí pacíficos. Como ha dicho Pedro Serna, el pacifista es el que pide paz porque él mismo no la tiene mientras que el pacífico es el que da paz precisamente porque la posee. Hay que buscar la solución de las tensiones internacionales por otras vías: existe la paz posible. Y se deben denunciar sistemáticamente las agressiones a la dignidad de la persona humana, con independencia del bloque en que se produzcan. Pero ello requiere que se tenga una concepción del hombre que esté a la altura de su dignidad (cosa poco frecuente).

d) El nacionalismo, por último, representa una reacción frente al cosmopolitismo sin calor y sin sustancia. frente al poder que nivela y desposee al hombre de sus tradiciones íntimas y su derecho a ser diferente. Se busca un “lugar al que volver”, un ámbito a escala humana que nos cure del desarraigo89. Pero los nacionalismos radicalizados echan mano de medios violentos completamente heterogéneos con estos fines, o, cuando menos, llevan a actitudes estrechas y excluyentes que degradan el concepto de patria. La sensibilidad posmoderna intenta despegarse de la nación-Estado, vinculada al concepto moderno de soberanía absoluta, y empieza a comprender que las diferentes naciones — como configuraciones del mundo vital — pueden integrarse en comunidades políticas no estatales. Pero en este punto también se desencadena la dialéctica modernidad/posmodernidad. Nuestro caso es célebre: mientras que se usa la retórica de la “Europa de las naciones”, se reivindica la “España de los Estados”, montando réplicas redundantes de la Administración central: pequeños Estados dentro del Estado. Mejor sería recordar que la nación es la decantación histórica del ethos peculiar de un pueblo, más radical que las estructuras jurídicas y que el folclore. La patria es la casa común, el ámbito del origen y del arraigo (Heimat). Tal vez sea aún posible actualizar la pietas, que nos impulsa a venerar a nuestros mayores y su modo de vivir y de pensar. Se rehabilitaría así el valor de lo genuino, la fuerza de las tradiciones, la salvaguarda de los nacederos de libertad.

89.

Véase E. F. SCHUMACHER, Lo pequeño es hermoso, Madrid, Blume, 1978.

Para concluir este largo parágrafo, retomemos ese hilo rojo que da unidad por dentro a la intrincada sirga de la posmodernidad. Si bien se miran, todos esos “movimientos divergentes” vienen a converger en el enlace incipiente entre una racionalidad más ligera y formal, de una parte, y una cultura más vital y arraigada, de otra. Por lo pronto, los valores que circulan en tales movimientos poseen una índole altamente simbólica. No apelan a casos o a cosas, sino a actitudes y vivencias, a estilos cognoscitivos y a talantes emocionales. Por eso són estimaciones tan englobantes y comprensivas que difícilmente eluden pagar tributo a la ambigüedad. Pues bien, tal universalismo simbólico encuentra su condición de posibilidad y su vehículo de expresión en la tecnología posindustrial: sin esa transformación técnica, no se habría producido semejante mutación culturál. Examinémoslo muy brevemente:

1) El ecologismo sería puramente nostálgico y restaurativo si no resultaran ya viables aplicaciones tecnológicas “limpias”, técnicas “blandas”, en las que la generación e intercambio de conocimientos añade más valor (económico, incluso) que la transformación “dura” de materias primas. Además, los procedimientos de control cibernético permiten neutralizar la contaminación ambiental, iniciando así esa fase que — en expresión de Gabriel Marcel — supone “dominar el propio dominio”. La tecnología de más alto nivel, capaz de superponer metaprocesos informativos a los procesos productivos, abre el camino a una previsión y eliminación de los contraefectos más cercanos.

2) El feminismo está claramente vinculado al advenimiento de la sociedad posindustrial, que inicia tina forma de trabajar y de vivir en la que las capacidades consideradas como “masculinas” pasan a ocupar un lugar secundario. La “sociedad de servicios” sólo es posible sobe la base de una alta capacidad comunicativa. Al mismo tiempo, a creciente complejidad que genera recaba visiones comprensivas de signo más estético que calculador. El trabajo común ya no tiene por qué realizarse en el mismo lugar y al mismo tiempo: la flexibilidad informática permite que los ritmos laborales se adapten a los ritmos vitales. Todo ello sitúa en primer plano a las capacidades que cabe adjetivar de “femeninas”. Por vez primera en muchos siglos, las condiciones tecnológicas favorecen a la mujer.

3) El pacifismo es como la síntesis simbólica de la sensibilidad posmoderna. La paz es un “metasímbolo”, cuya índole actual es inseparable de una elevada capacidad comunicativa. La universalidad y densidad de las redes comunicativas convierte a los conflictos armados en procedimientos extemporáneos — inútiles, si cabe decirlo — y, por ello, más hirientes aún. Si la pax informatica es aún una utopía, no lo son los instrumentos de control antibélico: transportar la guerra a las galaxias no deja de ser una descarga por elevación de las tensiones internacionales. Es sospechoso — y hasta siniestro — que el glasnost conviva con el gulag, pero ello no le ha impedido a Gorbachov convertirse en todo un símbolo de “transparencia” y capacidad de comunicación, ante el que el neoconservadurismo reaganiano a punto está de perder la figura.

4) El nuevo nacionalismo revela un profundo cambio de la infraestructura del poder. La esencial vinculación moderna entre soberanía y territorio queda superada cuando el potencial económico ya no está radicado en la tierra ni en la transformación de materias primas, sino que busca sus fuentes en una capacidad de conocer y de emprender que exige una fusión de técnica y cultura. La superación de la economía de escala, la alta valoración del diseño original y la internacionalización de los intercambios “descentran” el control de los aparatos de poder y — a pesar de las grandes maniobras neocorporativas — fragmentan la tecnoestructura y abren brechas para el pluralismo real. Esa “segmentación positiva” tiene un componente cultural que el nacionalismo no estatalista ha empezado a vislumbrar.

La sensibilidad posmoderna es polimorfa, acumulativa y ambigua. Por su propia índole barroca, no cabe sintetizarla o reducirla a un esquema. El tratamiento que aquí ha obtenido podría también ser irónicamente calificado de “posmoderno”. Pero creo que esta abigarrada descripción era necesaria y quizá resulte suficiente. Nos basta, por ahora, para detectar innovaciones que ya apuntan a insuficiencias que reclaman planteamientos más amplios y profundos.

Si se quiere trascender el pathos posmoderno y acercarse a una sensibilidad auténticamente nueva, precisamos de una mayor radicalidad antropológica. Es cierto que — más allá del proyecto moderno — ya nos hemos tropezado con el hombre real, que habita un mundo vivo, en el que trabaja, ama y sufre. Y esto sólo ya es mucho. Mas ahora procede preguntarse quién es ese hombre que cada uno somos y cómo puede vivir bien en este tiempo nuestro. O, más esencialmente, cómo hay que vivir el tiempo, ese tiempo que se ha transformado a través de las mediaciones tecnológicas y no sabemos qué hacer con él.

4. Hacia la conteporaneidad

En el actual debate sobre la modernidad aparecen inequívocos signos de cansancio, a pesar de que la discusión diste mucho de estar cerrada. Lo que pasa es que buena parte de las energías retóricas se gastan en una “guerra de nombres” que no lleva muy lejos. Como estamos comprobando a lo largo de este capítulo, los deslizamientos semánticos son continuos y fijar las respectivas posiciones resulta sumamente problemático. Sin entrar de nuevo en tal maraña, voy a procurar ahora sintetizar mi propia postura y avanzar algunas tesis nuevas.

Decía Kafka que la estructura de una casa sólo aparece cuando la edificación está en ruinas. El que casi todos andemos empeñados en echar cuentas sobre la modernidad revela que ya la hemos dejado atrás. Pero el balance no es unívoco. Y no lo es, entre otras cosas, porque el propio término “modernidad” tiene, al menos, tres referentes distintos. Es, en primer lugar, el nombre propio de un período histórico: la Edad Moderna. Designa, después, el multiforme conjunto de innovaciones y producciones que en tal época acontecen (o acontecieron). Y, por último, significa el proyecto moderno90.

90.

Cfr. KOSLOWSKI, Die postmoderne Kultur..., ed. cit., págs. 12-13.

Pero estas tres referencias no son nítidamente discernibles. El debate, desde luego, se ha centrado en la tercera de tales acepciones: lo que se discute sobre todo es la vigencia del proyecto moderno. A mi juicio, las evidencias aducidas para declarar cancelada tal vigencia son incontrovertibles. Tanto el agotamiento de los recursos naturales como la imposibilidad de gobernar la complejidad exponencial de las estructuras sociales, son límites fácticos que inciden en el núcleo mismo del ideal moderno de progreso indefinido, sin que los presupuestos filosóficos o ideológicos en los que este ideal se apoyába ofrezcan recursos adicionales para superar tales limites. Pero ello no implica el colapso de todas las realizaciones e innovaciones que han acompañado de facto a la modernidad en su decurso histórico (segunda acepción) y que suelen apuntarse indiscriminadamente en el haber de aquel proyecto91. Tanto la ciencia experimental y la tecnología industrial como los derechos humanos y la democracia tienen claras raíces premodernas y su pervivencia futura no queda a las resultas del desenlace de una conciencia de crisis. Del desenlace depende, eso sí, la orientación histórica y el marco cultural de estas producciones. Y es tal hermenéutica la que es preciso innovar, superando la interpretación modernista de la modernidad. Porque la exégesis ilustrada desembocaba en una dialéctica negativa, cuyas paradojas y circularidades se reflejan en las aporías de la sociedad actual. El cambio de parámetros de orientación e interpretación que aquí se propone implica, por lo tanto, una despedida del proyecto moderno y una rectificación de la modernidad que la salve de su propio daimon.

91.

Cfr. ALVIRA, “Dialéctica de la modenidad”, ed. cit., págs. 10-11 y 19.

Es en este sentido — plural y matizado — en el que se puede mantener la tesis de que la modernidad ha entrado ya en el pasado, que nos hallamos en su epílogo, y que tal vez estemos pisando el umbral de una nueva época. Tal pluralidad significativa, con no pocas resonancias emocionales, es la que confusamente se decanta en el discurso sobre la posmodernidad. Con todo, nos ha parecido ver en este topos una articulación realmente innovadora, que destaca sobre el fondo inercial del neoconservadurismo y de la tardomodernidad. Si verdaderamente se está logrando una nueva conjunción entre cultura vital y alta tecnología, entonces es que la sensibilidad posmoderna no se agota en el esteticismo sincrético de las transvanguardias.

Aun así, la equivocidad de las connotaciones y la interna ambigüedad de las realizaciones hacen que el lema “posmodernidad” resulte semánticamente casi inservible. Por eso, y ya que se trata de un juego de periodización histórica, es decir, de la suerte de la modernidad en su primera acepción, tenemos a mano el recurso escolar e ingenuo de sustituir la división tripartita — con visos hegelianos — de la Historia Universal, para acogernos a una seriación que añada ese cuarto miembro que tautológicamente llamamos “Edad Contemporánea”92.

Pero como las tres acepciones de la modernidad se solapan y se engarzan, quizá la propuesta del lema “contemporaneidad” no resulte tan ingenua y tautológica. La tautología se esfuma cuando uno se toma en serio esa boutade posmoderna, según la cual “el futuro ya no es lo que era”93. Quizá tampoco lo es el presente. Lo cual deja abierto el fundamental interrogante de si nuestra vivencia del presente es estrictamente contemporánea o — por decirlo de manera más convencional — si vivimos a la altura de los tiempos.

92.

Cfr. HANS ULRICH GUMRRECHT, “Modern, Modernität, Moderne”, en O. BRUNNER, W. CONZE, y R. KOSELLECK, Geschichlliche Grundbegriffe, Stuttgart, Klett-Cotta, 1978, tomo 4, págs. 93-131.

93.

Tan en serio se toma Reinhart Koselleck lo escondido en tal ocurrencia que dedica a diseccionar esas paradojas semánticas las 389 páginas de su espléndido libro, ya citado, Vergangene Zukunft.

Ya apuntamos antes que la contemporaneidad debe entenderse como el ajuste entre los recursos intelectuales de que se dispone y los problemas históricos que es preciso resolver con tales recursos. Cuando el ajuste falla, se produce un retraso, una parcialidad, una insuficiencia, que, si se generalizan, desembocan en una crisis. Y toda crisis implica conciencia de inadecuación o desconexión. La conciencia de la crisis moderna es especialmente perentoria, porque la manera de pensar propia de los tiempos nuevos aspiraba a vivir al filo del tiempo presente, con la razón despierta para alumbrar un futuro completamente libre de las rémoras del pasado. Lo que de ningún modo estaba previsto era el sueño de la razón, que elimina toda su astucia al desconectarla de la siempre renovada culminación del momento. La índole utópica de la modernidad estriba en que el ajuste con el presente histórico nunca está asegurado de antemano.

La contemporaneidad de que se trata no es la automáticamente empujada por un progreso necesario y abstracto, sino la activamente alcanzada por la comprensión integral de la situación presente. Si a esa comprensión la llamamos sensibilidad es, precisamente, porque queremos distinguirla de la “mala abstracción” que separa y congela.

La contemporaneidad no es la prolongación inercial de un proyecto agotado, ni el imposible regreso a una premodernidad inexistente. Tampoco es contramodernidad tradicionalista. Busca la liberación — la puesta en libertad — de ese tiempo humano que la conciencia moderna vislumbró. Y en tal sentido, constituye, según dijimos, una defensa de la modernidad contra ella misma y contra sus fatales decadencias.

El ajuste que la contemporaneidad persigue es un saber unitario, precisamente ese que en la mentalidad dominante se sigue considerando perdido, por la fundamental razón de que aún no se sabe lo que es saber. La paradoja de la modernidad especulativa — el caso de una filosofía gnoseológica en la que el conocimiento de lo real es el gran ausente — se transfiere a la tardomodernidad e incluso a la posmodernidad convencional, que — como en el propio Lyotard — no acierta a ver los gérmenes de renovación contenidos en los pensamientos que la inspiran. Y así, de Wittgenstein toma una superficial versión de su pragmática de los juegos lingüísticos94, sin notar que la psicología filosófica que tiene en su base implica una ruptura con la epistemología moderna y un acercamiento a la concepción aristotélica del saber como praxis perfecta, es decir, como actividad que posee el fin en sí misma95.

94.

Cfr. LYOTARD, La condición postmoderna. Informe sobre el saber, ed. cit., páginas 25-28.

95.

Véase JORGE VICENTE ARREGUI, Acción y sentido en Wittgenstein. Pamplona, EUNSA, 1984.

La modernidad epilogal no solamente es que carezca de fundamento antropológico: es que pretende — como en el caso del pensamiento débil — abandonar la necesidad de tal fundación. Para ella, un mundo ordenado no es más que una quimera. El espacio y el tiempo pierden su homogeneidad newtoniana, pero no se reinsertan en la unidad extática del viviente, sino que se dislocan en segmentos inarticulados y erráticos. El yo no es ya el foco unificador de sensaciones y constructor de esquemas conceptuales: ha perdido la precaria centralidad que aún tenía en la Ilustración, disolviéndose en el flujo de vivencias. El modernismo subjetivista — reconoce Bell — está culturalmente exhausto: no da más de sí96. Por eso se pretende ir “más allá del yo“, hacia el territorio de lo subjetivo-objetivo, en el que se penetra a través de ambiguas experiencias corporales, de la inmersión en corrientes imaginarias o de la combinatoria de informaciones dispersas.

Es este vacuum antropológico el que está ocupando la nueva sensibilidad. Desde ella, cabe recuperar las tres dimensiones del tiempo humano, porque no es pura receptividad, ligada a la presencialidad corpórea, sino — por utilizar la expresión de Zubiri — inteligencia sentiente97: unidad activa de pensamiento y sensibilidad externa, articulada por la imaginación.

96.

DANIEL BELL, “Beyond Modernism, Beyond Self”, en The Winding Passage, ed. cit., pág. 302.

97.

No me refiero al complejo tratamiento que esta noción recibe en las últimas obras publicadas por ese gran pensador que fue Xavier Zubiri.

La imaginación es, curiosamente, la facultad que hoy hace notar más su ausencia. Por eso hay un déficit de enlace entre inteligencia y sensibilidad: una gran dificultad para sensibilizar los conceptos y para esquematizar y proyectar creativamente las sensaciones. La imaginación está hoy descolocada del dinamismo vital, porque la razón formalista de la informática no tiene un parangón sensible y porque lo que se sigue llamando “imaginación” es una fantasía sensualizada, más combinatoria que creadora. Es una imaginación desrealizada y enfermiza, pegada a un cuerpo que se estraga y vertida al vértigo de un movimiento sin finalidad: es débil y dócil. El lema del 68 — ¡la imaginación al poder! — era un grito crispado en un presente emocional, sin proyectos de futuro, que acabó por conducir a muchos hacia la resignada integtación en el sistema. Pero quedó el rescoldo que ahora parece ya emerger como un nuevo status nascens.

Para que el ejercicio de la imaginación contribuya a alcanzar el nivel de la contemporaneidad, es preciso que no se fusione en falso con la razón informática, sino que reconozca el papel directivo que compete a la inteligencia de los fines. La conjunción posmoderna entre nuevas tecnologías y cultura vital está clamando — para consolidarse — por una auténtica imaginación creadora, capaz de anticipaciones libres y de diseños de perspectivas históricas. Esa nueva imaginación tiene, más de pensamiento que de sensitividad: es la capacidad de ver una nueva oportunidad de acción donde sólo parecía haber un problema.

El fundamento de la unidad del saber no es otro que el núcleo de la persona. También en la contemporaneidad se busca un “más allá del yo”, pero no en la línea del polimorfismo corpóreo o de la banalidad imaginaria, sino en dirección al núcleo personal del hombre entero. Frente a la teoría relacional del yo que domina en la modernidad madura y en la tardía, el suelo firme y fértil de un realismo pluralista sólo se encuentra — por duro y arcaico que pueda sonar — en la teoría sustancialista de la persona98. No son unas relaciones sustantivizadas las que producen la subjetividad humana. La subjetividad humana es una unidad ontológica originaria. La tesis de la producción social de la realidad99 acaba por remitir la presunta rehabilitación del mundo vital a una petición de principio. Si también el Lebenswelt es autorrelacional, entonces la autorreferencialidad de los sistemas no encuentra apertura posible. Para que quepa descargar la complejidad horizontal de los sistemas sociales según una dimensión vertical, para que la diferenciación estructural no sea exclusiva sino que resulte compensada por una gradualidad de niveles, es preciso llegar a un plano original y primario: el de las unidades personales únicas e irrepetibles.

98.

Así lo sostiene también KOSLOWSKI en Die postmoderne Kultur..., ed. cit., págs. 50-52. Para una consideración metafísica y antropológica de la relaciones entre sujeto y conciencia, véase ANTONIO MILLÁN-PUELLES, La estructura de la subjetividad, Madrid. Rialp, 1967.

99.

Cfr. PETER L. BERGER y THOMAS LUCKMANN, La construcción social de la realidad, Buenos Aires, Amorrortu. 2ª ed., 1972.

Como se cantaba en una canción de protesta, también de los años sesenta, estamos tocando el fondo. Contra lo que aquí se protesta es contra el psicologismo y el sociologismo. El psicologismo — tan contundenemente criticado por Husserl, Frege y Wittgenstein: pensadores contemporáneos — reaparece en las ideologías de la sociedad informática y en el mentalismo ecologista. El sociologismo — la tesis de la autogeneración de la sociedad — se detecta incluso en las criticas supuestamente fenomenológicas o hermenéuticas al imperialismo tecnocrático. Pero la mejor filosofía actual ya ha desvelado la vanidad de toda autofundación, cuya circularidad viciosa sólo se puede romper con una rigurosa fundamentación ontológica100.

100.

Pienso, por ejemplo, en las obras de Peter Geach, Saul Kripke o Hilary Putnam.

Para remontar la crisis de orientación y compatibilidad, no basta con una apelación a las peculiaridades del tiempo cotidiano ni con una diversificación descriptiva de los diversos “tiempos”101. La endémica falta de tiempo que todos padecemos — ese déficit temporal detectado por Luhmann102 — no se subsana tampoco con el intento de una abolición de la temporalidad, como la que hoy se presume desde la ideología de la sociedad informatizada y su énfasis en los procesos de tiempo real. La tendencia a diversificar los sistemas y hacerlos más complejos revela y produce una atenuación de la conciencia histórica. Si el futuro se entiende como una automática derivación del presente, entonces se hace buena la tesis de Gehlen acerca del carácter poshistórico de nuestra época. El futuro ya no sería futuro, ni más ni menos que como el pasado ya no es historia. Así las cosas, tiene Luhmann toda la razón cuando afirma que el futuro no puede comenzar103. Pero entonces — como señala acertadamente Mongardini104 — también es cierto que el pasado no acaba nunca. Un futuro que no comienza y un pasado que no termina son las incógnitas no despejables de un tiempo social que se ha concentrado en la dimensión de un presente destemporalizado, el cual almacena el pasado en sus memorias y se apropia del futuro con sus programas.

101.

Véase PAOLO JEDLOWSKI, Il lempo dell'esperienza. Studi sul concetto di vita quotidiana, Milán, Franco Angelli, págs. 30-49.

102.

NIKLAS LUHMANN, “Die Knappheit der Zeit und die Vordringlichkeit des Befristeten” en Die Verwaltung, I, 1968.

103.

NIKLAS LUHMANN, “The Future cannot begin”, en Social Research, 43, 1976, páginas 130-153.

104.

MONGARDINI, Epistemologia e Sociologia, ed. cit., pág. 83; cfr. pág. 81.

La contemporaneidad no es el limbo sistémico de un presente sin recuerdos ni esperanzas. La contemporaneidad posee una índole asintótica, en la que el ajuste con la actualidad — como ha señalado Polo — se logra a fuerza de ganar tiempo, no a base de intentar eliminarlo. La abolición del tiempo es la utopía (posnietzscheana) de una voluntad de dominio desubjetivizada y anónima, en la que ya no hay acción ni virtud ni poder. En cambio, el afán por ganar tiempo implica esforzarse en lograr ese incremento sapiencial y cognoscitivo al que antes se llamaba “virtud”. La virtud no es la burguesa actitud de retraimiento ante algo deseable y que, por tradición o pragmatismo, resulta estar prohibido. El auténtico concepto de virtud anda hoy perdido entre equívocos que vienen de muy atrás. Pero su reposición — como ha mantenido lúcidamente McIntyre105 — es de vital importancia.

La teoría clásica de, la virtud — sin la que es inviable comprender las vicisitudes de la ética moderna — se inscribe en el marco de una doctrina de los hábitos cognoscitivos y prácticos cuyas potencialidades están aún por desarrollar106. Lo que está en juego es la propia imagen del hombre, la afirmación o el desvanecimiento de ese núcleo personal, fundante de la vitalidad y del sentido. El hombre no es una encrucijada de procesos cósmicos ni una parte del ambiente de los sistemas sociales. El hombre — como dice Leonardo Polo — es el perfeccionador perfeccionable: el ser capaz de un crecimiento cognoscitivo y ético que queda establemente incorporado a la persona en forma de hábitos.

105.

Véase ALASDAIR McINTIRE, After Virtue, Notre Dame, University of Notre Dame Press, 1981.

106.

Véase LEONARDO POLO: Curso de Teoría del Conocimiento III, Pamplona, EUNSA, 1988. Al profesor Polo le debo algunas inspiraciones fundamentales del concepto de contemporaneidad que propongo; su tesis de la primacía la de la organización del tiempo sobre la organización del espacio es clave. Véase su artículo: “Las organizaciones primarias y la empresa”, en El Balance Social de la empresa y las instituciones financieras, Madrid, Banco de Bilbao, 1982.

Adquirir hábitos, incrementar la propia capacidad cognoscitiva y práctica, es la única forma real de ganar tiempo. Las virtudes morales e intelectuales son justamente capacidades dinámicas de unificación y orientación del curso de la vida. La misión de un saber radicado en el mundo vital es remansar el tiempo y redimirlo de la vanidad actualista. Ese tiempo que — si no se rescata — se gasta en rutinas laborales o se pierde en dispersiones lúdicas. Una existencia que no gana el peso de la libertad habitualmente incorporada, sólo es la homogénea transformación de futuro en pasado a través del presente. Es una vida plana, horizontal, que carece de la hondura y perspectiva conferidas por el saber acerca del sentido humano del tiempo.

Este saber vitalmente incorporado reconcilia al hombre con sus productos, le pone en franquía para reconocerse en ellos. Tal es el sentido esencial de la cultura: el modo cuidadoso de habitar un mundo común, de cultivarlo y perfeccionarlo con productos que se hacen espíritu objetivo107.

Cuando la artificialidad técnica encubre la vitalidad cultural, resulta casi imposible percibir tal continuidad gradual entre el núcleo de la persona y la compleja fábrica de un mundo transformado por el hombre. Pero cuando — como sucede hoy — la tecnología más avanzada se ha desmaterializado y es ella misma una tecnología del conocimiento, se produce la novedad histórica de ese posible encuentro entre las aportaciones e innovaciones personales y su instrumentación en sistemas que procesan el saber y contribuyen a que la acción humana seleccione los aspectos relevantes de un complicado horizonte. La ganancia temporal que el incremento de los hábitos genera encuentra un parangón objetivo en la capacidad cibernética de retroalimentación (feed-back). Realmente, la nueva galaxia tecnológica está mucho más cercana al hombre que el mecanicismo de la modernidad. Se podría hablar hoy de un anthropos kybernetikos. Pero tal lema sería una delirante utopía, una fantástica simulación, si se olvida precisamente que los procesos cibernéticos “simulan” y expresan objetivamente acciones humanas intransferibles. La esperanza y la ambigüedad de la mutación posmoderna nos llevan a evocar el verso de Hölderlin: “Donde está el peligro, allí surge también la salvación”108.

107.

Cfr. JACINTO CHOZA. “Hábito y espíritu objetivo”, en Anuario Filosófico, IX, 1976, págs. 11-74.

108.

“Wo aber Gefahr ist, wächst das Rettende auch”. FRIEDRICH HÖLDERLIN, “Patmos”, en Sämtliche Werke, tomo III, pág. 173. No entro ahora en la exégesis heideggeriana de estas palabras. Cfr. JESUS BALLESTEROS, “Hacia un modo de pensar ecológico”, en Anuario Filosófico, XVIII-2, 1985, pág. 175. Sobre el trasfondo filosófico de la obra de Hölderlin, véase DIETER HENRICH. Der Gang des Andenkens, Stuttgart, Klett-Cotta, 1986.

Nuestra expresión “nueva sensibilidad” apunta justamente hacia la potenciación de la estructura habitual del hombre contemporáneo. La superación de la consabida dialéctica de lo objetivo y lo subjetivo no viene dada aquí por el craso objetivismo estructuralista, ni por la ultrasubjetivación estetizante (tampoco por la débil emulsión de ambas polarizaciones). Es una superación real, antropológica y ontológica, que apela a un incremento de las capacidades perceptivas de la persona, y no a un simple recambio de modelos interpretativos.

El tiempo se decanta vitalmente en los hábitos cognoscitivos y prácticos, que hacen a la persona capaz de hacerse cargo de su propia situación histórica. Conciencia histórica que entra en pérdida cuando empieza a darse una desproporción entre el tiempo objetivado en los productos fabricados y el tiempo incorporado habitualmente. Es entonces cuando el sistema empieza a desbordar al mundo vital y a imponer el poder determinante de una dinámica exterior respecto a su origen antropológico. La vitalidad de una cultura se logra mientras se mantiene en vilo ese ajuste entre los constructos exteriorizados y la interna capacidad de comprenderlos y de lanzar, desde ellos, proyectos nuevos. Si tal acompasamiento se quiebra, el desajuste suscita malestar y retraso. Se abre esa dialéctica entre lo objetivo y lo subjetivo que no puede alcanzar conciliación desde ninguno de sus dos extremos.

Que la perspectiva de los hábitos supera esta dialéctica de objetividad y subjetividad, se muestra en el significado antropológico que la experiencia adquiere en tal contexto. A diferencia de la experiencia exenta y homogeneizada del cientificismo, una experiencia entendida en sentido humanista es pluriforme y global. Es el sentido que solemos dar a la expresión “persona experimentada”109. No es simplemente la que ha dejado resbalar su mirada por multitud de objetividades, ni la que ha pasado de una vivencia subjetiva a otra. Es la persona que ha sabido guardar en sí misma el rastro, de su contacto vital con el mundo y con los otros hombres, de suerte que ha aprendido a comportarse más adecuada y sabiamente.

109.

Cfr. SPAEMANN, “Ende der Modernität?”, ed. cit., págs. 35-36.

Ese saber vitalmente ganado es, al propio tiempo, un saber de las cosas y un saberse110: un apropiarse de lo real, respetándolo en su ser propio. No es simplemente una experiencia experimental, en sentido unívoco, sino una experiencia de los plurales “experimentos” que acaecen en la ciencia y en la praxis técnica y cotidiana. Por eso tal experiencia multiforme es tendencialmente universal, vale decir, filosófica: intenta no perder, no dejar que se escape, ningún aspecto de la realidad que pueda resultar significativo y enriquecedor. Por ello es intrínsecamente histórica y no historicista: se toma en serio el tiempo vivido y trata de estar siempre a su altura.

110.

Cfr. HANS-GEORG GADAMER, Verdad y método, Salamanca. Sígueme, págs. 389-390. “La atención al contexto, a la situación, al entorno, implica un diferente sentido de la temporalidad, que no podrá limitarse al solo instante presente, sino abrirse a la tradición en una perspectiva extática de la existencia, en la que se distinga entre los tres momentos del tiempo, pero a la vez se subraye la continuidad. Frente a la retícula lógica de lo exacto y discontinuo, de «tradición de la ruptura», del vanguardismo, en la que ha insistido sobre todo el pensamiento tardomoderno o ultramoderno — Nietzsche o Gide pueden servir de modelo —, se trata de revalorizar la importancia de la memoria como valoración positiva del pasado recuperable, como rectificación de lo que no debió ser”. BALLESTEROS, “Hacia un modo de pensar ecológico”, ed. cit., pág. 172.

El mero intercambio exterior de mensajes, por el contrario, no produce incremento cognoscitivo alguno. Y la variación presencial de imágenes tampoco dilata las perspectivas vitales. Sólo la interior apropiación de lo otro en cuanto otro enriquece sapiencialmente al hombre y le permite ganar tiempo. La tecnología se remite así a su radicación antropológica — la tekhne: saber hacer — y la “cultura” deja de ser una feria de curiosidades para posarse en ethos: saber estar, saber vivir. La fraseología al uso apunta hacia la verdadera línea de sutura entre sistema y mundo vital cuando anuncia que nos encaminamos hacia una sociedad del saber. Aunque la pregunta decisiva es, en tal contexto, la que formula Lyotard: “¿Quién sabrá?”111. No sólo ni principalmente en el sentido político de quién decidirá lo que es saber, sino en el sentido antropológico de quién es el portador último de esa radical posesión en la que consiste saber. Acierta la sensibilidad posmoderna cuando rechaza la ilusión ilustrada de localizar el saber en la correlación formalista sujeto-objeto. Mas pierde el tiempo cuando se inclina a distraerse con respuestas inesenciales acerca de juegos pragmáticos que sólo simulan el saber, y no deben ser tomados por el saber mismo.

111.

LYOTARD, La condición postmoderna. Informe sobre el saber, ed. cit., pág. 18.

Lo que las tecnologías comunicativas aportan a la cultura del hombre son, justamente, nuevas oportunidades de saber. Son cauces de transmisión y transformación de condiciones de posibilidad para llegar a saber más. Porque, llegados a este punto, hemos de precisar algo que antes dijimos imprecisamente: que, stricto sensu, el saber no se transmite por cable, ni se almacena en memorias electrónicas, ni lo descubren los sistemas expertos. Se puede artificializar casi todo, pero el saber (ni el amor, aunque parezca lo contrario). Porque el saber no es una función dependiente. Es la más alta actividad vital: la propia del homo sapiens (que no es el homo ludens tardomoderno o el homo pictor posmoderno, pero tampoco la hipermoderna Inteligencia Artificial). En último análisis, nada se sabe: todo lo sabe alguien, aunque nadie lo sepa todo. Las nuevas técnicas informativas permiten facilitar a personas vivas (y equipos de hombres reales) que puedan saber lo que en cada momento precisan para intentar decidir con acierto. Pero facilitar no es sustituir. Mientras se siga avanzando por la línea de la sustitución, el desnivel entre lo que supuestamente se sabe y lo que alguien sabe nos dará la medida del déficit en nuestra capacidad de orientación y dirección; o, lo que es equivalente, la distancia que nos separa de una situación cultural de contemporaneidad.

El “último recurso” — y, en cierto modo, el único — para reducir y gestionar la complejidad es el hombre que piensa y decide. Él es el cabo al que hay que acabar atando los hilos de todas las redes sistémicas, so pena de que su funcionalidad exenta termine por conducir a cualquier parte, cumpliendo la predicción de la vieja tonadilla inglesa: “Puede suceder cualquier cosa, y probablemente sucederá.” El diálogo real, por medio de la palabra hablante, es el procedimiento prágmático para conectar esas terminales vivas.

El hombre es el ser capaz de descubrir el sentido de las cosas, que se elevan así sobre su condición mostrenca para aparecer como lo que son: como signos112. Si los signos se entienden como algo completamente desligado de la realidad natural, y del hombre que descubre su sentido, se absolutizan y ya sólo se significan a sí mismos. La comunicación se problematiza entonces hasta el punto de que les hombres mismos se convierten en simples variables de la combinatoria o — en la medida en que son inalienables — en los insalvables puntos negros del sistema.

112.

Véase ALICE RAMOS, “Signum”. De la semiótica universal a la metafísica del signo, Pamplona, EUNSA, 1987.

Una comunicación entendida exclusivamente en términos sintácticos y pragmáticos es sólo una simulación113. La reintroducción de la dimensión semántica — como elemento fundamental de los procesos comunicativos — abre los discursos a la unitaria variedad de lo real y pone en primer término la realidad del hombre, como fuente de sentido de todo signo. No trato con ello de negar que haya una cierta “producción de sentido” en las diversas estructuras de la vida social, económica y política. ¿Quién podría negar que se produce sentido en la vida familiar, en el deporte o en la empresa? Esa generación de significados acontece incluso en los trámites burocráticos114. Lo que necesito enfatizar es que tal producción se funda en originales descubrimientos de sentido, de los que sólo es capaz la inteligencia humana.

113.

Véase ALEJANDRO LLANO, “Filosofía del lenguaje y comunicación”, en JORGE YARCE (edit.). Filosofía de la comunicación, Pamplona. EUNSA, 1986, págs. 77-93.

114.

Véase BERGER, y otros, Un mundo sin hogar..., ed. cit., págs. 45-b2.

La reivindicación de la semántica — es decir, de la capacidad humana para significar cosas y casos reales — está en las antípodas del reduccionismo positivista. Pienso que el modelo de un lenguaje puramente referencial (como el propuesto por Quine), lejos de devolvernos a la realidad, nos retrasa hacia el psicologismo. Porque un mundo meramente extensional no es sino un rendimiento, bien precario por cierto, de presuntos mecanismos de la mente. No, la rehabilitación de una semántica comprensiva — el gran empeño de la filosofía analítica evolucionada — implica acoger los aspectos cualitativos o intensionales del lenguaje115. Cuando se piensa que lo intensional e intencional distorsiona la transparencia de la significación y provoba opacidades referenciales, resulta que medio mundo queda a oscuras. Y lo que de verdad se oculta es el mundo humano.

Ganar de nuevo la armonía entre las funciones semánticas, sintácticas y pragmáticas del lenguaje es el único modo de que — recordemos a Eliot — la sabiduría no se pierda en conocimiento, y el conocimiento no se degrade en mera información116.

115.

Para una justificación de estas tesis, me remito a mi libro Metafísica y lenguaje, Pamplona, EUNSA, 1994.

116.

T. S. ELIOT, Coros de The Rock:

The endless cycle of idea and action,
Endless invention, endless experiment,
Brings knowledge of motion but not of stillness (...)
Where is the life we have lost in living?
Where is the wisdom we have lost in knowledge?
Where is the knowledge we have lost in information?

El ideal de una información completamente neutral, en la que sólo se reflejen — con perfecto deslinde — hechos objetivos y opiniones subjetivas, es un empobrecimiento y una falacia. Cuando, por ejemplo, se apela a ese paradigma en el periodismo, las sospechas de manipulación que suscita en el lector advertido no suelen carecer de fundamento. Porque los hechos en cuestión puede que no pasen de ser constructos arbitrados en función de opiniones ocultas, es decir, de ideologías. Y las propias opiniones se consideran entonces inefablemente desconectadas de la realidad, disponibles para servir a intereses oportunistas. La índole sofística del modelo sería notoria, si no fuera típico de la sofística el ocultarse a sí misma.

La sofística es el arte de hacer verosímil lo falso. En cambio, como dice Choza, la retórica es el arte de hacer verosímil lo verdadero, que bien necesitado está de que parezca lo que es. La pérdida moderna de la dimensión retórica del lenguaje es consecuencia de su desfondamiento semántico. Porque, si se pierde la realidad significada, el discurso persuasivo resulta vano y banal. En cambio, la actual rehabilitación de la retórica es manifestación de una sensibilidad contemporánea (cum tempore). El lenguaje puramente denotativo es intemporal. Por el contrario, el discurso (retórico) se dirige a un interlocutor presente, a cuya capacidad de percepción se apela; se basa en experiencias pasadas, que la argumentación revive; y se abren proyectos compartidos, que son una invención del futuro. El pretendido automatismo de la vigencia de la verdad es siempre ideológico. La fuerza intrínseca de la verdad — que es debilidad para la confusión interesada — merece y exige que se haga valer en el discurso.

La semántica y la pragmática o retórica sólo se pueden articular cuando se admite que la verdad es más radical que el poder. Como ha escrito Innerarity:

... la verdad es el enlace legítimo de la conciencia y el mundo. Pero la verdad tiene mucho que ver con un estar-más-allá: algo que sólo se alcanza desde la convicción de que el fundamento comienza donde termina nuestra soberanía sobre el mundo, en los confines de lo disponible, del dominio, la manipulación y la utilidad. Una región que permanece oculta para el interés y sólo se desvela en la admiración117.

117.

INNERARITY, “Modernidad y postmodernidad”, ed. cit., pág. 129.

La desconexión de la semántica y la retórica produce un vacío cognoscitivo que se puede intentar colmar con el uso pragmatista de un supuesto lenguaje exclusivamente sintáctico. El actual debate sobre la Inteligencia Artificial — al que después volveré — presenta un indudable interés. Pero no pasa de ser una simpleza reducirlo a la cuestión de si los ordenadores hablan, es decir, si piensan. Aunque merece la pena que nos detengamos un momento en ese topos, porque quizá nos ayude a descubrir hasta qué punto puede llegar el intento de simular una realidad ya simulada. Según ha demostrado el filósofo analítico John Searle118, es posible — y ya se logra parcialmente — construir ordenadores cuyos programas les permiten actuar como si pensaran. Pero eso en modo alguno equivale a que realmente piensen. Por una razón fundamental: porque el programa de los ordenadores — basado en la combinación de numerosísimas alternativas 1/0 — tiene exclusivamente un carácter sintáctico, pero de ninguna manera posee una índole semántica.

118.

JOHN SEARLE, Mentes, cerebros y ciencia, Madrid, Cátedra, 1985, págs. 33-49.

Las secuencias que permite un programa (por perfecto que sea) de ordenador digital no significan cosas reales (semántica), sino que sólo combinan series de signos (sintaxis), carentes de referencia. Aunque el ordenador sea capaz de utilizar el idioma inglés, no entiende el inglés, no sabe nada de lo que “dice” en inglés. Searle pone un ejemplo gráfico: yo puedo hallarme encerrado en un cuarto con los miles de signos que componen el idioma chino, perfectamente clasificados por su aspecto externo. Y puedo estar tan bien adiestrado que sepa combinar los correspondientes caracteres, de tal suerte que resulten frases en chino; e incluso responder con conjuntos de este tipo a otras combinaciones de signos — preguntas — que alguien introduzca desde el exterior de la habitación. Pero, a pesar de todo esto, no sé chino, no entiendo nada de lo que parece que digo. He aprendido a usar unos medios cuyo fin desconozco.

Desde luego, el ejemplo de Searle no posee el encanto de una fábula borgiana. Pero nos viene a contar algo parecido a la alegoría del mapa que cubre el territorio del Imperio hasta sustituirlo. El descoyuntamiento de las tres dimensiones básicas del lenguaje conduce a la gran ceremonia de la simulación simulada. Primero se trocea la realidad en módulos más o menos arbitrarios; después, se ensayan las múltiples combinaciones y recombinaciones de los módulos, pasándose a transferir esa combinatoria a un mecanismo que la simula, y, por último, se sostiene solemnemente que tal simulación de la simulación no es ni más ni menos que la realidad.

La razón desarraigada y autorreferencial se manifiesta incapaz de salir del atolladero sistémico, que se produce cuando las dimensiones sintácticas y pragmáticas de la comunicación se desvinculan de su fundación semántica. Esa razón de medios — calculadora e instrumental — es capaz de detectar los nuevos límites que han surgido como consecuencia de la complejidad estructural y funcional de las sociedades avanzadas. Pero no es capaz de trascenderlos, porque ella misma — dada su índole unidimensional — está por definición estrechamente limitada. La única ilimitación que conoce es la de lo indefinido: la “mala infinitud” de Hegel. En cambio, una inteligencia pluridimensional y abierta tiene una infinitud intencional, una circularidad que no es viciosa, sino vital o práxica. A esa inteligencia sintiente, diversificada, le cabe buscar salidas inéditas y libres. Su incremento habitual le permite captar — en una visión de índole estética — la armonía que se oculta en las situaciones más intrincadas. Porque esa nueva sensibilidad es la capacidad perceptiva de la hondura de las realidades irrepetibles, cuyo sentido sólo queda iluminado por el logos: la facultad de reunir lo disperso, de recolectar los frutos de un cultivo que lleva tiempo.

El actual énfasis en la índole relacional de la sociedad es tautológico si no tiene en cuenta que toda relación implica unos relata, es decir, unas entidades reales cuya existencia es ontológicamente anterior a la relación misma. Por eso, las propuestas sociológicas que aciertan con la clave para la reducción de la complejidad son las que se fundamentan en un matizado realismo relacional119. La apelación a la inmediatez de los mundos vitales y el recurso a un medio simbólico circulante distinto del dinero y del poder sólo son viables si cuentan con la posibilidad de continuas aportaciones de sentido y finalidad provenientes de esa autonomía primaria que es la libertad de un ser inteligente. Desde la afirmación de la primacía de la dimensión semántica, se detectan las insuficiencias de la unilateralidad sintáctica en la teoría tecnocrática de sistemas y las carencias del énfasis pragmático en la teoría ideológica de la acción.

Nuestra propuesta de una reducción ontológica y antropológica de la complejidad no implica, sin embargo, una actitud de sospecha ante las nuevas tecnologías, ni se refugia en otro limbo (extraideológico). Su pretensión de contemporaneidad le exige hacerse cargo de las dificultades de la hora presente. Sólo que pretende afronlarlas con mayor capacidad de discernimiento. Puestos a buscar sus últimos cimientos, llegamos a la actual propuesta de un nuevo esencialismo, que emerge de las recientes discusiones lógicas y metafísicas sobre la índole de las modalidades (posibilidad, necesidad y efectividad)120.

119.

Véase PIERPAOLO DONATI. Introduzione alla sociologia relazionale, Milán, Angeli, 1983.

120.

Véanse MICHAEL-THOMAS LISKE, Aristoteles un die aristotelische Essentialismus, Friburgo de Brisgovia. Alber, 1985; JAIME NUBIOLA, El compromiso esencialista de la lógica modal. Estudio de Quine y Kripke, Pamplona, EUNSA, 1984. Ambos trabajos se inspiran en el pensamiento de Fernando Inciarte, profesor de la Universidad de Münster.

Duro parece que una propuesta de reinsertar el tiempo en la interpretación del hombre y de la sociedad acabe por remitirse al pensamiento de las esencias: la bestia negra de todo el antiplatonismo contemporáneo. Pero aquí de nuevo nos damos de bruces contra una paradoja de la modernidad tardía, más esotérica aunque también más profunda que otras ya detectadas. Si se prescinde de los perfiles necesarios de las cosas, de su identidad real, la imagen del mundo que resulta es la de un tejido indiferente e inerte. Por escapar definitivamente de esa mentira primordial, de ese proton pseudos que para algunos sigue siendo la metafísica esencialista, se recae en una ontología atomista, para la que la realidad no es sino la emulsión mostrenca — y, en rigor, impensable — de azar y necesidad. Como las viejas cosmologías sofísticas, todo tiene que ver con todo y, a la vez, nada tiene que ver con nada, justamente porque — al no haber identidades discernibles — ya son imposiles las relaciones. Del absoluto relacionalismo se pasa, sin solución de continuidad, a la cosificación más crasa, que implica una situación completamente estática. El error es muy viejo y su impugnación resulta irrefutable (lo ha sido, al menos, durante veinticinco siglos). Lo que pasa es que ese holismo o totalismo ha fascinado y sigue fascinando extrañamente al pensamiento europeo. ¿Por qué? La respuesta resuena desde la serenidad dialógica del Gorgias platónico hasta la crispación nietzscheana: voluntad de dominio. La realidad sin interna contextura, sin esencial urdimbre, es la plasticidad completa, la inerte disponibilidad material para el ejercicio del poder puro.

Resulta, al cabo, que la seducción de lo estático sólo se conjura con la afirmación de lo estable. Una estabilidad primordial es el requisito de todo dinamismo. Estamos ante la idea de la physis, de la naturaleza como principio esencial y teleológico de la operatividad. Desde este renovado esencialimso, se pretende también “dejar ser al ser”. Pero no es un naturalismo neorromántico, ni un ecologismo radical (indiferenciado). Porque el panteísmo de la mind, la actual versión espinosista del holismo evolucionista, es un totalismo aún más abarcante, ya que ni siquiera deja fuera al sujeto que lo afirma.

El reconocimiento de la naturaleza del hombre y de la naturaleza de las cosas materiales no está condenado al simplismo ni refleja un espíritu de restauración. Como está mostrando el más riguroso pensamiento actual, la deducción trascendental — es decir, la demostración de la diversidad de identidades en la realidad — es el poso fundamental de toda reflexión racional, porque constituye el prerrequisito de la inteligibilidad de lo real y de la autointeligibilidad de la propia razón. Aquí, en este “lugar” especulativo al que Kant dio nombre, se encuentran la fenomenología y el análisis lingüístico, la metafísica y la filosofía trascendental, para seguir después caminos divergentes, que conducen a muy distintos parajes.

El pensamiento de la esencia tiene hoy suficiente envergadura teórica como para acoger los modelos antropológicos y sociológicos más elaborados. Y, a la postre, es preciso recurrir a algún tipo de esencialismo para dar cuenta y razón de estructuras tan complicadas como las presentes. Tan altos niveles de complejidad y contingencia resultan por principio ingobernables, si la teoría sociológica y la práctica política no son capaces de discernir las diferentes configuraciones y dilucidar sus diversas relaciones. Sólo desde un pensamiento fuerte acerca de lo que las cosas son de suyo viene a ser posible establecer criterios flexibles para individuar los puntos críticos, y distinguir qué es aquello de lo que se puede prescindir y aquello otro de lo que no cabe dispensarse.

La confusión siempre llega con retraso. Y lo peor es que nunca sabe adónde llega.

III. VALORES DOMINANTES Y VALORES ASCENDENTES

1. Parámetros de la nueva sensibilidad

Gadamer escribió hace veinticinco años:

Tal vez nuestra época esté determinada, más que por el inmenso progreso de la ciencia natural, por la racionalización creciente de la sociedad y por la técnica científica de su dirección1.

1.

HANS-GEORG GADAMER, Verdad y método, prólogo a la segunda edición, Salamanca, Sígueme, pág. 11.

Estas palabras mantienen hoy su plena vigencia, pero reclaman una lectura que ha de tener en cuenta esas mutaciones en la sensiblidad social a las que nos venimos refiriendo.

Así como la modernidad incipiente estuvo sobre todo marcada por la nueva ciencia, la modernidad madura se caracteriza, efectivamente, por la gran importancia que adquiere la racionalización de las organizaciones sociales.

Como es bien sabido, Max Weber, el gran teórico de la modernidad, centró su atención en el surgimiento de la empresa capitalista, a la que consideró el producto más típico del “desencantamiento del mundo” a través de la racionalidad científica. Esta nueva organización económica se distingue de las tradicionales por la separación jurídica entre el patrimonio industrial y comercial y los patrimonios personales, así como por la aplicación de una contabilidad racional.

Según Weber, el capitalismo se caracteriza — antes incluso que por la libertad de mercado — por la organización racional del trabajo libre: idea típica y exclusivamente occidental, a la que está asociada la ciencia exacta, la técnica progresiva y el derecho codificado. La virtualidad histórica de tal planteamiento es patente: la moderna economía racional ha cambiado la faz de este mundo y ha permitido vivir en él con cierto decoro a miles de millones de hombres. Pero también es patente que la organización capitalista del trabajo ha sido objeto de las más tempranas y duras críticas, surgidas dentro de la propia conciencia moderna.

Ya aludimos en su momento a la crítica caracterización hegeliana de la sociedad civil, diferenciada a partir del sistema político-económico, lo que implica la despolitización y deshumanización de las relaciones de clase, así como la anonimización de un amplio sector del poder social2. La crítica marxista radicaliza esta interpretación y la aplica a la praxis social, hasta el punto de presentar a la empresa industrial capitalista como el paradigma de la alienación humana y de la explotación del hombre por el hombre.

2.

Cfr. JÜRGEN HABERMAS, Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, Buenos Aires, Amorrortu, págs. 37-38.

Es muy significativo, sin embargo, que la estructura racional básica de la organización industrial capitalista no sea puesta en cuestión ni siquiera desde los planteamientos teóricos de la revolución soviética. Los especialistas actuales interpretan el pensamiento económico de Lenin más como un modelo ultra-capitalista que como un paradigma anti-capitalista. El proyecto de “Ilustracción total”, que implica la revolución soviética, se dirigía a eliminar todo residuo de patrimonialismo tradicional, para dar paso a un capitalismo sin trabas, en el que la racionalidad de la producción fuera completa.

La fórmula económica cápitalista — tanto por su sorprendente pervivencia y expansión como por sus problemas de legitimación — ha influido decisivamente en la conciencia moderna más evolucionada. Pero, como ha recordado recientemente Salvador Giner3, la expresión “capitalismo” dista mucho de ser unívoca. Son múltiples sus elementos y muy variadas sus connotaciones. De todas ellas, nos interesa ahora resaltar una que el mismo autor destaca como el núcleo de la interna lógica del capitalismo:

3.

SALVADOR GINER, El destino de la libertad. Una reflexión frente al milenio, Madrid, Espasa-Calpe, 1987, págs. 33-39. Cfr. PETER L. BERGER, The Capitalist Revolution, Nueva York, Basic Books, 1986.

El capitalismo — escribe Giner — ha conseguido separar en distintas esferas de competencia el poder político, junto al jurídico y el militar, del económico. El señor feudal paradigmático administraba justicia, guiaba a sus mesnadas en el combate o en el saqueo, reinaba sobre su hacienda y sus labriegos. El capitalista, el empresario, en cambio, refiere sus disputas a los tribunales. Su dominio político o legal sobre los asalariados pasa por el aparato de tribunales y policiaco. Y, sobre todo, en el mundo capitalista unos hombres entran en contacto con otros sólo contractualmente. Hacemos cada uno lo que cada contrato dice que hagamos. Si lo transgredimos, tribunales tiene el poder público para conocer el asunto, y guardianes el ejecutivo para mantener el orden económico establecido. La contractualidad universal que trajo consigo ja civilización burguesa ha venido a ser la espina dorsal de nuestro orden social de hoy. La misma aparición de la vida privada como componente cultural de la modernidad, es decir, del derecho a la intimidad, es fruto del contractualismo imperante. Cada cual puede exigir de los demás que ejecuten sólo aquellas actividades que han sido previamente acordadas. Las demás no tiene siquiera derecho a conocerlas. Al empresario no le interesa, ni le preocupa, lo que puedan hacer sus empleados fuera de sus horas contractuales de trabajo. Es más, no tiene derecho a entrar en ello. La violación frecuente de estos principios ayer y hoy no hace sino resaltar su peso en el orden capitalista y en la civilización que le corresponde4.

4.

GINER, op. cit. págs. 35-36.

Ha merecido la pena recoger tan larga cita, porque, efectivamente, penetra en la entraña del fenómeno capitalista e incide de lleno en nuestras preocupaciones acerca de la desconexión entre sistema y mundo de la vida, como esquema básico de la crisis social.

Tal caracterización actualiza el planteamiento weberiano y muestra su esencial pervivencia. Pero a esa estructua fundamental — agudizada incluso én su índole objetiva y abstracta — debe añadírsele el contexto reciente de su imbricación en el Welfare State. Con esta inclusión, la versión monofuncional y crecientemente diferenciada de las empresas capitalistas queda sometida a cuestión. Porque la crítica socialista y las exigencias de equilibrio del propio sistema llevan a que una serie de aspectos no estrictamente económicos — los asistenciales o “sociales” — penetren en el ámbito de la empresa mercantil y, a su vez, que ésta sea un interlocutor indispensable en el proceso de planificación estatal. La interpenetración Estado-mercado se hace más estrecha que en el clásico modelo weberiano. Lo cual provoca sus propias y no menores disfunciones.

Ya concedimos antes suficiente atención a ese cuadro general en el que se sitúan las corporaciones actuales. Vamos a centrarnos ahora en las mutaciones perceptivas y valorativas que han acontecido en el interior de las propias empresas a lo largo de los últimos años.

Si utilizamos este marco para ejemplificar en él algunas variaciones que acontecen en la nueva sensibilidad, es precisamente porque la básica estructura interna de la empresa capitalista ha atravesado las vicisitudes de la crisis de la modernidad, sin perder su identidad esencial. Cabe, pues, apreciar con claridad en este campo ciertos parámetros de la rectificación de la modernidad.

Además, la incidencia de la configuración de las empresas en el ethos de los ciudadanos no ha cesado de aumentar en los últimos años. La mayoría de las personas — por no decir todas — están vinculadas actualmente a la vida empresarial de un modo u otro: como promotores, directivos, empleados, suministradores, o usuarios y consumidores. Este tipo de corporaciones empieza a contituirse como el referente más específico de las nuevas actitudes.

La ideología empresarial que responde al estereotipo de la modernización es, sin duda, el taylorismo. En el ingeniero americano Frederick Winslow Taylor (1856-1915) se suele ver al autor que saca las consecuencias pragmáticas extremas de esa “técnica científica de la dirección”, a la que se refería Gadamer en el texto con que iniciamos el presente parágrafo. El taylorismo propugna la gestión de la empresa como un procedimiento de dirección científico-técnica, con fuerte énfasis en una racionalidad funcionalista, que tiene como orientación el logro de la mayor producción posible con un mínimo de medios materiales y humanos5. Se trata de lograr la eficiencia en todas las fases, del trabajo productivo. Para conseguirla es preciso diferenciar las fases del proceso, considerarlas como módulos relativamente aislados y hacerlas objeto de un análisis funcional y cuantitativo, seguido de estrictos procedimientos de control. Para el taylorismo, la empresa es un gran mecanismo, que funciona perfectamente si, en cada una de sus fases, se alcanzan las metas propuestas, según criterios estrictamente racionales.

5.

Véase FREDERICK WINSLOW TAYLOR, The Principles of Scientific Management, Nueva York. Northon, 1967.

El “estilo taylorista” marca en gran medida el american way of life, que influye, a su vez, poderosamente en la mentalidad europea de este siglo. Tiene en su base la nada despreciable tradición filosófica de la escuela pragmatista que enlaza con el idealismo alemán a través de Mead, conecta con el neopositivismo por medio de Peirce y se aplica a cuestiones políticas y educativas en la extensa obra de Dewey.

Que el taylorismo logró en gran medida la eficacia que buscaba parece algo históricamente indudable. Su éxito fáctico se apoya en la aplicación generalizada de la primera revolución industrial, en la ya amplia difusión de la mentalidad secularizada, y en las urgencias productivas de la industria bélica. La empresa taylorista es el tipo de organización ecónomica que Weber tiene ante sí cuando propone sus lúcidas definiciones y avanza sus foscos augurios. Porque, en efecto, las repercusiones negativas de esta forma de deshumanización se dejan sentir en seguida. En el terreno social, sirven de muestra los movimientos obreros; en el ámbito cultural, el primer arte “mecánico” — el cinema — nos ofrece esa obra maestra que es Tiempos modernos, de Chaplin. El marco más amplio de esta crisis de legitimación es el gran movimiento de la Kulturkrisis, que aflora en el período de entreguerras.

El taylorismo se diversifica y completa con técnicas de control financiero y de estudio de mercado, así como con los inicios de la teoría matemática de la decisión6. Pervivie así hasta bien entrados los años cuarenta. Pero ya se advierte que el esquema taylorista logra eficiencia, pero empieza a revelar fallos de eficacia. A Peter Drucker se debe tal distinción conceptual: mientras que la eficiencia consiste en seguir los procedimientos establecidos, la eficacia estriba en lograr los resultados pretendidos7.

6.

Cfr. PHILIP DE WOOF, Doctrina de la empresa, Madrid, Rialp, 1970.

7.

Una buena y reciente síntesis del pensamiento de este teórico del management — que es al mismo tiempo un agudo observador de las evoluciones culturales — se encuentra en: P. F. DRUCKER, Gestión dinámica. Barcelona, Hispano Europea, 1985.

Resulta muy significativo que el acabamiento del taylorismo provenga precisamente de una conciencia de los límites del mecanicismo — de la ingeniería social — reveladores de un déficit en el tratamiento de las finalidades. Además, los defectos de eficacia que acusa la empresa taylorista inciden en lo que hemos llamado “experiencias de discontinuidad” y “crisis de gobernabilidad”. Por una parte, los trabajadores y empleados no se sienten integrados en una corporación cuyos objetivos desconocen y en cuya gestión no participan; como consecuencia, las organizaciones sindicales se robustecen y profesionalizan. Por otra, la rigidez de una dirección centralizada, y que aspira a un rigor matemático, repercute en la incapacidad para adaptarse a un medio social cada vez más complejo y cambiante y a una economía cuyas interacciones se multiplican y adquieren una dimensión mundial (la gran crisis del 29 fue ya un drástico aviso).

Todos estos factores concurren para que se produzca un gran cambio en la estructuración empresarial, que tiene vigencia desde los años cuarenta hasta finales de la década de los sesenta. Es lo que en alguna ocasión he llamado neotaylorismo8. El neotaylorismo mantiene los ideales funcionalistas del taylorismo clásico, pero trata de ampliar su modelo de racionalidad directiva, según sistemas mejor elaborados, que ya empiezan a informatizarse. La empresa se hace más flexible para adaptarse a las condiciones del mercado y aprovechar las oportunidades a través de adecuadas “politicas empresariales” y métodos más dinámicos de toma de decisiones. Para lograr esa mayor flexibilidad, las organizaciones se descentralizan y diversifican: surgen los holdings, y las estrategias consideran panoramas multinacionales. La interpenetración con la planificación estatal comienza a adquirir los contornos que más tarde desembocarían en el new corporatism.

8.

Este movimiento está en buena parte representado y orientado por la Harvard Business School. La Harvard Business Review ofrece la documentación más significativa.

Pero este tipo de empresa también se descentraliza y diversifica hacia dentro. Surge un sofisticado instrumentario de técnicas de gestión, que se sintetiza en el lema “dirección por objetivos”. La corporación se departamentaliza, y cada sección debe establecer — en diálogo con la dirección general — sus propios objetivos y participar en su control. La dirección por objetivos responde, de este modo, a las necesidades e integración y a los crecientes afanes de participación. A tales técnicas organizativas se añade la atención a las relaciones humanas en la empresa, cuya inspiración no es precisamente humanista, sino que se apoya en el auge de las behavioural sciences: se trata de que los trabajadores estén “motivados”, satisfechos; que la dirección siga siendo “dura”, pero que no lo parezca. Esta especie de pacto simulado dentro de la compañía se enmarca en el pacto implícito que está en la base del Estado del Bienestar.

Es muy significativo, para los propósitos de este ensayo, comprobar que la motivación intelectual y fáctica de la crisis del Welfare State coincide con la que inspira la actual puesta en cuestión del modelo neotaylorista. Ambos procesos — el macrosocial y el mivrosocial — se incriben en el contexto del final del proyecto moderno. Carlos Llano Cifuentes, en su fundamental obra Análisis de la función directiva, ha mostrado cómo las insuficiencias del modelo moderno de gestión de las organizaciones provienen del intento de transferir el racionalismo cartesiano al análisis de la acción práctica, desatendiendo sus esenciales dimensiones éticas y culturales9.

De nuevo aparece el año 1968 como jalón de una encrucijada. La eficacia simbólica de la fecha tiene un sorprendente apoyo fáctico. Sólo un año después — en 1969 — aparece el artículo titulado “Hacia el profesionalismo en la dirección de empresas”, que señala el hito de una inesperada mutación en la sensibilidad empresarial. Su autor, Kenneth Andrews, mantiene la tesis de que la dirección de empresas no puede recibir el calificativo de “profesional” mientras que no se atenga a unas pautas éticas y culturales, que se consideren más básicas que la propia obtención de resultados económicos inmediatos10.

9.

Véase CARLOS LLANO CIFUENTES, Análisis de la acción directiva, México D. F., Limusa, 1979, págs. 71-82 y passim. En este libro se inspiran buena parte de las anteriores consideraciones.

10.

KENNETH ANDREWS, “Toward Profesionalism in Business Management”, en Harvard Business Review, IV-V, 1969.

El movimiento de las “relaciones humanas” y la dirección por objetivos, por más que tuvieran un sesgo pragmático, hacen comparecer al protagonista principal de la organización: la persona humana. La denominación “factor humano” tiene aún ese regusto funcionalista del neotaylorismo. Pero, poco a poco, se deja de tomar ese “factor” como un componente más, para considerarlo como el “hacedor”, el agente libre y responsable que ha de proponerse unos objetivos económicos que se integren en finalidades humanas y sociales más amplias y comprensivas. En la medida en que se da tal paso, la empresa ya no se ve como una parte de la tecnoestructura, sino que se descubren sus raíces en el mundo vital.

Lo interesante del caso es que éste puede ser el primer ejemplo institucional de la conjunción entre vitalidad cultural y tecnología avanzada, hacia la que se orienta la dimensión más relevante de la sensibilidad posmoderna. En 1973, Daniel Bell publica su estudio prospectivo acerca del advenimiento de la sociedad posindustrial, en la cual anunciaba que la fuente de poder y bienestar en un futuro inmediato sería la información11. Hoy ya es un tópico, de puro evidente, la afirmación de que el origen del desarrollo ecónomico y de la vitalidad empresarial no es la acumulación de capital, sino el acervo de conocimientos.

11.

DANIEL BELL, The Coming of Post-Industrial Society. A Venture in Social Forecasting, Nueva York, Basil Books, 1973; cfr. “Teletext and Technology. New Networks of Knowledge and Information in Postindustrial Society”, en The Winding Passage, Cambridge (Mass.), ABT Books, 1980, págs. 34-65. El desarrollo de esta mutación y su posible aplicación a España se exponen con gran acierto en el estudio de FELIPE GÓMEZ-PALLETE, “Cómo anticiparse al resto de Europa” (en prensa).

La utilización de las tecnologías pone en primer término al factor humano, al hombre y su mundo vital, como nacedero de aportaciones innovadoras. Las empresas que tenían esto especialmente en cuenta — las del “tercer tipo”12 — se adaptaron mucho mejor a las primeras crisis económicas de los años setenta y resultaron ser después más eficaces y competitivas. El modelo empresarial japonés — basado en la ética tradicional — demuestra una eficacia que sorprende al racionalismo occidental. La trivialización que de este fenómeno han realizado los best sellers de la “excelencia” no debe ocultar su relevancia histórica. Estamos ante un deslizamiento de la empresa desde el área de la técnica al área de la cultura: es más, ante un tránsito de la consideración de la economía como una ciencia natural a su consideración como una auténtica ciencia humana (en el sentido de science humaine o moral science)13.

12.

Cfr. G. ARCHIER y H. SELUEUX, La empresa del tercer tipo. Una nueva concepción de la empresa, Barcelona, Planeta, 1985.

13.

Véase PETER KOSLOWSKI, Die pastmoderne Kultur. Gesellschaftlich-kullurelle Konsequenzen der technischen Entwicklung, Munich, Beck, 1987, págs. 98-119.

El texto de Gadamer, del que partíamos, era, en su contexto, expresión de temor hacia la impermeabilidad de una sociedad tecnocrática respecto a la recepción de un nuevo marco interpretativo de las ciencias del espítiru. Pero él mismo, cuando escribe — diez años después — un epílogo a la tercera edición de Verdad y método, reconoce que el panorama ha cambiado: lo que está en cuestión a comienzos de la década de los setenta es precisamente el conflico entre los diversos modelos de racionalidad y la legitimación ética del saber14.

En estos últimos veinte años — desde 1968 —, vivimos en lo que Naisbitt ha llamado el tiempo del paréntesis, el tiempo entre-eras: “Es como si hubiéramos arrancado el presente tanto del pasada como del futuro, pues no estamos ni aquí ni allí (...). Hemos hecho lo que es humano: nos estamos aferrando al pasado conocido”15. Pero el estudio de las grandes tendencias empieza a aportar un cúmulo de evidencias sobre un nuevo modo de ver las cosas en el que se dan cita la evolución tecnológica y la dinámica cultural.

14.

GADAMER, Verdad y métdo, Epilogo, págs. 641-673.

15.

JOHN NAISBITT, Macrotendencias, Barcelona, Mitre, 1983, pág. 261.

Es esta situación histórica la que me ha llevado a hablar, desde hace algún tiempo, de valores dominantes y valores ascendentes. Las pautas valorativas que todavía imperan son las del proyecto moderno en estado inercial. En cambio, las que emergen cada vez con más fuerza son las que encuadro en la nueva sensiblidad y considero, por tanto, como avances hacia el logro de una contemporaneidad auténtica.

Por todo lo que llevo dicho en este parágrafo, entiendo que la aplicación de tal modelo interpretativo al campo de las organizaciones empresariales constituye una suerte de Gedankenexperiment: una experiencia conceptual que pueda servir de cata para ir orgaizando un campo — como es éste de la investigación de las mentalidades — que no escapa fácilmente al peligro de la vaguedad y de la generalización vacía.

El cuadra que figura a continuación presenta unos posibles parámetros — un inicial elenco de dimensiones o magnitudes — respecto a cada uno de los cuales se consigna un valor dominante y un valor ascendente. Este esquema ha surgido — en una investigación conjunta — de la aplicación de mi modelo hermenéutico general a las categorías elaboradas por Carlos Llano Cifuentes para definir el perfil ético y cultural de las empresas16.

16.

Véase ALEJANDRO LLANO y CARLOS LLANO CIFUENTES, “Valores dominantes y valores ascendentes en la Cultura de la Empresa”, en Cuadernos del Seminario Permanente Empresa y Humanismo, núm. 8, 1988.

VALORES  DOMINANTES  Y  VALORES  ASCENDENTES
EN  LA  CULTURA  DE  LA  EMPRESA

Parámetros

Valores dominantes

Valores ascendentes

1. Finalidad de la empresa

Beneficio económico

Servicio a la sociedad

2. Tendencias humanas básicas

Deseo de adquirir y poseer

Afán de crear y compartir

3. Definición de la estrategia

Consecución de resultados

Descubrimiento y realización de principios

4. Consecuencias de la actividad empresarial

Consecución de objetivos primarios

Previsión de efectos secundarios

5. Desarrollo de las personas en la organización

Rango

Inclusión

6. Actitud ante los impulsos espontáneos

Satisfacción

Autodominio

Vaya por delante que aquí no se propone suerte alguna de dualismo maniqueo. Porque el recurso a los valores dominantes — los del neotaylorismo — sigue siendo fácticamente imprescindible; y porque los valores emergentes — los de la nueva sensibilidad — poseen de suyo, como veremos, un carácter complementario. Lo que se va a proponer, en cada uno de los parámetros, es una síntesis no dialéctica, que supera por incremento en vez de por eliminación. Pasemos ya a explicar brevemente los sucesivos renglones de nuestro cuadro.

1) Finalidad de la empresa. En la línea de los valores dominantes sigue vigente la idea de que el objetivo principal y casi exclusivo de la empresa económica — hay otras de diferente índole — es la ganancia, las utilidades: el beneficio. Es un resto ideológico de liberalismo clásico, que propugnó el beneficio sin servicio, mientras que el socialismo mantenía la tesis simétrica. Como ya hemos visto, ni siquiera las actuales actitudes “convencionales” — neoliberalismo y socialdemocracia — consideran posible legitimar tales unilateralidades, por más que su planteamiento sea una emulsión de dos reduccionismos: el economicismo y el estatalismo17.

Pero la perspectiva humanista de la nueva sensibilidad adopta una visión pluridimensional, según la cual las finalidades de la empresa son cuatro18: a) proporcionar un servicio a la comunidad social; b) generar un suficiente valor económico añadido (beneficio); c) proporcionar a sus miembros satisfacción personal y perfeccionamiento humano; y d) lograr una capacidad de autocontinuidad o permanencia.

17.

Una excelente interpretación de ambos reduccionismos, desde una perspectiva jurídica, se encuentra en: JESÚS BALLESTEROS, Sobre el sentido del derecho, Tecnos, 1984, páginas 30-42.

18.

Véase LLANO CIFUENTES. Análisis de la acción directiva, ed. cit. pág. 46.

Claro aparece que, desde los valores emergentes, se enfatizan las finalidades a) y c); mientras que, desde los valores dominantes, se insiste en que los fines esenciales son el b) y el d).

Fijémonos por un momento en la finalidad b), que sería la más típica de la empresa mercantil. El valor económico añadido se puede definir como la diferencia entre lo que la empresa vende a terceros y lo que la empresa compra a terceros. A través de sus mediaciones — fabricación, distribución, comercialización —, la compañía añade una riqueza, medida por el mercado, que — desde la visión aún dominante — sería justamente el servicio que presta a la sociedad. No es que el beneficio se considere como la medida del servicio: sería tout court el servicio. Pero no es así, por la fundamental y evidente razón de que no todo beneficio económico implica un servicio social (por ejemplo, el tráfico de drogas); y, desde luego, no todo servicio social lleva consigo un beneficio económico (el caso que tengo más cerca es el de la enseñanza universitaria).

Pero hay otra importante precisión que hacer: ¿Quiénes son esos terceros, que constituyen el otro extremo de los intercambios? ¿Lo son acaso los empleados y trabajadores? En tal hipótesis, los sueldos y salarios se deben contabilizar como gastos, y los empleados y trabajadores no forman parte de la empresa. Pero ambas consecuencias son teóricamente insostenibles y prácticamente inviables (a la larga). Porque, entonces, el interés de la corporación — que se estrecha al de los empleadores — se contrapone frontalmente al de los empleados, lo cual impide concebir a la empresa como lo que cabalmente es: una comunidad de hombres libres que se conciertan para alcanzar un fin compartido.

El puro contractualismo no se compadece con la realidad de la institución empresarial. Hay dimensiones pre-contractuales y supracontractuales, sin las cuales no son posibles las transacciones internas y externas a la empresa. Surge así el pensamiento de la primacía de las finalidades antropológicas y sociales — c) y a) —. Primacía que se fundamenta en que sólo bienes de tipo específicamente humano — ético, a la postre — pueden tener razón de fines. Los bienes estrictamente económicos sólo son mediales y, por lo tanto, ordenados a otros (más altos).

A este se replica que el fin de la empresa es exclusivamente económico, porque tal es su función específica; aunque los hombres que en ella trabajan puedan tener otros fines personales, irrelevantes para la estructura. Tal es el enfoque monológico, propio del planteamiento sistémico o tecnocrático. Pero, en rigor, la empresa es una institución plurifuncional, en la que mercado, Estado y mundo vital se interpenetran. La empresa actual se orienta hacia esa unidad de lo diverso y no hacia la diferenciación y especialización de la exégesis weberiana.

Por eso mismo, no hay contraposición — sino síntesis — entre el aspecto humano y el aspecto financiero de la empresa. Vittorio Mathieu lo ha explicado bien, en el contexto de una lúcida filosofía de la economía19. El punto de vista del valor económico es el punto de vista del futuro: porque tal valor no consiste, como pensaba Marx, en trabajo pasado acumulado (y reinvertido), sino en capacidad de suscitar trabajo futuro (posibilidad de inversión). Desde tal perspectiva, el hombre es una fuente de invenciones, gracias a la cual el capital “rinde” efectivamente como tal, es decir, puede inaugurar otro movimiento económico nuevo, distinto del que lo ha producido. Que esto llegue efectivamente a suceder no es un hecho “espontáneo”, o que dependa de planificaciones estratégicas objetivas, con objetivos completamente previsibles.

19.

Véase VITTORIO MATHIEU, “Aspecto financiero aspecto humano de la empresa”, en Cuadernos del Seminario Permanente Empresa y Humanismo, núm. 1, 1987. Cfr., del mismo autor, Filosofa dell denaro, Roma, Armando, 1985.

Se inaugura de nuevo otro proceso sólo con un continuo trabajo de invención y adaptación, al que es llamado el hombre como persona. Y esto vale tanto para el directivo como para el ingeniero y el trabajador (y primordialmente para la conjunción de todos ellos en una empresa con un fin común). Es así como disminuye progresivamente la entropía del sistema económico. No se trata de una crispada dialéctica entre interés y desinterés, entre beneficio y servicio. La generación de entropía negativa, como sintetiza Mathieu, significa que cada uno que “sirve” será capaz, a su vez, de hacerse servir mejor. Tal es la vía para poner la empresa, y la economía en general, al servicio del hombre. Si, por el contrario, a consecuencia de un fetichismo de la mercancía, el productor es subordinado al producto, la experiencia enseña (en el Oeste y, aún más, en el Este) que se va al encuentro de un desastre económico y moral a la vez. Mathieu concluye: “una concepción puramente material de la economía lleva a la muerte de la economía misma”20.

20.

MATHIEU, “Aspecto financiero y aspecto humano de la empresa”, ed. cit., págs. 19-20.

2) Tendencias humanas básicas. Llegamos ahora a un parámetro que, desde el punto de vista empresarial, se inscribe en el área del factor humano, y que fue muy atendido por el neotaylorismo: las motivaciones. Bajo una perspectiva filosófica, pasamos de la consideración de la causa final a la consideración de la causa eficiente: ¿Qué mueve a los miembros de una organización para perseguir las finalidades que ésta se propone?

Desde los valores dominantes, la respuesta es clara: el afán de posesión, la tendencia a tener más, la pulsión de dominar y triunfar. Se piensa que la tendencia humana básica es el deseo: el impulso hacia la posesión y el disfrute.

Desde los valores ascendentes, en cambio, se destaca que existe de hecho otra tendencia, al menos tan fuerte, que es la efusividad: la “necesidad” de aportar, de compartir y de crear.

Al hombre le es tan natural el dar lo que posee como el procurarse lo que le falta. Es falsa la consigna contemporánea que nos induce, de modo preponderante y casi exclusivo, a la adquisición de lo que carecemos, en perjuicio del movimiento, igualmente natural y necesario, de participar al otro lo que es nuestro21.

21.

CARLOS LLANO CIFUENTES, “El dilema de las motivaciones”, en Istmo, 164, mayo-junio de 1986, pág. 20.

Frente a las psicologías monotemáticas, la nueva sensibilidad acoge un pluralismo de tendencias diversas. En vez de pensar que las motivaciones se diversifican sólo por su cantidad, esta otra visión antropológica reconoce una diversidad cualitativa de impulsos.

Los bienes a los que tiende el deseo son de tipo material: al compartirlos, disminuyen y se devalúan. Lo contrario acontece con los bienes a los que tiende la efusividad: aumentan cuando se participan. Si yo tengo una idea feliz o una gran alegría, lo que quiero es darla, compartirla, que se extienda y llegue a todos.

La modernidad apostó unívocamente por los bienes que son objeto de adquisición y dominio; y así tiende a desembocar en el individualismo posesivo22. Tal clausura volitiva da lugar a espacios sociales incompatibles: donde yo estoy, tú no puedes estar. La soberanía política y el poder económico se vinculan a la extensión, y suscitan una dialéctica disgregadora.

En cambio, la nueva sensibilidad reclama bienes comunicativos, que no son disgregadores, sino solidarios. Se crean entonces ámbitos sociales compatibles. El campo de juego se vitaliza y se expande, de modo opuesto a la contratación que acontece en los bienes exclusivos: yo sólo puedo estar donde tú estás23.

22.

Cfr. LUIGI LOMBARDI VALLAURI, Corso di Filosofia del Diritto, Padua, Milani, 1981, pág. 287.

23.

Ibid., págs. 444 y sigs.

Aunque la empresa nunca puede considerarse angélicamente exenta de tendencias desiderativas, hoy sabemos que su eficacia reside, más bien, en el fomento de las tendencias creativas. El propio impulso de emprender no es, en sí mismo, desiderativo, sino eminentemente efusivo: creativo, expansivo, proyectivo24. El renovado gusto por los relatos épicos — que detectábamos en la sensiblidad posmoderna — está fomentando una rehabilitación de la “moral del héroe”, del valor del riesgo y la aventura, que tan malparado quedó con el puritanismo conservador de la burguesía “desencantadora”. Esto lleva a replantearse la concepción de la economía keynesiana y poskeynesiana, basada en la expansión de la demanda interior, para poner el énfasis en una economía de la oferta. Aunque mi simpatía por la reaganomics sea mínima (planteamientos éticos y políticos de fondo que me han vinculado desde hace años a enfoques socialdeócratas), he de reconocer que me impresiona una nueva interpretación de la esencia del capital que logra desvincularse del neoliberalismo más o menos cínico.

24.

Cfr. GEORGE GILDER, El esplíritu de empresa, Madrid, Espasa-Calpe, 1986.

También aquí nos encontramos con la gran oportunidad posmoderna de conjugar las actividades vitales con las tecnologías del conocimiento. Como dice Naisbitt, “la nueva fuente de poder no es el dinero en las manos de unos pocos, sino la información en las manos de muchos”25; “tenemos por primera vez una economía basada en un recurso que no sólo es renovable, sino autogenerable”26. Tal recurso es el saber. Gilder llega incluso a hablar de un “capital metafísico”, que es la capacidad de saber más, de innovar, de aportar y de crear. Y, por extraño que parezca, el aserto tiene un fundamento antropológico. Porque, como ha señalado Leonardo Polo, la dotación humana de hábitos intelectivos y prácticos representa lo más parecido al capital, que, en cualquier caso, no es la mercancía mostrenca o el puro tener dinero. Hay un movimiento inicial de donación, de ofrenda, en el acto de emprender. Y esas ofrendas “generan progreso económico principalmente porque entrañan un sistema epistemológico, un modo de hacer descubrimientos y explotarlos. Acompañando a cada beneficio visible conseguido por la empresa va un beneficio invisible, en forma de expansión de los conocimientos. Las inversiones son, de hecho, experimentos audaces, y cualquiera que sea el resultado, siempre será informativo”27: una acumulación de información y de experiencia, que son bienes compatibles y compartibles por todos.

25.

NAISBIT, Macrotendencias, ed. cit., pág. 24. 2

26.

Ibid., pág. 32.

27.

GEORGE GILDER, Riqueza y pobreza, Madrid, Instituto de Estudios Económicos, 1984, pág. 53.

El capitalismo liberal — aún dominante- considera que el motor de la economía es un tosco homo oeconomicus, un agente maximizador de la utilidad, calculador de ganancias y pérdidas, galvanizado por los incentivos de poseer cada vez más cosas. Hasta hoy llega la inercia de los planteamientos de Adam Smith, para quien la fuente de la riqueza no son las actividades creadoras de los hombres, sino el deus ex machina del mercado: el gran artilugio de los intercambios, que convertía la ambición y la envidia en un valor económico28. Smith y sus seguidores creen que la riqueza de las naciones surge de una especie de contrato fáustico: un pacto con el diablo, mediante el cual los humanos consiguen riqueza a cambio de ceder a la codicia. El error de Smith — como señala también Gilder — fue fundar su teoría en el mecanismo de los intercambios del mercado, y no en la actividad empresarial que lo hace posible e impulsa su desarrollo. Smith falla en su afán de hacer de la economía política una especie de moral science newtoniana, que convierte ese mecanismo en un completo universo económico, donde apenas hay espacio para la impredecible actividad del hombre. Pero en el corazón del desarrollo económico, de la creación de riqueza, está un ser vivo, no un mecanismo. El mercado sólo proporciona la culminación rutinaria, el desenlace mecánico de un drama vivencial, protagonizado por la creatividad de los empresarios, que dan sin saber lo que van a recibir a cambio, que lanzan empresas a un futuro siempre desconocido29.

28.

Cfr. E. F. SCHUMACHER, Lo pequeño es hermoso, Madrid, Blume, passim.

29.

GILDER, Riqueza y pobreza, ed. cit., págs. 51 y sigs.

Es la efusividad, y no sólo el deseo, lo que mueve — desde dentro y desde abajo — los presuntos “subsistemas” económico y político.

3) Definición de la estrategia. El peligro del management by objectives es convertir el logro de los objetivos en la única medida del éxito de la estrategia, con independencia de si, para conseguirlos, se han respetado o no los criterios básicos — las “políticas” — de la empresa. Separados de sus criterios inspiradores, los objetivos intencionales se degradan en meros resultados fácticos.

El éxito inmediato, como criterio predominante o exclusivo de la eficacia de cualquier organización, revela en seguida su precariedad: lograr resultados a cualquier coste es un coste que ninguna institución se puede permitir.

Desde los valores emergentes, el enfoque es más estético que mecánico: como en el arte, lo importante no es el qué (o el cuánto) sino el cómo. La visión cualitativa es comprensiva y dinámica, mientras que la meramente cuantitativa es inercial. Un progreso mecánico no es una acción: es sólo la vía hacia un resultado que no enriquece las condiciones iniciales.

Los principios de la estrategia empresarial30 comparecen y afirman su vigencia cuando la concepción es más institucional que oportunista. El atenimiento a tales principios — que no constituyen un código fijo, sino el fundamento de un modo de vida — manifiesta un predominio de la cultura sobre la técnica en la interpretación contemporánea de las corporaciones económicas31.

Surge así el interesente concepto de cultura de la empresa32, que significa el estilo cognoscitivo y activo de una corporación, la cual comienza a entenderse como una “provincia finita de sentido” (Schutz). Hay una idiosincrasia de cada institución, amasada de tradiciones y proyectos, que viene a ser como su ethos característico.

30.

Véase KENNETH ANDREWS, El concepto de estrategia de la empresa. Pamplona, EUNSA, 1977.

31.

Cfr. KOSLOWSKI, Die postmoderne Kultur..., ed. cit., págs. 104-108. Véase también: PETER KOSLOWSKI (edit.), Economics and Philosophy, Tubinga, J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), 1985.

32.

Cfr. TERENCE DEAL y ALLEN KENNEDY, Corporate Cultures, Reading (Mass.), Addison-Wesley. 1982.

La experiencia actual demuestra que las empresas con una cultura fuerte — como las japonesas — son más flexibles y tienen mayor capacidad de innovación y adaptación a situaciones cambiantes. Son, a la vez, más estables y más creativas. Asumen una cota superior de riesgo, porque poseen una mayor capacidad de logro y un caudal de recursos intangibles.

He aquí un punto clave de nuestro experimentum crucis: para gestionar una complejidad creciente, las instituciones más dinámicas de la sociedad posindustrial no han recurrido a hacer más complicado su interno sistema organizativo. Por el contrario, han archivado con todos los honores sus organigramas diferenciados ad infinitum, y se han encaminado hacia configuraciones informales, en las que prima la autonomía personal y la mutua ayuda. El mundo vital — el mundo propio (Heimwelt) — se ha revelado fácticamente como el ambiente fértil del que surgen rápidos movimientos adaptativos, respuestas innovadoras, que convierten problemas complejos en oportunidades de acción relativamente simples. La “inteligencia sintiente”, la imaginación creativa, se despega de las iniciales e inventa nuevas condiciones de posibilidad.

Tal producción de sentido no es una artificial maquinación. Es un descubrimiento dialógico — intersubjetivo — de unos principios inspiradores que estaban pre-dados, y que se gradúan desde las normas éticas más pegadas a la naturaleza humana hasta las “políticas” coyunturales. Los principios descubiertos se realizan en la práctica: la consecución de los resultados no tiene por qué dar lugar a “experiencias de discontinuidad”.

4) Consecuencias de la actividad empresarial. Fijarse más en los resultados que en los principios es un defecto de visión al que cabría llamar astigmatismo social. Pero resulta frecuente que tal distorsión perceptiva vaya acompañada de una miopía social: la visión es corta, no alcanza más allá de los propios objetivos y de las cercanas circunstancias.

La nueva sensibilidad pretende rectificar este voluntarismo perceptivo, ampliando y diversificando el campo de visión. Se abre a los escenarios.

Pero ya sabemos que nos topamos de nuevo aquí con un intrincado problema: el de los efectos secundarios. Que no cabe simplificarlo, es algo que pone de relieve Spaemann con una acertada caracterización de los perfiles de la actitud dominante:

... la historia de la humanidad es la historia de la continua resolución de problemas imprevistos provenientes de soluciones anteriores, El problema que aquí se plantea, el de los efectos secundarios de la acción encaminada a un fin, no es nuevo, pero ha adquirido hoy día una nueva dimensión. La absorción a largo plazo de las consecuencias de la acción humana a través de las estructuras previas a nuestra acción, que llamamos naturaleza, no parece tener ya éxito. Los efectos secundarios de la acción humana han adquirido magnitudes que rebasan la capacidad de absorción de la naturaleza. Frente al aspecto de suceso que presenta la acción, parece como si el aspecto intrínseco — el de su finalidad — se volviera cada vez más indiferente (...). Nuevamente parece estar más de actualidad Edipo, sobre el cual recae la responsabilidad de lo que hace sin querer, que Abelardo o Kant, con su definición de la acción por la intención33.

33.

ROBERT SPAEMANN, Crítica de las utopías politicas, Pamplona, EUNSA, 1980, págs. 290-291. He introducido algunos retoques en la traducción, para hacerla más inteligible.

La valoración ascendente de esta situación no pretende retornar al moralismo formalista, ni empeñarse en una crispada “optimación de lo contingente”. Tampoco aspira a una completa transparencia; porque en esa utópica situación de transparencia pura no se vería absolutamente nada. Reconoce luces y sombras, se enfrenta con barreras opacas y admite la inabarcabilidad última de tan complejo panorama. Pero, precisamente por ello, mantiene que, junto a la pretensión de objetos primarios, hoy es imprescindible la previsión de efectos secundarios.

Lo contrario implica la continua presencia del backlash, del efecto de “rebufo” o culatazo, que, por falta de previsión, aboca la búsqueda de lo pretendido a la consecución de su opuesto. Si se desconoce el escenario en el que se opera, toda actuación sobre el entorno puede convertirse en bumerán, que golpea a quien lo lanzó (o perjudica desproporcionadamente a personas, ambientes o instituciones situadas inicialmente al margen del proceso)34.

34.

Cfr. RAYMOND BOUDON, Effects pervers et ordre social, Paris, Presses Universitaires de France, 1977, cap. I.

Y esto es especialmente grave — lo repito de intento — en una época en la que la potencialidad de la técnica presta a la actividad empresarial una incidencia fortísima sobre el medio ambiente, y en la que la densidad de las comunicaciones sociales multiplica los procesos de interacción.

Es significativo que el aumento de la complejidad del entorno haya motivado la ampliación del grado de universalidad de los conocimientos requeridos por los empresarios. Si en los inicios de la revolución industrial el saber predominante era la ingeniería, después se hizo imprescindible un alto nivel de conocimientos económicos. Mientras que ahora — cuando el sector “terciario” (servicios) está penetrando en el área del “cuaternario” (información) — los saberes de tipo humanístico son los más necesarios para los gestores. Sólo la ética permite ponderar una situación poliédrica, de tal manera que se alcance un equilibrio entre el logro de los objetivos pretendidos y la previsión de posibles efectos perversos.

Por eso no es extraño que asistamos a una auténtica explosión de la business ethics. Sólo que la mayoría de esos cientos de libros y artículos sobre ética empresarial se mueven en la pobre alternativa entre deontologismo y consecuencialismo que caracteriza a lo que todavía queda de la moralidad burguesa. Para hacerse cargo de los problemas morales del presente es imprescindible avanzar en la actualización de una ética pluridimensional (no relativista) que logre conjugar, no sólo la ética de la responsabilidad con la ética de la convicción, sino también este par weberiano con las mejores conquistas de la tradición clásica y de la modernidad: la ética natural y los derechos humanos, respectivamente35.

35.

Cfr. PIERPAOLO DONATTI, Risposte alla crisi dello Stato sociale. Le nuove potitiche sociali in prospectiva sociologica, Milán, Franco Angeli, 1984, págs. 264-266.

Pero aún hay que dar un paso más, que corre típicamente por cuenta de la nueva sensibilidad. Como ha señalado Rafael Alvira, la estética está relacionada con la captación de la posible e interna unidad de una situación pluridimensional. La estética aporta una capacidad de percibir y crear la armonía, que es imprescindible para enfrentarse con éxito a situaciones concretas caracterizadas por una complejidad de carácter cognoscitivo o informativo. La calidad estética se refleja hoy en los más diversos aspectos de la actividad empresarial. El acierto en el “diseño” no se refiere sólo a, la imagen superficial de la corporación o a la presentación externa de sus productos. Es preciso “diseñar” armónicamente las relaciones humanas, los procedimientos de producción y control, los canales de venta y distribución, y, muy especialmente, las interacciones de la empresa con su entorno. La valoración de la dimensión estética de las organizaciones presenta un signo ascendente en la sociedad de la comunicación. Es un signo de contemporaneidad.

5) Desarrollo de las personas en la organización. La cultura de una empresa, su estilo cognoscitivo y ético, se traduce, sobre todo, en cómo trata a sus hombres y logra que se perfeccionen: que crezcan y se desarrollen en la corporación. Y, en buena parte, el tipo de desarrollo personal que la organización cultiva depende de los sistemas de promoción interna que tenga establecidos.

En el esquema de los valores dominantes, la promoción consiste en subir de un nivel a otro. Es la línea de rango, que empuja desde abajo hacia arriba, con metas de preponderancia que suscitan la competencia.

Pero esta tendencia — tan natural e inevitable — resulta perversa si no se sintetiza con otro movimiento al que Schein ha llamado involvement: inclusión o sentido de la pertenencia36. Este segundo aspecto — que se distingue del primero como lo vital y solidario se diferencia de lo estructural y jerárquico — es el que tiene hoy un valor emergente.

36.

EDGARD H. SCHEIN, Organizacional Psichology, Englewood Cliffs (N. J.), Prentice-Hall, 3ª ed., 1980, págs. 44-49.

Acudamos a una buena descripción de esta nueva trend:

La inclusión se mueve de afuera hacia adentro: el miembro de la organización que se mueva en esta vía se interioriza en la organización, se compromete gradualmente con ella y queda a ella integrado, como algo que le pertenece y a la que pertenece. Más que preponderancia, busca obtener peso, contar dentro de la empresa (que se cuente con él), ser un factor aglutinante, de concentración y de convocatoria: no quiere estar arriba sino estar en el centro37.

37.

CARLOS LLANO CIFUENTES, “El dilema de las motivaciones”, ed. cit., págs. 21-22.

Es una tendencia que se mueve en el ámbito interno del ser, no en la superficie externa del tener y del aparecer. Es la diferencia en el e el resplandor y el brillo. El resplandor brota de dentro y depende de la persona. El brillo deriva de circunstancias externas al individuo: le hace destacar con ostentación. Y el valor dominante sigue siendo este último: “Nuestra cultura nos educa mal porque valora lo brillante”38.

De nuevo profundas aspiraciones vivenciales vienen a armonizar se con avances tecnológicos. Aunque expuesto, de manera des enfadada y a veces trivial, es muy cierto lo que dice Naisbitt cuando, en la octava de sus megatrends, anuncia el paso de las jerarquías a las redes. La pirámide del esquema organizativo taylorista está siendo demolida.

El fracaso de las jerarquías en la resolución de los problemas de la sociedad obligó a los individuos a hablar unos con otros, y ése fue el principio de las redes (...). Sencillamente expuesto, les redes son individuos hablando unos con otros, compartiendo ideas, información, recursos. Lo importante no es la propia red, el producto acabado, sino el proceso para llegar a él: la comunicación que crea los enlaces entre los individuos y los grupos de individuos39.

38.

LEONARDO POLO, Curso de Teoría del Conocimiento I, Pamplona, EUNSA, 1984, pág.271.

39.

NAISBITT, Macrotendencias, ed, cit., págs. 203 y 206.

Evidentemente, esta difusividad informal está catalizada por la densidad y diversidad de los canales comunicativos. Pero no hay que suponer — como parece hacerlo Naisbitt — que el surgimiento de estas mallas presuponga o conduzca a la disolución de los mundos vitales tradicionales. Sin ellos, las “redes” se verían sometidas a un incremento de artificialidad que las haría banales: muchos hablarían mucho acerca de nada.

6) Actitud ante los impulsos espontáneos. Mientras se siga considerando que la finalidad de la empresa no es más que la ganancia; si se plantean las estrategias desde el punto de vista de los resultados y no desde la perspectiva de los principios; si se da prioridad a los objetivos primarios respecto a las responsabilidades secundarias; si tales son todavía los valores dominantes, entonces no es extraño que las apetencias desiderativas y de rango estén a flor de piel.

La tendencia al disfrute inmediato de gratificaciones sensibles es culturalmente letal. Adormece la capacidad de proyecto, fomenta el conformismo y domestica la disidencia. Se mueve en una espiral descendente, que sume a las personas en el vórtice del hedonismo. “Los lujos del pasado — dice Bell — son constantemente redefinidos como necesidades”40. Acontece así una suerte de mímesis adquisitiva, cuya ambivalencia consiste en que el que tiene más es un modelo al que hay que imitar, y, al mismo tiempo, un rival que provoca resentimiento. La posesión de bienes de consumo posee un fugaz “efecto demostrativo” de ocupar un nivel en la escala social, que siempre es superado por otros, a los cuales hay que igualarse41.

El consumismo se revela, al cabo, como escasamente gratificante. Provoca continuas frustraciones relativas42, fomentadas por una publicidad — especialmente la televisiva — que incide en zonas ambiguas de la afectividad y constituye uno de los aspectos menos airosos de lo que he llamado “sensibilidad posmoderna”.

40.

BELL, Las contradicciones culturales del capitalismo, Madrid, Alianza, 1977, pág. 43.

41.

Cfr. ACHILLE ARDIGÒ, Crisi di governabilitá e mondi vitali, Bolonia, Capelli, 1980, pág. 146. Véanse RENÉ GIRARD, Mesonge romantique et verité romanesque, París, Pluriel (reed.), 1978; y también JEAN PIERRE DUPUY, “Le signe et l'envie”, en P. DUMONCHEL y J. P. DUPUY, L'enfer des choses, París, Seuil, 1979, pág. 58.

42.

Cfr. BOUDON, op. cit., cap. IV.

Tal es, patentemente, la tendencia dominante. La emergente, en cambio, reclama en la producción calidad real y alto nivel estético en el diseño; mientras que en el consumo suscita la selección y, en definitiva, reclama sobriedad: la virtud de la que más necesitados andamos últimamente, según Schumacher43. Si una sensibilidad cabal viene a coincidir con la phronesis, con el buen sentido del hombre bueno que, hace algunos siglos que se conoce la estrecha conexión ese saberse — del que forma parte esencial la synesis, la capacidad de comprensión44 — tiene con la templanza o autodominio: con la sophrosyne.

Especialmente en el ámbito telemático, se ha llegado a hablar de prosumers (actores que producen lo que consumen)45; y ya hay múltiples experimentos de circuitos autogestionados de producción y consumo. Pero, en éste como en otros campos, caeríamos en una nueva retórica del “valor de uso”, si las conductas personales y sociales no acertaran a acoplar los instrumentos tecnológicos a las capacidades éticas.

43.

Cfr. SCHUMACHER, Lo pequeño es hermoso, ed. cit., pasim.

44.

Cfr. GADAMER, Verdad y método, ed. cit., pág. 394.

45.

Véase ALVIN TOFFLER, The Third Wave. Londres, Pan Books, 1981; Previews and Premises, Londres, Pan Books, 1983. Sobre la fenomenología actual del consumo en la vida cotidiana, véase AMANDO DE MIGUEL, “Consumidores y consumidos”, en Ahora mismo..., Madrid, Espasa-Calpe, 1987. págs. 15-30.

En el campo específicamente empresarial, la promoción — hacia afuera — del consumismo cuantitativo, y — hacia adentro — de un sistema hedonista de motivaciones, sigue en la línea del fetichismo de la mercancía.

Las nuevas “oportunidades vitales” nacen de conferir al trabajo su auténtico sentido de servicio y de misión.

2. Principios de la nueva sensibilidad

El recorrido que acabamos de hacer por uno de los territorios supuestamente más “duros” del tecnosistema — el de las organizaciones empresariales — ha ofrecido un resultado relativamente alentador. Nuestra hipótesis inicial, la de una incomunicación fáctica casi total entre tecnoestructura y mundo vital, se ha confirmado como tendencia dominante. Pero hemos podido comprobar con cierto detenimiento qué — de acuerdo con algunos parámetros, seleccionados de un modo más bien intuitivo —, la línea de sutura que andamos buscando emerge en bastantes puntos significativos. Tenemos ya algunos jalones para ir confeccionando un mapa — aún muy provisional — del territorio en el que incide la nueva sensibilidad.

Pero el siguiente paso presenta aún mayores dificultades. Buscar ahora la interna estructura de esa terra incognita es tarea que se asemeja bastante a la de los viejos cartógrafos que, llegados al límite de lo conocido, se limitaban a esbozar vagos contornos y a grabar la inscripción “aquí hay...” cualquier cosa (por ejemplo, ballenas).

Claro aparece que, cuando hablo de “principios de la nueva sensibilidad”, no estoy en condiciones de formalizar axiomas ni de diseñar paradigmas. “Principio” es aquí — más literalmente — algo así como inicio o inspiración. Nos hallamos en el campo de la tópica, es decir, de la localización probable. Al fin y al cabo, es un viejo y buen principio hermenéutico que no se debe exigir el mismo grado de precisión en todas las materias.

Valga esta introducción como inicial captatio benevolentiae en un discurso que, a mucha honra, tiene bastante de retórico. A medida que avanza, lo descriptivo va dejando paso a lo que se pretende que sea prescriptivo. Es decir, que más que de demostrar se trata de persuadir. Juan Bautista Vico goza de mejor salud que Renato Descartes.

Quizá como compensación, el campo elegido para este ejercicio se sitúa seriamente en el nivel fundamental de esta mutación valorativa que estoy analizando. Kant decía que en la propia filosofía ilustrada — a diferencia de lo que pasaba con las elucubraciones dogmáticas de la razón perezosa — “rige la ley del trabajo“: es preciso ganarse un patrimonio con esfuerzo. La centralidad del trabajo, como ha señalado Hannah Arendt, constituye una de las principales señas de identidad de la era moderna.

El crecimiento repentino y espectacular del trabajo desde la posición más baja y menos considerada hasta el rango más elevado, como la más estimada de las actividades humanas, comenzó cuando Locke descubrió que el trabajo es la fuente de toda prosperidad. Continuó su incremento cuando Adam Smith afirmó que el trabajo era la fuente de toda salud. Y alcanzó su culminación en el sistema de trabajo de Marx, donde el trabajo constituía la fuente de toda productividad y la expresión de la misma humanidad del hombre46.

Pero la frustración de las esperanzas puestas en el trabajo es también uno de los más claros síntomas de la vejez de los tiempos nuevos. Como de costumbre, el choque con la paradoja es inevitable a la hora de enjuiciar el proyecto moderno. La misma pensadora — entre irónica y melancólica — dibuja los rasgos del efecto perverso:

La demanda universal de felicidad y la infelicidad creciente en nuestra sociedad (dos caras de la misma moneda) son las señales más persuasivas de que hemos empezado a vivir en una sociedad de trabajo a la que le falta el suficiente para mantenerla satisfecha. Porque sólo el animal laborans, y no el artista o el hombre de acción, ha pedido alguna vez ser feliz o pensó que los hombres mortales pudieran ser felices47.

46.

HANNAH ARENDT, The Human Condition. Chicago, University of Chicago Press, 1958, pág. 134.

47.

Ibid., pág. 84.

La felicidad, en sentido moderno, se desvincula de la virtud. Para los clásicos, la eudaimonia no era el “resultado” de algún modo estereotipado de proceder, sino más bien el “premio” a una manera de vivir y, en definitiva, de ser. La eudaimonia es una condición estable, que abarca toda la vida, y que depende del propio daimon, del genio de cada uno, que le viene dado por algún misterioso designio. No es que el hombre no pueda hacer nada por ser feliz. Sí que puede, y nada menos que vivir bien, es decir, practicar la virtud y aspirar a la contemplación. Pero el logro de la eudaimonía no es fruto del esfuerzo programado, sino que tiene la índole de un regalo inmerecido, de una bendición. Y, desde luego, pertenece al acervo de una sabiduría ancestral que la felicidad plena no es cosa de esta vida.

Para los modernos, en cambio, la felicidad se consigue con el esfuerzo por transformar el mundo, de tal forma que colme las necesidades humanas. Ya no es algo que se espera recibir, sino que activa y autónomamente se alcanza por el trabajo. Esta actitud titánica, fáustica incluso, está estrechamente vinculada con la concepción mecanicista del mundo, que, como hemos visto, implica la homogeneidad de la experiencia científica y la completa disponibilidad o plasticidad de la materia física.

La sociedad — en el sentido de Arendt- adquiere la configuración hegeliana de un sistema de las necesidades, y está sometida a ritmos metabólicos, que confieren al afán de transformación y de progreso un aire inevitablemente melancólico y triste. Como ha subrayado Josef Pieper en tantas de sus obras, el mundo totalitario del trabajo es incompatible con el espíritu de la fiesta, el cual abre un espacio libre para que lo sacro comparezca en el mundo laboral. El “laborocentrismo” es la profanidad cerrada. Pero su autosuficiencia, como la de toda hybris, está destinada a un castigo inmanente.

El fenómeno actual del paro, junto con todas las desazones que lo rodean, es el símbolo de ese malestar que la búsqueda de un bienestar unívoco inevitablemente genera. Como sintetiza un reciente informe en la actualidad:

lo que se destaca es un conjunto borroso de paradojas. En primer lugar, la sociedad parece prometer lo que no puede proporcionar. Todos los gobiernos están comprometidos en el pleno empleo, pero durante los pasados diez años han tenido que ver cómo crecían las cifras de desempleo. En segundo lugar, mientras el pueblo anhela trabajo, hay un montón de cosas que se quedan por hacer. La falta de personas cualificadas se ha extendido de manera general en ciertos tipos de trabajo, y las vacantes permanecen sin cubrir (...). Las calles podrían ser limpiadas más a fondo, los autobuses podrían pasar con mayor frecuencia, los niños podrían recibir en señanzas más intensivas y los ancianos podrían recibir mejores cuidados. En tercer lugar, queremos trabajo, pero no siempre nos gusta. Hay muchos que consideran que el trabajo es degradante y desagradable. Hay (...) millones de personas que cambian de trabajo cada año, y muchas de ellas se sienten insatisfechas con él. En cuarto lugar, decimos que trabajamos sólo para vivir, pero no podemos vivir sin el trabajo. El ocio sin un trabajo que le haga contraste es algo que para muchos carece de todo atractivo. La vida sin trabajo les deja sin objetivos y sin identidad48.

48.

CHARLES HANDY, El futuro del trabajo humano, Barcelona, Ariel, 1986, pág. 11.

Piensan algunos que la causa de estos desarreglos y contraefectos es que la sociedad del trabajo ha durado más tiempo del debido, y que hemos de encaminarnos hacia una época poslaboral, en la que ordenadores y máquinas robotizadas harán la faena, mientras los humanos se entregan a la dispersión lúdica.

Pero el fin de la sociedad del trabajo es una utopía y, además, una utopía indeseable. Con todas sus ambigüedades e internas quiebras, la alta valoración del trabajo y la configuración de un ethos profesional son conquistas de la modernidad que deben considerarse irreversibles. Ciertamente, el surgimiento de la posibilidad de saturación es un fenómeno históricamente nuevo y todavía insuficientemente explorado49. Detectar los límites del crecimiento productivo y comunicativo hace posible una nueva orientación cultural de la sociedad, que queda reflejada en algunos rasgos de la sensibilidad posmoderna. Pero, como ha señalado Koslowski, el problema de la saturación no cambia del todo la “lógica” de la sociedad del trabajo. El mantenimiento de nuestros actuales niveles de desarrollo — al que ni los “alternativos” más radicales quieren seriamente renunciar — no tiene una índole inercial. Y el esfuerzo humano que requiere es aún mayor si pretendemos que disminuya la degradación del ambiente y la complejidad llegue a ser gobernable.

49.

Cfr. J. FALKINGER, Sättigung. Moralische und psychologische Grenzen des Wachstums, Tubinga, J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), 1986.

Mantener un alto nivel en la técnica, en la economía y en la cultura es casi tan trabajoso como alcanzarlo por primera vez50. Los continuos ajustes e innovaciones que exige mantener en vilo la contemporaneidad no pueden dejarse para las máquinas: demandan la intervención estable de la inteligencia creativa, que sólo brilla en el sujeto humano.

No debemos pretender liberarnos del trabajo, sino liberarnos para llegar a realizar un trabajo pleno de sentido51. Porque, siendo el hombre, como dice Polo, el perfeccionador perfeccionable, un mundo sin trabajo, en el que cupiera la veleidad pura, ofrecería una visión de horror, carecería de sentido. La antropología contemporánea y la actual teología cristiana de la existencia secular52 han profundizado en las raíces ontológicas del trabajo hasta llegar a concebirlo como activa y responsable participación en la obra creadora de Dios. No se trata, pues, de una vana abolición del trabajo, sino de los intentos por rescatar al trabajo de su exterioridad mecánica y vitalizarlo de un modo que puede resultar históricamente inédito.

50.

KOSLOWSKI, Die postmoderne Kultur..., ed. cit.. págs. 112-113.

51.

Ibid., pág. 113.

52.

Véase PEDRO RODRIGUEZ, Vocación, trabajo, contemplación, Pamplona, EUNSA, 1986.

Una visión histórica del trabajo humano nos llevaría a advertir que la división de las tareas ha conducido a un progresivo alejamiento del productor individual respecto al producto final. Marx vio en este desgarramiento la principal causa de la humana alienación. Las relaciones de producción que regían en la sociedad industrial capitalista de su tiempo originaban una enajenación total del trabajador, que dejaba de ser suyo para pertenecer a otro: perdía el dominio de sí, se le desposeía de sí mismo. Pero, bien mirado, el nivel de enajenación que Marx detectó no tenía la profundidad ni el carácter totalizante que él le atribuía. Cuando el trabajador se objetiva de algún modo en el producto y se le sustrae una parte de su precio, lo que se produce es una enajenación periférica, en el orden del resultado económico.

Al sustraerle al trabajador el precio del producto se le enajena de algo, no de sí mismo, por más que dependa en su ser de algo enajenado, y por más que sea injusta la sustracción, en el caso de haberla. El identificar al productor con el producto, por importante que éste sea, es la gran debilidad antropológica del marxismo53.

Hay otro nivel más penetrante y amplio de enajenación. Acontece cuando el operario no interviene de ningún modo en la dirección del trabajo productivo, de suerte que su trabajos — que debería ser expresión de su personalidad — consiste en la mera efectuación de una meta señalada por otro: es la enajenación radical en el orden del fin54.

53.

CARLOS LLANO CIFUENTES. Análisis de la acción directiva, ed. cit., pág. 61.

54.

Ibidem.

Como ha señalado Tomás Calleja, la difusión de las actuales tecnologías informáticas puede conducir a una situación laboral en la que el alejamiento material del producto último respecto al productor y la no “visualización” de la mecánica productiva faciliten una superación de ese segundo y más profundo nivel de enajenación: el trabajador podrá concentrarse en actuar directamente sobre la dirección del proceso productivo y la fijación de sus finalidades. El trabajo se hará más abstracto, se pasará continuamente de la representación simbólica de la realidad a la realidad misma55; pero ello no podrá implicar un determinismo tecnológico, sino un mayor énfasis en los aspectos de intelección y decisión: una creciente humanización del trabajo.

55.

Cfr. YVES LASFARGUE, “Peut-on agir sur les métiers de demáin?”, en Prospective 2005, Paris, Europrospective, 1987, pág. 5.

Esta perspectiva contemporánea del trabajo es la que empieza a ser acogida por la nueva sensibilidad. Sus principios, como decía, son criterios inspiradores de un nuevo modo de trabajar. En ellos, la percepción de las tendencias actuales se considera en la línea de su posible futurición. Por eso, su consideración debe tener especialmente en cuenta los problemas y las mentalidades de la juventud actual, cuya “subcultura” está, según vimos, estrechamente vinculada a la sensibilidad posmoderna y, en especial, a los “movimientos divergentes”56. En una primera adivinación, estimo que esas valoraciones ascendentes pueden quedar reflejadas en los siguientes cinco principios:
       1) Principio de gradualidad;
       2) Principio de pluralismo;
       3) Principio de complementariedad;
       4) Principio de integralidad;
       5) Principio de solidaridad.

Examinemos brevemente cada uno de ellos57.

56.

Véase ALEJANDRO LLANO, “Juventud y trabajo”, en Familia y trabajo. Actas del Congreso Internacional de la Familia, Fondation Internationale de la Famille, págs. 80-87.

57.

Reconozco agradecido mi amplia deuda para con Jesús Ballesteros, especialmente en los tratamientos que siguen. Además de la síntesis de su pensamiento en su articulo “Hacia un modo de pensar ecológico”, ya citado, tendría que referirme a numerosas conversaciones, en las que Ballesteros me hizo participar de inquietudes e ideas que espero queden pronto recogidas en una importante publicación sobre la posmodernidad, que el profesor de la Universidad de Valencia está preparando desde hace años. Cfr. ALEJANDRO LLANO, “El hombre y el trabajo”, en El paro, el hombre, la economía, Madrid, IESE, 1986, págs. 81-89.

1) Principio de gradualidad. El racionalismo moderno nos ha acostumbrado a ver la realidad “en blanco y negro”. Por eso es implacable. No advierte que casi todas las cosas humanas admiten grados, matices, variedades y variaciones. Tal actitud de todo o nada es excluyente. Las personas o los pueblos que no sean capaces de estar en la vanguardia del supuesto progreso científico y técnico quedan marginados de la dinámica social, en la cuneta del subdesarrollo o del paro. Son los “nuevos pobres”.

El principio de gradualidad, tal como acontece en una sensibilidad que quiere ser contemporánea, se hace cargo, en primer lugar, de la graduación histórica, cuya postergación ya consideramos como una de las principales paradojas de la modernidad. “Estar al día” es uno de los imperativos de la mentalidad dominante. Pero “la altura de los tiempos” no es una distancia espacialmente medible, que apunte a un lugar estático en el que hubiera que entrar. Adoptar tal concepción equivaldría a apresurarse para coger un tren parado, en vía muerta. No, el ajuste contemporáneo es el logro de una inserción dinámica en la tradición del saber. Para alcanzarlo es preciso “descosificar” la tradición: advertir que la ciencia y la tecnología actuales proceden de una larga historia del pensamiento humano; que no son “cosas”, resultado inerte de un proceso mecánico carente de sentido y finalidad, sino expresiones de la libre vida de la inteligencia humana. Por utilizar una vieja metáfora, nosotros somos de pequeña estatura, pero podemos subirnos a hombros de gigantes y, desde allí, ver más lejos que ellos. El saber es un empeño histórico, una aportación a la que, en diversos grados, todos podemos contribuir (Leonardo Polo).

El nuevo modo de trabajar difumina las fronteras entre el aprendizaje y la profesión58. Si el aprendizaje se aísla del mundo del trabajo — como acontece en el academicismo vacío — se produce una “conciencia reificada” de la realidad, la cual no penetra en la vida del que aprende. Y el aprendiz se estabiliza en alumno casi perpetuo: los “ritos de iniciación” — en forma de evaluaciones, exámenes, oposiciones y concursos — se prolongan hasta bien entrada la madurez biológica, es decir, hasta que el saber adquirido se ha tornado ya “obsoleto” y no hay reciclaje posible. El proceso ad infinitum de una formación pasiva, y el repulsivo fetichismo de grados y posgrados, necesarios para llegar a ser por poco tiempo “socialmente productivos”, desalientan a muchos jóvenes actuales, que optan por regresar a formas ahistóricas de asociación o, simplemente, se automarginan.

58.

Cfr. HANDY, El futuro del trabajo humano, ed. cit., págs. 181-210.

La nueva sensibilidad detecta la necesidad perentoria de una simbiosis educativa constante, porque, sorprendentemente, dependemos cada vez más de la tradición (como presienten los lectores de historias y cuentos). El futuro no es asequible sin la tradición59: no lo ha sido nunca, y hoy menos que nunca. De ahí también — y éste era un rasgo sobresaliente en la rebelión estudiantil de 1968 — la sospecha contra los mandarines, contra los que detentan el saber para el propio prestigio y provecho, en lugar de ponerlo generosamente al servicio de los que comienzan a abrirse a la vida social. Enseñar no es humillar: enseñar es servir. Y aprender no implica dejar de pensar por cuenta propia: aprender es la forma básica de participación.

59.

La fundamental obra de GADAMER, Verdad y método, contiene valiosas apreciaciones sobre el papel de la tradición en toda comprensión histórica, así como una aguda crítica del “prejuicio contra los prejuicios”, típico de la Ilustración.

La dominante ausencia de gradualidad convierte hoy al relevo generacional en un problema sumamente agudo (enmascarado por el culto a las formas juveniles de existencia y degenerado en el desprecio a la vejez). Pero esta dificultad de la inserción social revela — por contragolpe — un rasgo emergente de la nueva época, que ha de ser la de una sociedad del saber compartido, en la que la enseñanza será el servicio fundamental.

Lo que se propone aquí no es una suerte de “neopaternalismo”. Se propugna lo que Leonardo Polo ha llamado la “sensibilidad antiedípica”, es decir, la superación del rechazo del padre; la despedida de la inmadurez moderna, en la cual parece ignorarse que no hay fraternité sin filiación; el abandono de ese infantilismo progresista que implica la rebelión ante el que sabe más.

Pero nada más odioso que el “racismo intelectual”. Porque lo cierto es que, en algún aspecto, todos saben más. Es éste un rasgo de la forma actual de trabajar, que está toscamente reflejado en la mencionada tendencia a sustituir las jerarquías por las redes60. En realidad, el intento de sustituir completamente el poder por la “comunicación libre de dominio” — como pretende Habermas — es utópico y tiende a degenerar en nuevas formas de despotismo ilustrado61.

60.

Cfr. NAISBITT, Macrotendencias, ed. cit., págs. 203-218.

61.

Es muy ilustrativa, en este sentido, la polémica entre Habermas y Spaemann, recogida en la citada obra de este último Critica de las utopías políticas, págs. 223-247.

No todo poder es injusto. Y es preciso, además, tener en cuenta la distinción entre auctoritas y potestas, brillantemente actualizada por Alvaro d'Ors. La auctoritas es el prestigio del saber públicamente reconocido. Y lo que oscuramente se está adivinando es que, en la organización del trabajo, la autoridad tiende hoy a primar sobre la potestad. Las relaciones de poder en las organizaciones vendrán dadas por los lenguajes que cada uno de sus miembros sea capaz de elaborar y de comprender (Tomás Calleja). Se crea así una gradualidad jerárquica, basada más en la competencia comunicativa que en la competencia técnica. Cada uno debe ser capaz de emitir mensajes que entiendan sus “superiores” y sus “inferiores”; y, a la vez, entender él mismo los mensajes que vengan de “arriba” y los que vengan de “abajo” (relativizadas por las comillas las metáforas de localización espacial). El que obedece, también manda: porque él sabe más de lo que hace que aquel que le ordena hacerlo; de manera que, al obedecer, está mandando al que le manda. Se trata claramente de circuitos de retroalimentación. La racionalidad cibernética es mucho más flexible que la racionalidad matemática: admite una gradualidad dinámica.

Y si del plano microsociológico pasamos al macrosociológico, advertiremos que nos encaminamos hacia una gradualización internacional del trabajo. No en el siniestro sentido de que haya “países-basurero” a los que queda relegado el trabajo sucio, sino en el sentido de esa valoración ascendente de las técnicas intermedias, a las que se refiere Schumacher. El que es capaz de hacer “lo más”, no siempre es capaz de hacer “lo menos”. Una cultura tradicional puede ser, para determinados trabajos, un ambiente más fértil que una cultura ultratecnológica. Sociedades aparentemente “retrasadas” pueden hallarse menos lastradas para enlazar con planteamientos innovadores. La carga de la reconversión puede hacerse demasiado pesada. Baste recordar que Japón estaba catalogado en 1965 por la OCDE como un país subdesarrollado62 ... Puede ser que la dialéctica Norte/Sur haya comenzado a invertir sus relaciones de preponderancia. Mientras que el norte de Alemania se empobrece por las hipotecas de la industria pesada, Baviera ha conseguido que su tradición cultural y su riqueza humana conecten casi en directo con el sector “cuaternario”. E Italia — con ágil recurso a su capacidad de diseño y su “programada” economia sommersa — ya ha adelantado económicamente a Fracia e Inglaterra. (Sirva esto también de aviso y aliento para los españoles.)

62.

Cfr. ARCHIER y SERIEUX, La empresa del tercer tipo..., ed. cit.

Una última reflexión, cordialmente dirigida contra los yuppies. Como repite un amigo mío, todo triunfo es prematuro. La diosa Némesis — en forma de mímesis competitiva — poco tarda en vengarse. No hay destino más cruel que el de estar condenado al éxito. ¡Pobres winners!

2) Principio de pluralismo. Pluralismo, sí, porque son muchas y diversas las maneras como se puede trabajar. Frente a ese cosmopolitismo frío, de aeropuerto internacional y hamburguesería, la nueva sensibilidad está descubriendo el sentido de la diferencia. Ballesteros ha señalado que la posmodernidad propugna una menor desigualdad económica y una mayor diversidad cultural. Lo más valioso y dinámico es lo más propio: el genio de cada pueblo y el carácter de cada persona.

El panorama del trabajo social se está enriqueciendo con soluciones “alternativas”, que tienden a borrar la frontera trabajo/no trabajo63; o mejor: que empiezan a distinguir entre trabajo y empleo. Por otra parte, no todos los empleos tienen por qué adecuarse a la clásica fórmula de las 100.000 horas (47 horas por semana, durante 47 semanas al año, durante 47 años de trabajo): puede haber — y de hecho ya hay — semanas laborales más cortas, años laborales más cortos y vidas laborales más cortas64. El discurso sobre las “nuevas profesiones” ha entrado ya en los arrabales del lugar común.

63.

Cfr. LASFARGUE, “Peut-on agir sur les métiers de demain?”. ed. cit., pág. 6.

64.

Cfr. HANDY, El futuro del trabajo humano. ed. cit. págs, 90-98.

Lo que es sustanivo en este punto es el pluralismo metodológico. Heidegger dijo en cierta ocasión que un lema aristotélico — “el ser se dice de muchas maneras” — había sido su primer hilo conductor en filosofía. Al final veremos cómo la nueva sensibilidad puede sintetizarse en esta voz: analogía. El pensar analógico implica que cada una de las diferentes regiones de lo real tiene una “lógica” propia. Y eso es lo que sucede en el mundo del trabajo.

El exclusivismo del trabajo reglado y productivo de mercancías se corresponde con la univocidad de la razón calculadora. El economicismo lo reduce todo al plano horizontal del tecnosistema, sin tener en cuenta sus relaciones verticales con el mundo vital. Además de que no todo trabajo se inserta en la economía productiva, los propios quehaceres productivos tienen una pluralidad de dimensiones que responden a diferentes “lógicas”. La productividad es, desde luego, una dimensión relevante. Pero no lo son menos la salud, la seguridad, la formación continuada, las implicaciones familiares o las actitudes culturales.

Esta multiplicidad de instancias suscita redundancias, solapamientos y coincidencias. Y es que, realmente, el orden no pasa de ser un límite del desorden. Es preciso reconocer un espacio para el desorden65, siempre que se admita que no prima sobre el orden. La realidad del desorden implica la inevitable presencia de lo azaroso, que de algún modo habrá que gestionar66. Ya se dispone de modelos matemáticos y técnicas estadísticas que contribuyen a formalizar la complejidad y a penetrar en panoramas borrosos. Pero el camino para tratar vitalmente con lo complejo y contingente no es el de la razón teórica, sino el de la razón práctica. Su rehabilitación — ética, retórica y poética — es uno de los más sólidos fundamentos filosóficos de la nueva sensibilidad.

65.

Cfr. RAYMOND BOUDON. La place du désordre. Critique des théories du changement social, París, Presses Universitaires de France, 1984, cap. VII.

66.

Cfr. GINER, El destino de la libertad..., ed. cit., págs. 147-152.

Ballesteros ha destacado la vertiente ascendente de la diversificación metodológica:

Hay por de pronto una conciencia de la superación de lo que podría llamarse modo de pensar algebraico o logicista, que habría tenido su origen en Viéte o Galileo y que, al atender tan sólo a lo formal o exacto, se habría establecido a partir del olvido del Lebenswelt, del mundo de la vida. Por ello ya Husserl había subrayado que Galileo es un autor que descubre pero al mismo tiempo oculta. La atención al contexto llevaría a recuperar, frente al mundo de la precisión, el mundo del más o memos, por utilizar la terminología de Koyré, el genial estudioso de la teoría de la ciencia, discípulo de Husserl. Se trataría por tanto de volver a encontrar la virtud de la prudencia — desgraciadamente marginada durante la modernidad —, cuya característica fundamental es moverse en el plano de lo contingente y atender a las circunstancias. O lo que es lo mismo, de rehabilitar el esprit de finesse pascaliano, inasequible a los sólo geómetras que no ven lo que tienen delante (Pensamientos, 111). Frente a la lógica simbólica y a la razón calculadora, propias del cerebro izquierdo, que recurre constantemente a definiciones y razonamientos, es necesario destacar la importancia de ver la realidad en un solo golpe de vista, como pedía Pascal. De ahí la atención a la música, a la orquesta como modo de conocimiento, a la posibilidad de configuraciones globales propias del cerebro derecho67.

Esta diversificación de formas de racionalidad68 encuentra una base ontológica en el realismo pluralista, que es como el negativo de la segmentación entrópica. Hay, ya lo dije, una segmentación positiva, la cual consiste en el reconocimiento y la armonización posible de procesos heterogéneos que se interfieren. Y hemos insistido suficientemente en que la institucionalización es la forma pluralista y vitalmente enraizada de reducir la complejidad.

67.

JESÚS BALLESTEROS, “Hacia un modo de pensar ecológico”, en Anuario Filosófico, XVIII-2, 1985, pág. 172.

68.

Cfr. KARL-OTTO APEL, Estudios éticos, Barcelona, Alfa, 1986.

Tal valoración ascendente del pluralismo puede contrarrestar el “maltusianismo laboral” y hacer que disminuya el número de los que quedan descolgados de la productividad social. No todos tienen que servir para lo mismo: esa mala concentración de esfuerzos es la que genera los fenómenos de saturación, cuyo envés viene dado por los fenómenos de discontinuidad.

También en este punto aparece clara la ambivalencia de la informatización. Si la electrónica proporciona filtros y no cauces — según la distinción de Julián Marías —, la homogeneización será aún mayor. Pero, de suyo, las tecnologías del conocimiento son instrumentos posibles para una gestión del pluralismo.

3) Principio de complementariedad. El ser no es unívoco, sino complementario. La realidad es plural y armónica: no está hecha de una sola trama ni es unidimensional. Frente a la dominante estrategia del conflicto, que confunde lo que es distinto con lo que es contrario, asciende otro modo de pensar que no es excluyente, sino que afirma la composibilidad de las diferencias. La mayor parte de las posibilidades no son mutuamente excluyentes, sino que son componibles, complementarias.

Como ha señalado Ballesteros:

... la modernidad se caracterizaría desde este punto de vista por haber convertido erróneamente relaciones de distinción y complementariedad, como las que deben darse entre organismos y entorno, entre hombre y mujer, entre razón y entendimiento, entre mente y cuerpo, entre nosotros y los otros, en relaciones de oposición, entre las que sólo cabría la alternativa, la disyunción... El pensamiento tecnológico habría llevado a ver el mundo como el jardín de los senderos que se bifurcan (Borges), cuando lo cierto es que una visión correcta de la superviviencia humana de la vida misma obligaría a ver tales senderos como concurrentes69.

El auténtico pensamiento filosófico se encuentra otra vez con la sociología de consumo. Porque una de las megatrends es justamente ésta: “De las alternativas mutuamente excluyentes a las opciones múltiples”70. Y esto, como ya sabemos, vale especialmente para el mapa del trabajo. La alternativa excluyente casa/empleo tiende a disolverse: nueve millones de norteamericanos tienen un empleo formal en su propio domicilio. Si se trabaja ante una terminal de ordenador, o se esculpe en madera, o se acaban prendas de última moda, nada impide hacerlo en el hogar, atendiendo de vez en cuando a los niños pequeños, respondiendo al teléfono o vigilando el punto del asado. Todo lo cual no tiene por qué quedar reservado las mujeres. Entre otras cosas, porque ya hay miles de varones que comparten un único puesto de trabajo con su esposa (o con un vecino).

69.

BALLESTEROS, “Hacia un modo de pensar ecológico”, ed. cit.. pág. 173.

70.

NAISBITT, Macrotendencias, ed. cit., págs. 243 y sigs.

La fenomenología del asunto es entretenida y sus implicaciones sociales difíciles de exagerar. Las interacciones entre sistema y mundo vital aumentan y la sobrecarga de las estructuras disminuye. Crecen las posibilidades del mutualismo y de la self-help. Los servicios asistenciales de la Seguridad Social, por ejemplo, mejorarían considerablemente si muchas atenciones se realizaran en el propio domicilio, por personas cercanas y queridas (y, en cualquier caso, resultaría más barato).

Pero no procede extenderse ahora en estos aspectos descriptivos. Quisiera indagar el aspecto principial de este rasgo ascendente de la nueva sensibilidad. Y ese fundamento se encuentra justamente en la valoración de lo complementario, que a partir de ahora tomo, más bien, en el sentido de suplementario.

Suplementar es añadir, incrementar, completar, ayudar. El racionalismo tenía una clara tendencia sustancialista: se orientaba hacia la res (extensa o cogitans), mientras reprochaba a los escolásticos que hubieran poblado el mundo de sus especulaciones con una innecesaria maraña de accidentes, que eran algo así como retoños y concomitancias del ser. Las cualidades secundarias — es decir, las cualidades tout court — se tenían por meros estados subjetivos, y no como realidades que poseyeran una relativa consistencia. De ahí que los hábitos — uno de los tipos de las cualidades — se esfumen del panorama antropológico. Es la conciencia reificante, que da lugar al cosismo.

La superación dinámica de la reificación conduce a advertir que “accidental” no equivale a “irrelevante”. Por eso consigue recuperar lo cualitativo, el sentido de las texturas y de las situaciones; y, sobre todo, la realidad de la acción, en el sentido de praxis. Esa acción que consiste en “saberse“ o “decidirse“ añade algo decisivo a la sustancia personal. Es un fomento.

El Estado moderno tendió a cambiar el fomento por la sustitución. No es extraño entonces que la teoría política de inspiración clásica clame — casi siempre en el desierto — por la recuperación del principio de subsidiariedad. Subsidium es ayuda que suplementa las capacidades autónomas de las organizaciones más cercanas al mundo vital, facilitando la dinámica que va desde abajo hasta arriba, en lugar de suplantarla o simularla por la que se extiende capilarmente desde arriba hasta abajo.

Esa valoración de la emergencia autónoma resuena en todos los ámbitos de la nueva sensibilidad, y especialmente en el aprecio que hace de las profesiones que consisten en cuidar.

El cuidado es una tesitura de extraordinaria riqueza antropológica, como Heidegger vislumbró. Cuidado es atención, respeto, ayuda. El que adopta esta actitud de epimeleia no pretende irrumpir agresivamente en la realidad, sino “dejarla ser”, cultivarla para que crezca. Ciertamente, también se pueden cuidar las cosas, pero quizá sólo las vivas, con las que cabe una cierta comunicación empática. Y así, un personaje de Giorgio Bassani se refiere a los árboles del jardín de los Finzi-Contini como “i grandi, i quieti, i forti, i pensierosi”71. Llamar pensativos a los árboles añejos es un buen antropomorfismo. Aunque quizá no haya que llegar a los extremos de la señora de la casa, en La Mansión de Edward Foster, que se enamoró de un viejo olmo. Porque quien merece cuidado por sí misma, como algo insustituible, es la persona humana, precisamente porque es un ser valioso en sí mismo: digno. Cuidar a otro, insisto, no es sustituirle: es ayudarle. No consiste en someterle a pautas de conducta extrañas a él, sino en contribuir a la realización de su proyecto personal. De aquí que, para cuidar, sea preciso comprender: adoptar una actitud de simpatía, de pathos compartido. El comprender es la más alta forma de donación, porque no se regala una cosa objetivable sino algo de la propia vida. Comprender es “hacerse cargo”, es decir, condividir la carga que el otro lleva. Lo cual exige mirar por los detalles y matices que tonalizan una auténtica situación vital.

71.

GIORGIO BASSANI, El jardín de los Finzi-Contini. Barcelona, Seix Barral, 1973, pág. 95.

Una profesión así es la enseñanza, entendida como paideia, y no como presuntuosa ilustración. El que educa no es el protagonista del drama. Su acción no es la esencial en el proceso formativo. El maestro vela por el discípulo, fomenta sus capacidades y apuntala sus deficiencias. Cuida de él, se adecua a su tiempo existencial, le ayuda a crecer. Muchos ejemplos se podrían poner de profesiones que reúnen tales características. Pero entre tordas quisiera destacar la enfermería, porque — además de su explícita índole complementaria y cuidadosa — se ocupa de una situación humana que hace pendant con la de cuidado: el dolor. El dolor humano, la decadencia corporal, son fenómenos que revelan esa misteriosa profundidad del mal que, de un modo u otro, hiere a todo hombre. De ahí que la enfermedad sea un kairós existencial, una oportunidad única para profundizar en las raíces de lo más humano del hombre.

Al objetivismo dominante todo esto se le antoja un decadente sentimentalismo. Pero, sobre todo entre los jóvenes, emerge la convicción de que estas dedicaciones “valen la pena”. Presienten que la misericordia es de una riqueza antropológica incomparablemente mayor que la de la eficiencia. Y me atrevo a añadir — aun sabiendo a lo que me arriesgo — que las mujeres son especialmente capaces para comprender la hondura misteriosa que se esconde en el que sufre en silencio. Además de Edith Stein, a quien luego me referiré, fue quizá Gertrud von Le Fort quien en nuestro siglo comprendió con mayor penetración que la sensibilidad nueva estaba esencialmente vinculada al redescubrimiento del valor de lo femenino72.

72.

GERTRUD VON LE FORT, La mujer eterna, Madrid, Rialp, 3ª ed., 1965.

Dahrendorf ha visto bien la conexión existente entre las innovaciones históricas y la conjugación de factores complementarios.

El elemento decisivo de la existencia humana no es el aburrimiento o el retorno de lo igual, sino la inquietud producida por la posibilidad continua de lo nuevo73.

Lo nuevo no surge del pensamiento repetitivo, de una combinatoria variable de elementos constantes, sino del pensamiento heurístico, que ve fulgurar lo emergente en una situación compleja, la cual se convierte así en una oportunidad vital.

La combinación específica de acciones y ligaduras, de posibilidades de elección y de vínculos, que son los constituyentes de las oportunidades vitales humanas en la sociedad, es el substrato cuyas formas permiten valorar un setido determinado de la historia74.

73.

RALF DAHRENDORF, Oportunidades vitales. Notas para una teoría social y política, Madrid, Espasa-Calpe, 1983, pág. 26.

74.

Ibid., pág. 27.

La oportunidad histórica de resolver — o paliar, al menos — el problema del paro procede de inaugurar un modo dialógico (no dialéctico) de pensar, en el que se abandone el exclusivismo de la disyunción excluyente (aut), para acogerse a la disyunción compatible (vel). El ochenta por ciento de esos millones de puestos de trabajo creados en Estados Unidos pertenecen a empresas pequeñas, del sector de servicios, en las que se utilizan desde procedimientos completamente artesanales hasta las más sofisticadas técnicas informáticas, o ambas cosas a la vez.

Los signos de los tiempos, con su ascendente valoración de lo complementario, anuncian un despliegue aún más amplio del área de los servicios, característico de la sociedad posindustrial. Pero hemos de descubrir qué significa, hondamente, servicio. Servicio no es una prestación anónima y estereotipada, sino la ayuda a una persona de carne y hueso, con nombre y con rostro. No es una cosa que se da a uno, sino una persona que se entrega de algún modo a otra. Trabajar es, ante todo, servir. El que logra servir es el que de verdad “triunfa” en la vida.

4) Principio de integralidad. Frente a la reducción moderna del trabajo humano a su dimensión tecnológica y a su estricta funcionalidad, la nueva sensibilidad pugna por abrirse a la amplitud integral de las diversas facetas y perspectivas de la vida humana. No se agota el hombre en la fría objetividad de lo mensurable, no está — todo entero — incrustado en el proceso de la producción y del consumo. Es capaz de esforzarse, de crear y de gozar, en otras dimensiones de la existencia, cuyo valor no es instrumental, sino intrínseco.

A ello se refería quizá Edmund Burke cuando, en los albores de la revolución industrial, hablaba de “la no comprada gracia de la vida”. Además de lo que se compra y se vende, está lo que se regala y se acepta: el don del amor y de la amistad, el sentido del perdón y de la plegaria, el intenso y sereno disfrute del bosque otoñal o de la tertulia casera. Junto a la eficacia, está la ternura; más allá del cumplimiento de objetivos, está la capacidad de invención; uno puede escribir informes, pero también le cabe leer cuentos.

El hombre es una realidad compleja y unitaria, que no debe astillarse en actividades dispersas. Para lograr una nueva integración del hombre — en sí mismo, en la sociedad, en la naturaleza — es preciso superar la fragmentación y sectorialización de las especialidades científicas, que componen lo que Polo llama “la nueva Babel”. En rigor, el especialismo supone retraso, porque implica el desajuste con la presente altura del saber. La contemporaneidad exige la articulación pluridimensional y universal del saber.

La frontera más incitante de la contemporaneidad es el logro de una auténtica interdisciplinariedad. Y aquí sí que es cierto el riesgo de caer en una retórica dominante. Imprimir en las ciencias una dinámica de integración excluye conformarse con el mosaico resultante de aportaciones inconexas, tal como suele acontecer en toda esa ristra de mesas redondas y “paneles” con la que nos torturan los organizadores de “actividades culturales”. El diálogo interdisciplinar ha de hacerse más riguroso gracias a un afinamiento de las metodologías, que va desde el aprovechamiento razonable de los sistemas cibernéticos hasta la integración retórica de los diversos momentos metódicos en la unidad del discurso.

Pero esto presupone que acontezca un enraizamiento cultural del trabajo postindustrial75. El reconocimiento de la primacía de la cultura sobre la técnica no es sólo una moda, ni siquiera un acontecimiento epocal. Tiene un fundamento permanente en la realidad de que la tekhne se mueve en el nivel de los medios, mientras que el ethos permea la vida humana desde el “reino de los fines”, por utilizar una expresión kantiana.

75.

Cfr. KOSLOWSKI, Die portmoderne Kultur..., pág. 115.

La precedencia de la ética respecto a la técnica, del espíritu respecto a la materia, de las personas sobre las cosas, de los fines sobre los medios, tiene como desenlace congruente la afirmación de la primacía del trabajo sobre el capital. Así lo mantiene Juan Pablo II en ese documento estrictamente contemporáneo que es la Laborem exercens, cuyo énfasis en el sentido subjetivo — antropológico — del trabajo requeriría pararse a pensar. No deternerse a reflexionar resulta hoy sumamente peligroso.

Es muy importante — escribe Polo — darse cuenta de que la economía es una actividad humana, pero también es muy importante advertir que es un medio, y que su densidad humana solamente se logra en virtud de las operaciones inmanentes. Hoy tenemos lo que se suele llamar tiempo libre, y, tal como va la tecnología, cada vez tendremos más. El tiempo libre pone de manifiesto el problema de la finalidad práctica. Si ese problema no se resuelve, en lugar de tiempo libre habría que hablar de tiempo vacío. Una civilización que no se da cuenta de ese problema construye un mundo tecnológico que se escapa de la mano del hombre, y así se hace inhumano. En rigor, la verdad no tiene sustituto útil. La vida práctica se asienta en la verdad y tiene como fin el progreso en la adquisición de la verdad. Si no se controlan desde la verdad, nuestras obras se nos van, precisamente, de las manos. En esa situación estamos. Del mundo que hemos creado están emergiendo fuerzas que ofrecen una faz terrible. Si la relación medio-fin se invierte, el homo faber se transforma en aprendiz de brujo, y aparece el carácter trágico de la técnica, que, al desposeerse de sentido humano, se convierte en nuestro adversario76.

76.

LEONARDO POLO, “Tener y dar”, en FERNANDO FERNÁNDEZ RODRIGUEZ (coordinador), Estudios sobre la encíclica Laborem Exercens. Madrid, Editorial Católica, 1987, pág. 213. Otras investigaciones — de índole económica, sociológica, filosófica o teológica — contenidas en esta obra colectiva ofrecen gran interés para ahondar en los problemas de los que me ocupo a lo largo de este parágrafo.

Pero estamos procurando ahora fijarnos más en las salidas que en los riesgos. El humanismo es la visión pluridimensional y universal del hombre y de su mundo. Por eso no procede recaer en la convencional dialéctica que enfrenta a la técnica con el humanismo. La técnica misma es un componente esencial del humanismo contemporáneo; y más aún cuando alcanza el nivel histórico de las tecnologías que — en el sentido ya precisado — procesan y transforman el propio conocimiento. El humanismo es precisamente ese saber unitario — teórico y práctico — al que corresponde reasumir su papel arquitectónico y directivo. Y dirigir es también ayudar, cuidar de que los elementos parciales no se disgreguen y se desmanden. El cultivo de las humanidades — cuyo revival en las mejores universidades del mundo también es cifra de la nueva sensibilidad — está encaminado a lograr ese suplemento de sentido y de finalidad que precisa la terapia de la anquilosis cultural.

Al recuperar toda esta amplitud de perspectivas, el trabajo productivo de la galaxia economicista pierde su pretensión de exclusividad. Y hasta el problema del desempleo pasa a ser menos dramático. Entiéndase bien: no me uniría nunca a los que pretenden anestesiar la justa ira de los sin trabajo con los divertimentos oficiales u oficiosos de la “cultura popular”. El circo sin pan es un insulto, una cínica forma de desprecio. Lo que quiero decir es que las perspectivas de la vida humana no se agotan en un job. El empleo no es un fin, sino un medio; y no el único, precisamente porque hay otras formas de trabajar seriamente. El hombre no es, sin más, un trabajador; y mucho menos un productor, por recordar ese curioso y revelador eufemismo de los nacional-sindicalistas. El que piensa que el valor de la persona no se mide por su renta anual o por su contribución al PIB, nunca está antropológicamente parado. Y en cierto modo — según las coordenadas economicistas — siempre está “parado” . Porque no se vierte sin residuos en la exterioridad de la labor; porque reserva siempre para sí y para los suyos un ámbito de vida propia e inalienable, que no está en función exclusiva del metabolismo sistémico. Ese tal compra y vende, pero él mismo no está en venta: “tiene su alma en su almario”. Se guarda para entregarse. Trabaja, pero sobre todo vive.

Que la descentralización de la vida respecto al empleo constituye un valor ascendente es algo que se refleja hasta en las estadísticas. Precisamente desde hace veinte años — es decir, desde 1968 — el tiempo de trabajo reglado disminuye: en Francia pasa de 48 horas a la semana en 1968 a 39 horas en 1986; en Estados Unidos disminuye el 0,2 por 100 cada año: la media de trabajo en los comercios era de 28 horas semanales en 1986; incluso en Japón desciende un 0,1 por 100 anual desde hace diez años. Y numerosas razones muestran que esta tendencia se va a agudizar aún más. Entre otras, cabe señalar que buena parte de los oficios consistirán en el mantenimiento y reparación de complicados equipos tecnológicos. Vamos a pasar, como anuncia Lasfargue, de una civilisation de la peine a una civilisation de la panne: el esfuerzo físico de un trabajo concentrado en parámetros energéticos será sustituido por el alto nivel de atención requerido para programar, mantener y vigilar equipos de bajo nivel energético y alta sutileza informática (cuyas averías habrá que reparar). La menor extensión compensará la mayor intensidad de quehaceres con una creciente dimensión intelectiva77.

77.

LASFARGUE, “Peut-on agir sur le métiers de demain?”, ed. cit., págs. 7 y 9.

Aunque algunos no hayamos tenido aún la fortuna de comenzar a disfrutarlos, dicen que esa nueva civilización nos va a proporcionar amplios espacios de ocio. Buena cosa será; porque, para ganar tiempo, hay que empezar por “perderlo”. “Perder tiempo” es una de las cosas más urgentes que tenemos que hacer. Una mala forma de perderlo es llevarse el PC a casa y/o dispersarse en “la fiebre del sábado noche”. Una buena forma de “perder tiempo”, en cambio, es conseguir que los momentos rescatados al trajín laboral se dediquen a esa fecunda serenidad cuya generación de sentido tiende un puente entre el ocio y el trabajo. El tiempo libre puede ser una liberación para el estragamiento hedonista, pero también abre la oportunidad vital de ser una liberación para una cultura que no sea precisamente posliteraria.

5) Principio de solidaridad. Apuntamos, por último, a ese recurso suplementario con el que la nueva sensibilidad pretende mediar los intercambios de los medios simbólicos dominantes: dinero, poder, influencia.

El trabajo mismo es una forma básica de solidaridad78. Trabajar es siempre un quehacer social, que presupone un solidum, una base común precontractual, en la que se basan todos los pactos laborales. Ha sido el ocultamiento de ese suelo vital el que, al desgajar la producción de sus raíces antropológicas, ha conducido a una absolutización de las transacciones, con detrimento de las relaciones de correspondencia o reciprocidad.

Se intenta ahora recomponer la unidad perdida entre esos tres aspectos de la actividad humana que Hannah Arendt llama labor, work y action79. El trabajo trasciende su índole cerrada de metabolismo biológico cuando adquiere la creatividad de la obra; y rompe su énfasis privado-profesional cuando alcanza el nivel público de la acción, que es a la vez palabra y hazaña.

El tiempo de la mera labor es repetitivo. Pero, al conjugarlo con el tiempo de la creatividad, produce fulguraciones innovadoras. Y, al dilatarlo hacia la polis, gana un sentido histórico. La objetivación del trabajo lo reduce a ser una función estática de la propiedad, que es una categoría espacial. La primacía liberal-capitalista del capital sobre el trabajo destruye tanto la solidaridad diacrónica, la vinculación con los contemporáneos, como la solidaridad sincrónica, que nos hace herederos del pasado natural e histórico y responsables del porvenir80.

78.

Cfr. ADELA CORTINA, Razón comunicativa y responsabilidad solidaria. Epílogo de Karl-Otto Apel, Salamanca, Sígueme, 1985. Se trata de un interesante estudio filosófico sobre los problemas actuales de la solidaridad, desde el punto de vista de la razón comunicativa.

79.

Cfr. ARENDT, The Human Condition, ed. cit., pág. 5.

80.

Cfr. BALLESTEROS, “Hacia un modo de pensar ecológico”, ed. cit., pág. 171.

La solidaridad sincrónica viene exigida por la justicia y obtiene como fruto la paz. El modelo contractualista exclusiviza la justicia conmutativa, tal como queda reflejada en el derecho codificado del siglo XIX, que sigue siendo la estructura jurídica dominante de la sociedad actual. Para los códigos civiles que resultan de las revoluciones burguesas, el otro es siempre un tercero, respecto al cual rige la lógica del do ut des, que produce sólo juegos de suma igual a cero. En cambio, la sociedad contemporánea — en la que hace mella el impulso humanizador latente tras la superestructura ideológica de las revoluciones sociales — reclama que la justicia conmutativa se complemente con la justicia distributiva, la cual tiende a disminuir las desigualdades y da lugar a juegos de suma superior a cero. Fórmulas como las de la economía social de mercado recogen, en alguna medida, estas aspiraciones, y abren unos cauces participativos en la dirección de las empresas que fomentan la corresponsabilidad y facilitan la paz social.

La paz parece ser el valor ascendente por excelencia y el símbolo más pregnante para la juventud actual. La guerra es la forma extrema de insolaridad. Sólo que hoy permanece embozada — como ha señalado Giner — por esa inseguridad radical del más seguro de los mundos:

La guerra ha sido obliterada. Y la obliteración de la guerra proviene de ella misma, de la metamorfosis de la guerra llamada “convencional” en guerra nuclear, es decir, en no-guerra. No son ciertamente los pacifistas los que han acabado con ella, sino la misma carrera armamentista, con su lógica de crecimiento exponencial de megamuertes posibles. Cohetes, misiles, silos nucleares, lluvia radiactiva generalizada han hecho imposible la guerra convencional. La misma palabra convencional pierde hoy sentido cuando se incluye en ella desde una artillería de inmensa potencia hasta la guerra química y biológica. No se trata de argüir aquí de que gracias al arsenal nuclear existe paz en el mundo (lo cual es sólo cierto a medias, porque también gracias a ese equilibrio de terror y contraterror existen guerras entre las fisuras imperiales, en aquellas amplias zonas del mundo no controladas por uno u orto bando, ni por emergentes terceros en discordia, como la China), sino de reconocer el hecho de que una “estrategia nuclear” ya no tiene que ver con la guerra, ni con el combate. En ella las coordenadas habituales de la logística (tiempo escaso, intendencia, recursos, tropas, etc.) vuelan hechas añicos por la gran explosión universal, por la manufactura y preparación pacientes y parsimoniosas, detallistas, del apocalipsis. Por misericordia lo deseamos lo más breve posible para todos. El más seguro de los mundos es el más frágil81.

81.

GINER, El destino de la libertad... ed. cit., pág. 145.

Hay una paz vital y una paz letal (R. Alvira). La primera procede de una cultura de vida; a segunda es parte de una cultura de muerte. La paz vital hunde sus raíces en la capacidad de convivencia, que se alimenta de diálogo y comprensión. La paz letal es un simulacro: es la serenidad aparente del cadáver, calmo y compuesto en su ataúd. La línea divisoria, el criterio que permite discernir ambos espíritus, es la dignidad de la persona humana. Dignidad que se refleja en las declaraciones de derechos humanos, pero que no emerge de ellas. Si la dignidad del hombre no fuera pre-positiva, carecería de sentido hablar de derechos humanos. Tampoco es resultado de una solidaridad biológica, de la común y consciente pertenencia a la especie homo sapiens. La dignidad humana es también prebiológica — ontológica — porque apoyarla en un presunto factum evolutivo sería un claro caso de “falacia naturalista”. Por eso la congruencia con esa dignidad exige a veces entregar la propia vida. El carácter en cierto modo absoluto de la dignidad humana deriva de que la persona es en cierta medida todas las cosas; o bien: que es capaz de reconocer la relativa dignidad de los demás seres, con los que comparte su existencia mundana82.

Tal es, al propio tiempo, el fundamento de una cabal conciencia ecológica, que forma parte de la solidaridad diacrónica. Si el hombre tiene el deber de respetar el patrimonio natural es porque su propia dignidad no es olímpica o autofundada, sino que se vincula a esos otros seres vivos, a los que ha de cuidar, y encuentra su origen en el ser que es Vida, a quien ha de venerar. Aunque sea por caminos menos claros, asciende hoy el valor del pensamiento de Goethe en su Wilhelm Meisster: “La reverencia al hombre no puede separarse de la reverencia a lo que está por debajo de él y a lo que está por encima de él”83.

82.

ROBERT SPAEMANN, “Ueber den Begriff der Menschenwürde”, en ERNST-WOLFGANG BOECKENFOERDE y ROBERT SPAEMANN (edit.), Menschenrechte und Menschenwürde, Stuttgart, Klett-Cotta, 1987, págs. 295-313.

83.

Wanderjahre, 2.1. Cfr. BALLESTEROS, art. cit., pág. 176.

Pero todavía domina el deseo de dominio que nos está haciendo vivir en Un mundo que agoniza, título de ese libro tan bello y tan sabio de un hombre que no ha aprendido lo que es la “nueva sensibilidad” en los libros de moda, sino por las trochas y rastrojeras de la vieja Castilla y en los labios de sentenciosos viejos, que parecen sacados de sus propias novelas. Escribe Miguel Delibes:

Para nuestra desgracia, el culatazo del progreso no sólo empaña la brillantez y la eficacia de las conquistas de nuestra era. El progreso comporta — inevitablemente a lo que se ve — una minimización del hombre. Errores de enfoque han venido a convertir al ser humano en una pieza más — e insignificante — de ese ingente mecanismo que hemos montado. La tecnocracia no casa con eso de los principios éticos, los bienes de la cultura humanista y la vida de los sentimientos. En el siglo de la tecnología, todo eso no es sino letra muerta. La idea de Dios y aun de toda aspiración espiritual, es borrada en las nuevas generaciones — seguramente porque la aceptación de estos principios no enalteció a las precedentes — mientras los estudios de Humanidades, por ceñirme a un punto concreto, sufren cada día, en todas partes, una nueva humillación84.

84.

MIGUEL DELIBES, Un mundo que agoniza, Barcelona, Plaza y Janés, 2ª ed., 1987, págs. 41-42,

Delibes ve la interna conexión existente entre el respeto al entorno natural y el cuidado del patrimonio cultural. Sin ellos, el futuro se cierra: nuestra traditio — lo que entregaremos a los que nos sucedan en el tiempo — puede ser un mundo en el que — como en la pesadilla orwelliana — se destruye la naturaleza y se construye la verdad. Y lo ve desde un país en el que la desertización y las autopistas provocan irreparables catástrofes y en el que se está a punto de raer de los estudios secundarios los pocos rastros humanísticos que aún quedan.

A la insolidaridad la llaman hoy “individualismo democrático”. Es una confusa emulsión de conservadurismo económico y progresismo cultural, con la que pasa lo del bizco del cuento, que vio dos toros bravos y dos árboles salvadores: se subió al árbol que no era y le cogió el toro que era.

3. Mecanicismo y finalismo

En su momento adelanté que el concepto-eje de la crisis y crítica de la modernidad es el concepto de acción. Frente al bios theoretikos clásico o la vita contemplativa medieval, los tiempos nuevos inauguran el ideal de la vita activa, que — según el manifiesto cartesiano — habría de convertirnos en dueños y poseedores de la naturaleza. La autora de La condición humana — libro que en su versión original se titulaba Vita activa — nos ayuda a ponderar la grandeza y servidumbre que se nos entrega con esa tradición moderna:

El redescubrimiento de la acción y la re-emergencia de un dominio de vida secular, público, puede muy bien ser el más precioso legado que la edad moderna ha depositado sobre nosotros, que estamos a punto de entrar en un mundo completamente nuevo. Pero nuestra posición como herederos está llena de dificultades85.

85.

HANNAH ARENDT, “Action and the Pursuit of Happiness”, en Politische Ordnung und menschliche Existenz, Munich, Beck, 1982. pág. 16.

Y la menor no es la ya apuntada inadecuación de las categorías filosóficas modernas al propio concepto de acción que se pretende pensar con tales categorías.

Este desajuste entre tema y método — con numerosos aunque no tan drásticos antecedentes en la historia de la filosofía — se manifiesta en que la teoría moderna de la acción se vierte por lo general en el molde de una cosmología, y aun de una ontología, mecanicista. El mecanicismo es la concepción del mundo para la que sólo hay materia homogénea y movimiento local. Con lo cual resulta que todo auténtico dinamismo — que es siempre cualitativo — queda marginado de unos procesos para los que la acción es sólo una re-acción.

Es algo históricamente incontrovertido que la modernidad comienza con el pensamiento de la autoconservación del sujeto, y con la tesis de la conservación del movimiento y de la energía en un universo abierto e infinito86. Y es patente la importancia que para la moderna imagen mecanicista del mundo tiene el galileano principio de conservación. Hasta el punto de que se puede mantener — como hace Koslowski — que el principio de conservación de la energía, el primer principio de la termodinámica, es el axioma central de los tiempos nuevos87. Fundamenta la suposición de que la estructura interna de la realidad se conserva de manera inercial, y está en la base de todas las posturas evolucionistas — en sentido fuerte — de la cosmología y de la biología. Y esto conecta, a su vez, con la cuestión de la complejidad, que tantas veces nos ha rondado. Porque las estructuras de un orbe así entendido serán cada vez más complejas, ya que mantienen los niveles previos a todo aumento de complejidad, la cual no es sustitutiva sino acumulativa. Lo normal para la modernidad es el incremento de la complejidad — y no su disminución o regresión — en cuanto que, por el principio de conservación, los niveles ya alcanzados se mantienen indefinidamente en el tiempo.

86.

Cfr. H. EBELING (edit.), Subjektivität und Selbsterhaltung. Beiträge zur Diagnose der Moderne, Frankfurt, Suhrkamp, 1976.

87.

KOSLOWSKI, Die postmoderne Kultur..., ed. cit., pág. 13.

Este progresismo cosmológico entra en crisis con el descubrimiento del segundo principio de la termodinámica, al que Bergson llamó “la más metafísica de las leyes naturales”. Según este principio, las estructuras cosmológicas se dirigen hacia estados más probables y desordenados: hay una irreversible degradación de la energía, que continuamente degenera en energía calorífica. Aunque este principio se descubre ya en el siglo pasado, su recepción cultural es más reciente. Su significación ya está presente en el informe de D. Meadow sobre los límites del crecimiento (1972): los recursos de energía y de materias primas son finitos; y las formas actuales de materia y energía no se convierten en otras sin efectos secundarios degradantes para el entorno natural. En 1976, el estudio de F. Hirsch sobre los límites sociales del crecimiento traslada la cuestión al terreno económico y político. Se empieza a hablar de entropía social. Aunque la entropía física conduce realmente de estructuras más complejas a estructuras menos complejas, en el terreno social la creciente presencia de efectos secundarios y el aumento de la desorganización no hacen sino acrecentar los niveles de complicación, porque la alternancia de orden y desorden provoca fenómenos de discontinuidad y segmentación.

En cualquier caso, el mecanicismo entra en una crisis científica definitiva. Mas, por una especie de inercia histórica, sigue siendo culturalmente dominante. El valor epistemológico ascendente es ahora el finalismo. Los organismos vivientes son sistemas termodinámicos abiertos que logran pasar del desorden al orden, es decir, generar en ellos mismos entropía negativa. Y el surgimiento y despliegue de estos focos de neguentropía no se pueden explicar por causalidad mecánica, sino que es preciso recurrir a la causalidad final. Hasta el punto de que un neodarwinista tan caracterizado y competente como Ayala llega a reconocer que las explicaciones teleológicas no pueden quedar excluidas de la teoría sintética de la evolución. Y un biólogo más prestigiado aún, Grassé, mantiene que la intervención de factores finalistas se impone a nuestra razón. Por su parte, la biología molecular ha lanzado el concepto de programa evolutivo, para el que hay “puntos críticos” y “soluciones favorecidas”. La culminación — aún muy discutida — de esta tendencia emergente es, hoy por hoy, la propuesta de algunos cosmólogos sobre la existencia de un principio antrópico, según el cual la presencia del hombre en el cosmos delimita las posibilidades de la evolución física y biológica, hasta tal punto de que la selección de estas posibilidades por el proceso evolutivo sería inviable sin la vigencia de orientaciones finalistas88

88.

Véase J. O. BAAROW y F. J. TIPLEL, The Anthropic Cosmological Principle, Oxford, Oxford University Press. 1986.

Tal es el marco de transición en el que hoy día se replantea el tema de la acción como problema filosófico.

El hombre es un ser viviente esencialmente activo. Al describrilo así, siguiendo una línea de pensamiento que va desde la ética aristotélica a la antropobiología de Arnold Gehlen, no estamos apuntando al hecho obvio de que — como todas las demás cosas del universo mundo — el hombre se mueve de continuo; o al ya algo menos obvio de que — como los demás seres vivos — tiene en sí mismo el origen de su movimiento. No es sólo que el hombre actúe. El hombre es activo: es — dice Aristóteles — inteligencia deseosa o deseo inteligente89. En el hombre, ser es actuar: en el actuar “le va” su propio ser.

A pesar de ello, o quizá por eso mismo, lo más propio y radical de la acción humana permanece de ordinario oculto. Es como un horizonte sobrentendido que — por decirlo con expresiones wittgensteinianas — se muestra, pero no se dice90. Parafraseando un célebre pasaje platónico, podemos reconocer que también nosotros creíamos antes comprender la acción humana, mas ahora nos hallamos perplejos91.

89.

ARISTÓTELES. Ética a Nicómaco, VI, 2, 1139 b 4-6.

90.

Cfr. ROBERT SPAEMANN, “Die kontroverse Natur der Philosophie”, en Philosophische Essays, Stuttgart, Reclam, 1983, págs. 114-115.

91.

Cfr. PLATÓN, El Sofista, 244 a.

El interés actual por la teoría de la acción surge probablemente de tal perplejidad. La tematización creciente y casi obsesiva de la acción humana revela que al hombre se le ha perdido el sentido de su acción en la intrincada complejidad de las mediaciones objetivas. Si se clama — desde las perspectivas teóricas más diversas — por la necesidad de una teoría general de la acción; si se llega, incluso, a recabar para tal teoría el papel de la filosofía primera, como antes se hizo con el análisis lógico-lingüístico; si acontece todo eso, no es porque hayamos llegado a una clara comprensión de lo que sea la acción humana y nos encontremos ahora en la fase táctica de “aprovechamiento del éxito”, sino más bien porque nos hallamos perplejos acerca de lo que sea la acción humana.

Porque, vamos a ver, ¿Qué trascendencia, qué relevancia vital puede tener lo que yo haga?, ¿qué incidencia social puede esperar lo que precisamente ahora estoy haciendo (escribir un libro sobre la nueva sensibilidad)? Ignoramus et ignorabimus. Si acaso, nos atreveríamos a contestar: depende...; depende de una serie de factores sociales, económicos, culturales, que son en cualquier caso algo distinto de mi acción, la cual queda, a resultas de otra cosa, desconectada de un mundo vital que se ve, a su vez, invadido por elementos externos a él. El sentido y finalidad de la acción humana quedan supeditados y, por ende, suspendidos.

Es muy ilustrativo el factum histórico de que la primera propuesta explícita de elaborar una teoría general de la acción — desde la que se pudieran dilucidar este tipo de cuestiones — no haya partido del campo filosófico, sino desde el terreno sociológico.

En 1951, dos sociólogos de la Universidad de Harvard, Talcott Parsons y Edward Shils, editaron un volumen colectivo que llevaba precisamente por título Hacia una teoría general de la acción92, entendida ésta como una disciplina teórica fundamental, que ha de proporcionar el marco conceptual que precisan las ciencias sociales.

Señalemos, de entrada, que la misma introducción del concepto de acción, como categoría sociológica básica, supone una toma de distancia respecto al positivismo — en buena medida mecanicista — que acompañaba a la sociología desde sus inicios comtianos como disciplina científica autónoma, pasando por su primera “codificación” sistemática por obra de Durkheim. La acción es una idea específicamente antropológica, cuya inserción en el discurso sociológico lleva como de la mano al reconocimiento de un fin o meta de la propia acción. Parsons, empero, reduce la acción a una función de “movilización” individual o colectiva; mientras que su dimensión teleológica se resuelve en lo institucional y vinculante, en una teoría de sistemas que nos ofrece los pre-requisitos estructurales de la acción93.

92.

T. PARSONS y E. SHILS, Toward a General Theory of Action, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 1962.

93.

Cfr. PIERPAOLO DONATI. Introduzione alla Sociologia relazionale, Milán, Angeli, 1983, pág. 48.

Veamos cómo lo dice el propio Parsons:

La teoria de la acción es un esquema para el análisis de la conducta de organismos vivos. Concibe esta conducta como orientada a alcanzar fines en situaciones, por medio de un gasto de energía normativamente regulado. Hay que destacar cuatro puntos en esta conceptualización de la conducta:

1) La conducta se orienta al logro de fines, metas u otros estados de cosas anticipados.
2) Acontece en situaciones.
3) Está normativamente regulada.
4) Implica gasto de energía, esfuerzo o motivación94.

94.

PARSONS, Toward a General Theory of Action, pág. 53.

Para Parsons, cada acción es la acción de un agente, y tiene lugar en una situación compuesta por objetos (los cuales, a su vez, pueden ser otros agentes, u objetos físicos o culturales). Cada agente tiene un sistema de relaciones-a-los-objetos, al que Parsons denomina “sistema de orientaciones“. Además, las acciones no están aisladas, sino que acontecen en constelaciones que también se denominan — aunque en un sentido más amplio — “sistemas”. Hay tres tipos fundamentales de sistemas: los sociales, los personales y los culturales. Los dos primeros se conciben como modos de orgatización de la acción energéticamente motivada; el tercero — el cultural —, como sistema de patrones simbólicos.

El desarrollo pormenorizado de esta teoría — en el que ahora no puedo entrar — confirmaría claramente que en ella se da una versión funcionalista y estructuralista de las categorías de acción y fin. El modelo explicativo no es, desde luego, específicamente antropológico, sino un sofisticado paradigma físico-técnico. Con un aparato conceptual muy complejo — pero básicamente mecanicista —, intenta Parsons integrar la acción finalizada en un discurso sociológico que sigue vinculado al positivismo dominante.

La motivación, por ejemplo, no se explica en términos de finalidad, sino de causalidad mecánica: reside, al cabo, en la energía potencial de los organismos fisiológicos. Entre los sistemas de orientación incluye los de orientación valorativa, la cual, sin embargo, queda reducida a la observancia de ciertas normas objetivas, estándares, criterios de selección, etc. Incluso el modo moral de la orientación valorativa se considera exclusivamente desde el punto de vista de las consecuencias que ciertas acciones tienen en un sistema determinado. El criterio definitivo de las acciones morales es el de su integración en sistemas personales o sociales.

Ya en 1937, cuando publica su impresionante obra La estructura de la acción social95, reconoce Parsons que se inspira en el trabajo teórico de Max Weber, del que toma la sentencia que sirve de lema a ese libro: “Todo el conocimiento imaginable de los últimos elementos del quehacer humano está ligado, ante todo, a las categorías de fin y medio“ (Max Weber, Gesammelte Aufsätze zur Wissenschaftslehre, pág. 149).

95.

TALCOTT PARSONS, La estructura de la acción social. Estudio de teoría social con referencia a un grupo de recientes escritores europeos, Madrid, Guadarrama, 1968.

Pero Parsons ya no se mueve, como Weber, en el amplio panorama teórico de un neokantismo “suavizado” por la fenomenología, sino que ha marginado la comprensión de los fenómenos humanos y sociales que el gran erudito alemán — quizá el último de su estirpe — aún perseguía. Parsons funcionalizó la acción humana: la convirtió en sustituible, al hacer depender su valor de otra cosa distinta de ella.

Tal estrechamiento del horizonte epistemológico se advierte inmediatamente cuando se compara el planteamiento conceptual de Parsons96 con las famosas definiciones de la acción, de las que parte Max Weber “Por acción (Handein) debe entenderse una conducta humana (ya consista en un obrar interno o externo, ya en un omitir o permitir), si, y en la medida en que, el agente o los agentes asocien a ella un sentido subjetivo”. Por su parte, “la acción social es una acción que, según el sentido subjetivo que tiene para su agente o agentes, está referida a la conducta de otros y orientada por ella en su desarrollo”97.

96.

No puedo entrar ahora en la evolución de las posturas sociológicas de Parsons, ni en los interesantes desarrollos que la teoría de la acción recibe en sus últimas obras. Pero pienso que no sería difícil demostrar que ni siquiera en ellas varia este planteamiento conceptual de fondo. Véase especialmente: TALCOTT PARSONS, Social Systems and the Evolution of Action Theory, Nueva York, The Free Press, 1977; Action Theory and the Human Condition, Nueva York, The Free Press, 1978.

97.

MAX WEBER, Wirtschaft und Gesellsehaft. Grundriss der verstehenden Soziologie, Tubinga, J. C. B. Mohr (Paul Siebeck). 5ª ed. rev., 1972, pág. 1.

Sentido es el significado subjetivo que la acción tiene para sus sujetos. Pero a la sociología, como ciencia racional y comprensiva, no le interesa principalmente el sentido fáctico, existente de hecho en un caso históricamente determinado, o como promedio de una masa de casos, sino sobre todo como sentido construido en un “tipo ideal”, en el que la acción se puede racionalizar por referencia a fines.

Los tipos ideales son constructos teóricos, con base histórica, que permiten seleccionar los materiales relevantes para cada cuestión. Weber, que acepta básicamente el planteamiento epistemológico kantiano, no piensa que los tipos ideales reflejen una presunta esencia de los fenómenos sociales. Los tipos ideales son recursos metodológicos para distinguir el modelo “normal” de sus posibles desviaciones o subespecies. Los tipos ideales tienen sólo una índole heurística y probabilista, al servicio de unas técnicas de investigación científico-positiva que remiten las consideraciones acerca del sentido y la finalidad a explicaciones causales objetivas98.

Por eso, Weber define la sociología como “una ciencia que intenta la comprensión interpretativa de la acción social para, así, llegar a una explicación causal de su curso y de sus efectos”99. Pero cuando, en pleno siglo XX, la definición de una disciplina pretende compaginar directamente la comprensión y la explicación causal — sin dejar clara la articulación entre causalidad mecánica y causalidad final —, la acusación de ambigüedad está al alcance de la mano. Y lo más probable es que el finalismo ascendente acabe por ceder ante el mecanicismo dominante. Lo cierto es que la reducción de las categorías antropológicas de acción y fin a sus simulacros mecanicistas, que encontrábamos en Parsons, estaba ya apuntada en Weber.

98.

Cfr. DONATI, Introduzione alla Sociologia relazionale, ed. cit., pág. 46.

99.

WEBER, loc. cit.

Así lo advirtió Alfred Schutz en su obra acerca de la estructura de sentido del mundo social100, publicada en 1932, donde indica que la investigación de Weber no examina con la suficiente precisión y radicalidad el concepto básico del que había partido: la acción individual con sentido. Weber considera a esta noción como un elemento primitivo y aproblemático, cuando en realidad se trata de una idea compleja, repleta de dificultades filosóficas, cuya dilucidación exige un arduo trabajo teórico101.

100.

Cfr. ALFRED SCHUTZ, Der sinnhafte Aufbau der sozialen welt. Eine Einleitung in die verstehende soziologie, Frankfurt, Suhrkamp, 1974 págs. 14-15.

101.

Cfr. ALFRED SCHUTZ, op. cit., passim.

Desde luego, lo que haya de entenderse por sentido de las acciones no es algo obvio. Weber  comienza considerándolo como el sentido subjetivo que cada agente individual da a sus propias acciones.  Pero inmediatamente después lo equipara al sentido que los demás pueden descubrir en la acción de ese individuo. De esta suerte, el sentido — originariamente subjetivo — pasa a considerarse como algo objetivo, lo cual permite dar una explicación mecánico‑causal de las acciones.

El planteamiento de Weber es, en efecto, radicalmente ambiguo. Schutz detecta tal ambigüedad en las nociones básicas de la incipiente sociología comprensiva, y especialmente en el concepto de acción. Porque, ¿cómo pueden articularse conducta y sentido? ¿Cómo una conducta objetiva, observable, puede integrarse con un sentido subjetivo e inobservable? El propio concepto de sentido subjetivo es tan ambivalente que ni siquiera queda claro, en Weber, si el punto de vista para acceder a él es el del agente o el de un anónimo observador sociológico. Si lo que se pretende hacer es ciencia positiva de la sociedad, y la característica de la ciencia moderna es la objetividad, ¿cómo puede la ciencia social estudiar lo subjetivo? ¿Es que cabe objetivar lo subjetivo sin perderlo? (Aporía epistemológica que nos persigue desde los inicios de este ensayo.)

Schutz denuncia una crasa especialización objetivista en el planteamiento weberiano. Basándose en la fenomenología de Husserl y en las aportaciones antropológicas de Bergson y Mead, propone una nueva interpretación — netamente flosóficaca — de la acción social, que tenga en cuenta sobre todo categorías temporales como las de recuerdo, anticipación o proyecto. Y, así, Schutz define la acción como “conducta humana planeada por el agente con anticipación, es decir, conducta basada en un proyecto”102.

102.

ALFRED SCHUTZ, “Common-sense and Scientific Interpretation of Human Action”, en Collected Papers I, La Haya. Martinus Nijhoff, pág. 19.

Sin embargo, el propio planteamiento de Schutz no está exento de quiebras conceptuales internas, que se registran justamente en el tratamiento de la noción que está en la base de la idea de acción: la noción de fin. Al resolver la acción en el tiempo, Schutz sólo puede entender la causalidad del fin como anticipación proyectiva del término de la acción, que queda expresada lingüísticamente por medio del futuro perfecto (modo futuri exacti). Por eso, si bien reconoce que las acciones humanas se realizan por motivos y no por meras causas físicas, y distingue entre el motivo-porque (Weil-Motiv) y el motivo-para-qué (Um-zu-Motiv), acaba por reducir la acción causal de éste a la de aquél, es decir, la finalidad a la eficiencia.

También en Schutz, no sólo en Weber y en Parsons, acontece esa recurrente disolución de la teleología en causalidad físico-mecánica. La causalidad corre exclusivamente por cuenta de los medios, con exclusión del fin. A pesar de que — como vimos en su momento — Schutz pretenda remitir la acción al horizonte del mundo de la vida, no entiende los medios de modo vital, sino de manera técnica, y precisamente de acuerdo con una regla de probabilidad, según la cual a un determinado acontecimiento observable le sigue otro determinado acontecimiento103. Al hacer del mundo vital un entramado intersubjetivo, sin consistencia ontológica extrasubjetiva, Schutz se halla limitado por un nominalismo cuya contrapartida cosmológica tiende siempre a acercarse al mecanicismo. También esta sociología fenomenológica desemboca en una trivialización de la acción social, al oscurecer el fin como causa propia y principal de la operatividad humana.

103.

Cfr. L. ELEY, “Transzendentale-phenomenologische Theorie des sozialen Handelns (Husserl, Schutz) und deren dialektische Kritik”, en HANS POSER (edit.), Philosophische Probleme der Handlungstheorie, Friburgo de Brisgovia, Alber, 1983, págs. 271-272.

Pero ya sabemos que, si se prescinde de la naturaleza esencial y de su correspondiente finalidad, no es posible alcanzar esa reducción de la complejidad que azacana a la sociología contemporánea, y que Weber busca lograr a través de los tipos ideales, Parsons por medio de los sistemas funcionales y Schutz en las estructuras del mundo de la vida social.

Más recientemente, Niklas Luhmann ha vuelto a advertir que tal reducción de la complejidad — que él se propone como tarea expresa y central — no puede lograrse sin una recuperación de la operatividad del fin104. Luhmann reivindica la idea clásica de finalidad, pero intenta replantearla desde unas bases completamente nuevas, del todo adaptadas a las condiciones fácticas de las sociedades industriales avanzadas. Luhmann renuncia definitivamente — y no sin coherencia — a radicar la finalidad en las acciones individuales. Los sujetos de la finalidad ya no son los agentes humanos, sino los sistemas sociales, entendidos como unidades complejas de acción, que — adaptándose por autorregulación a las condiciones del ambiente social — permanecen a lo largo de los cambios.

104.

NIKLAS LUHMANN, Zweckbegriff und Systemrationalität. Frankfurt, Suhrkamp, 1973, págs. 7-17 (la edición original de este libro es de 1968).

Aunque — como el propio Luhmann reconoce — este planteamiento recuerda al esquema clásico sustancia-movimiento, en él ha desaparecido la fundamentación ontológica clásica, según la cual el fin determina la naturaleza del agente, proporcionando así identidad y sentido a su acción. El fin es ahora un concepto exclusivamente funcional, que, precisamente por ello, se puede adscribir realmente a los sistemas, en cuanto que éstos se autorregulan y, por retroalimentación, tienden a neutralizar los efectos secundarios de sus propias “acciones”, de modo que logran mantenerse en ambientes altamente cambiantes. La pervivencia del sistema es ahora la única finalidad, con lo cual — como ha advertido Kaulbach — el fin pierde enteramente su significación105. No existe más que una función neta del fin, y ésta consiste en “determinar las aportaciones que ha de hacer el sistema a su entorno para subsistir”106. La racionalidad — entendida sólo de manera cibernética — es una función de integración de los sistemas en la sociedad. Y la sociedad ya no tiene fin: para conservarla, basta la dinámica objetiva de los medios. La “razón de Estado” canta su pleno triunfo en la omnímoda competencia técnica de los expertos. Es la sociedad tecnocrática, en la que no es necesario el consenso, ni el poder político, que queda sustituido por constricciones anónimas, legitimadas por su propia facticidad. La previsión sustituye a la intención. La teoría de la acción se sacrifica a la teoría de sistemas. Como dice Spaemann, “la larga historia de la subjetividad parece estar llegando a su término”107.

105.

FRIEDRICH KAULBACH, Einführung in die Philosophie des Handelns, Darmstadt, Wissenchaftliche Buchgesellschaft, pág. 13.

106.

NIKLAS LUHMANN, “Zweck-Herrschaft-System. Grundbegriffe und Prämissen Max Webers”, en Der Staat. Zeitschrift für Staatslehre und öffentlicher Recht, III, 2, 1964, pág. 150. Citado por SPAEMANN, Crítica de las utopías políticas, ed. cit., pág. 35.

107.

SPAEMANN, op. cit., pág. 291.

A pesar de los significativos esfuerzos de un Habermas, cuya debilidad última ya he tenido ocasión de resaltar, esa empresa intelectual de gran alcance que es la teoría sociológica de la acción se ha autoneutralizado, al prescindir justo de la noción que constituía el elemento primitivo de sus análisis: la acción individual con sentido. Ya hemos señalado que su precariedad básica estriba en haber relegado el sentido de la acción al cerco de la subjetividad. Así las cosas, no cabe articular el sentido con una conducta social que sigue entendiéndose en términos de mera objetividad empírica. Y es que la recuperación de la idea de fin — demandada ahora por la nueva sensibilidad — no puede limitarse al ámbito de la intención subjetiva. Al proceder a esta drástica limitación, la teoría sociológica de la acción no logra cumplir la tarea de orientación que se había propuesto. El sujeto humano concreto continúa siendo un extraño en ese mundo social interpretado — a imagen del cosmos moderno — como un gran mecanismo. El mecanicismo se ha ampliado, se ha hecho más sofisticado y complejo, pero no se ha superado.

Verificamos, entonces, la hipótesis inicial: si se ha recurrido a la acción humana como apoyo explicativo primordial, es precisamente porque la acción “brillaba por su ausencia”. Y no podrá comparecer hasta que se rectifiquen de veras los presupuestos culturales del proyecto moderno. Como Hannah Arendt notó lúcidamente108, el advenimiento de lo social, característico del modelo moderno de colectividad humana, conduce a la marginación o trivialización de la acción personal, que encontraba su “lugar natural” en el ámbito público de la polis.

108.

Véase ARENDT, The Human Condition, ed. cit., cap. II.

La aparición de la sociedad — como sistema de las necesidades — tiende a borrar las fronteras entre lo público y lo privado, porque saca a la luz del dominio público las actividades de mantenimiento de la vida biológica, es decir, las actividades económicas, que en el esquema clásico constituían el ámbito de lo privado. Donde antes se buscaba la excelencia, ahora se persigue la sola supervivencia. Precisamente por eso la sociedad moderna priva de auténtica relevancia a la acción libre, ya excluida del reducto doméstico en la concepción griega. La acción personal — que va siempre unida a la palabra — es sustituida por el comportamiento económico de las masas, sometidas al imperio de lo impersonal, a las leyes estadísticas de los grandes números, ante las que la virtud acendrada o el discurso lúcido son irrelevantes. La politica se convierte en administración. La filosofía politica tórnase economía política. Los acontecimientos sociales pierden su sentido humano.

Lo más azorante de la teoría sociológica de la acción es que, pretendiendo recuperar ese sentido humano de la dinámica social, no recurra a la libertad humana para comprender los procesos sociales; y mucho menos, para explicarlos. La acción libre resulta ser la más notoria ausencia en la teoría de la acción.

Se trata de una experiencia cultural de primer orden, para comprobar a parte post que la libertad es un problema que trasciende el terreno estrictamente psicológico; que la acción libre no se puede, a la larga, pensar si no se la considera enraizada en una naturaleza teleológica, en una physis; que el fin como sola intención no se puede mantener por mucho tiempo. Y a esto — al fn como intención del agente — es a lo más que suele llegarse en los actuales intentos de hacer un lugar a la comprensión de las acciones en las ciencias humanas, al costado de las explicaciones causales de las ciencias de la naturaleza.

Tal es el caso, nada baladí, del libro de Von Wright, titulado precisamente Explicación y comprensión109. Ciertamente, constituye un avance la quiebra del “monismo metodológico” de los positivistas. Pero la pretendida superación se trunca al desembocar, a su vez, en un dualismo metodológico para el que no hay mediación posible entre la explicación científica y la comprensión antropológica y social. Se atribuye al historiador alemán Droyssen el haber introducido en 1858 esa distinción entre Erklären y Verstehen, sistematizada después por Dilthey. Pero suele olvidarse algo que Von Wright señala de paso, sin concederle importancia alguna; a saber, que la distinción metodológica avanzada por Droyssen tuvo en principio forma de tricotomía: el método filosófico (Erkennen: conocimiento), el físico (Erklären: explicación) y el histórico (Verstehen: comprensión)110.

La consagración de la dicotomía metodológica es el reconocimiento de un fracaso, cuyo origen estriba en la renuncia al conocimiento cabal, flosófico, tanto de la realidad humana como de la realidad física. Con tal cesura insalvable, el estudio de la finalidad se circunscribe a la racionalización inmediata de la intención subjetiva, tal como se muestra, por ejemplo, en el silogismo práctico. Aunque el análisis lógico-semántico que del silogismo práctico hace Van Wright es muy fino, se le escapan todas las implicaciones ontológicas y éticas, presentes en su formulación inaugural por Aristóteles111. El proceso del razonar práctico queda colgado en el aire, si se prescinde de radicar la decisión libre en una naturaleza humana que tiende a su realización plena. Por lo demás, tal limitación al ámbito de lo mental es común a la mayor parte de los desarrollos de la teoría analítica de la acción (con la ilustre excepción de Elizabeth Anscombe).

109.

G. H. VON WRIGHT, Explicación y comprensión, Madrid, Alianza, 1979.

110.

Cfr. WRIGHT, op. cit., pág. 23.

111.

Véase ANSELM MUELLER, Praktisches Folgern und Selbstgestaltung nach Aristoteles, Friburgo de Brisgovia, Alber, 1982.

Detrás del dualismo metodológico actual es hacedero descubrir la no superada quiebra kantiana entre el entendimiento teórico que investiga la causalidad natural y la razón práctica que se identifica con una voluntad autónoma, exenta de toda vinculación normativa de índole natural.

Aunque — como he mostrado en algún estudio más especializado — todo el sistema kantiano tiende hacia una teoría general de la acción, sus propios prejuicios críticos impidieron al regiomontano la realización de una teoría unitaria de la libertad. Si buscamos el resorte último de esta frustración sistemática, lo hallaremos en la augencia de un concepto comprensivo de finalidad, que pudiera aplicarse tanto al mundo de la libertad como al mundo de la naturaleza. Los intentos de la última fase del pensamiento de Kant — dramáticamente plasmados en sus apuntes póstumos — muestran hasta qué punto estaba insatisfecho con el dualismo resultante de su filosofía crítica; pero también revelan en qué medida carecía del utillaje conceptual adecuado para superar las paradojas típicamente modernas. Solamente en la Crítica del Juicio logró Kant, aunque de modo fugaz e inestable, acercarse a trascender las dicotomías de la razón mecánica. Y es muy significativo para la nueva sensibilidad que — como ha mostrado acertadamente María Antonia Labrada112 — ese puente se trace en el ámbito estético, en el tratamiento kantiano del goce de lo bello y de la libre creatividad del genio. (La propia noción kattiana de Juicio — o facultad de juzgar — está estrechamente relacionada con lo que, a lo largo de este ensayo, llamo yo “sensibilidad”, precisamente porque el Juicio kantiano media entre el entendimiento abstracto y las sensaciones particulares, siendo capaz de apreciar positiva o negativamente — desde el punto de vista del gusto: agrado o desagrado — configuraciones completas y concretas.)

112.

Véase MARÍA ANTONIA LABRADA, “La anticipación kantiana de la postmodernidad”, en Anuario Filosófico, XIX-1, 1986, págs. 85-104.

El caso kantiano — al que ya me referí páginas atrás — manifiesta las aporías a las que conduce todo intento de fundar la acción desde ella misma. La razón autónoma kantiana — interpretada con radicalidad — no es una facultad ya constituida que entrara en actividad ulteriormente, sino que se autoconstituye en su propia actividad.

La radical autosuficiencia del proyecto ilustrado se resiste a despedirse del presente. Hace bien poco, en un simposio celebrado en Frankfurt sobre el “futuro de la Aufklärung“, podían oírse denuestos contra los cuentos posmodernos sobre la nueva estética y la remitologización. Al parecer, los contornos de esas narraciones marcan un nuevo e inequívoco límite entre el pensamiento conservador y el pensamiento de izquierdas113. Por lo que a mí respecta, guardo la tranquilidad de haber dedicado lo menos malo de mi investigación al estudio de la Ilustración filosófica. Pero rara vez se me ha ocurrido vincular ese afán a las inquietudes de un año o de un día.

113.

Cfr. FRANK SCHIRRMACHER, “Allzu klar? Zukunft der Aufklärung”, en Frankfurter Allgemeine Zeitung, l5-XII-1987, pág. 23.

Más seria y serena me parece la ya recordada invitación de Friedrich Kaulbach — bien poco sospechosa de actitudes contrailustradas — a mirar de nuevo hacia una tradición que desde Aristóteles, pasando por Hegel, fijaba su atención en el ser práctico como unitario fondo vital de la acción. Lo cual quizá no esté tan desfasado como se podría suponer. Al fin y al cabo, el Back to Aristotle! también es un lema de moda (muy al uso, por cierto, en el “pensamiento de izquierdas”, como lo demuestra el ya citado libro de Rüdiger Bittner).

Parece, de entrada, que el planteamiento aristotélico sigue el camino justamente contrario a esa autoconstitución kantiana de la acción, que al “sentido común” peripatético habría de antojársele como un poner el carro antes de los bueyes. La perogrullada en cuestión tal vez comparece en textos tan claros como éste, perteneciente al libro II de la Ética a Nicómaco:

En todo aquello que es resultado de nuestra naturaleza, adquirimos primero la capacidad y después ejecutamos la acción (esto es evidente en el caso de los sentidos); no adquirimos los sentidos por ver u oír muchas veces, sino a la inversa: los usamos porque los tenemos; no los tenemos por haberlos usado114.

114.

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, II, 1, 1103 a 28-31 (sigo casi siempre la traducción de Julián Marías y María Araujo, en la edición del Centro de Estudios Constitucionales). Cfr. Metafísica, IX, 8, 1050 a 10-11.

Esta declaración aristotélica parece implicar que el estudio de la acción humana debe resolverse en una consideración del elenco de facultades operativas, a partir del cual será posible establecer una tipología de las diferentes clases de acciones humanas. En tal caso, la teoría general de la acción sería, para los aristotélicos, la psicología racional o la antropología, es decir, la ontología del ser humano.

Cabría, entonces, entrar en el lindo juego de contraponer ese sustancialismo estático y conservador a un dinamicismo funcional y progresista. Pero, a estas alturas, ya sabemos que las líneas de demarcación no son tan netas e inmóviles como, según cuentan, querían mis colegas reunidos en Frankfurt.

Es el propio Aristóteles el que nos previene de adoptar, sin más, la solución apuntada hace un momento. Porque, inmediatamente después del texto citado, añade que lo dicho de las acciones que son resultado de la naturaleza no vale para las operaciones más propias de cada hombre, es decir, para las decisiones, que son las acciones (praxeis) en sentido estricto:

En cambio, adquirimos las virtudes mediante el ejercicio previo, como es el caso de las demás artes: pues lo que hay que hacer después de haber aprendido lo aprenderemos haciéndolo; por ejemplo, nos hacemos constructores construyendo casas, y citaristas tocando la cítara. Así también, practicando la justicia nos hacemos justos; practicando la templanza, templados; y practicando la fortaleza, fuertes115.

115.

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, II, 1, 1103 a 31 — 1103 b 2.

Dicho de otro modo: para saber lo que debemos hacer, hemos de hacer lo que queremos saber (Inciarte). Las acciones van aquí por delante de las capacidades: se trata de capacidades que se autoconstituyen en la acción. Por eso las virtudes no se pueden enseñar. El único camino para adquirirlas es incentivar una retroalimentación que ya no es mecánica ni dialéctica: es la circularidad vital.

El saber práctico no puede deducirse del especulativo. Este es el motivo de fondo por el que la “teoría” general de la acción ha de tener un carácter intrínsecamente práctico. Pero, ¿se identifica, entonces, con la ética, o es una disciplina previa y más fundamental?

Según Manfred Riedel116, la teoría de la acción no se ocupa de la acción tal como se realiza fácticamente, por lo cual se distingue de la antropología (en el sentido de Gehlen, por ejemplo). Pero tampoco tematiza las acciones en cuanto prescritas valorativamente, es decir, en cuanto que normativamente se han de realizar. Según Riedel, la teoría filosófica de la acción se ocupa de los fundamentos y presupuestos de la acción humana, en busca de una “precomprensión” práctica del hombre como ser activo. No es la ética, sino el fundamento de la ética: es una disciplina práctica que constituye la propedéutica de la ética. No es meramente descriptiva, ni llega a ser normativa, sino que procede de modo interpretativo o hermenéutico. En definitiva, trata de establecer las fundamentales condiciones de posibilidad de la acción en general117.

116.

MANFRED RIEDEL, “Handlungstheorie ala ethische Grunddisziplin”, en HANS LENK (edit.), Handlungstheorien interdisciplinär, II-I. Munich, Wilhem Fink, 1978, págs. 138-159.

117.

RIEDEL, op. cit., pág. 139.

Aunque sea desde una perspectiva aristotélica, se acerca Riedel a los planteamientos de la pragmática trascendental, propuesta por Apel o Habermas desde un enfoque kantiano, con resonancias dialécticas. Ahora bien, situar la pragmática como disciplina fundamental implica afirmar la primacía de la praxis sobre la teoría. Lo cual, desde luego, ya no es aristotélico. Y además — que es lo importante — no pienso que sea cierto.

Una teoría general de la acción de inspiración aristotélica ha de destacar el carácter teleológico de la actividad práctica y técnica. Y ha de advertir que esta teleología inherente tanto a la praxis como a la poiesis hace que la valoración de las acciones (su consideración como buenas o malas) no sea algo posterior o resultante de las acciones mismas, sino constitutivo de ellas.

Pero la respectiva teleología del hacer y del actuar es de diversa índole. El fin de la poiesis consiste en un producto o resultado distinto del mismo hacer; mientras que el fin de la praxis no puede ser distinto de ella misma: “La buena acción misma es fin”118.

Por otra parte, estos dos modos de operar no están desconectados entre sí: el producto técnico no puede ser un definitivo fin humano, sino que, en último término, constituye un “medio de vida”, un medio para la vida buena.

Con todo, el fin del hacer no es el fin del obrar: no se reduce sin más a él, aunque a él se subordine. Hay una teleología técnica, distinta — aunque no separada — de la teleología ética119.

118.

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, VI, 5, 1140 b 6-7.

119.

ANSELM MUELLER, “Praktishe und technische Teleologie. Ein aritotelischer Beitrag Handlungstheorie”, en POSER, op. cit., págs. 48 y sigs.

Existen, por cierto, criterios para la valoración — como bueno o malo — del producto de la poiesis: son los criterios técnicos o artísticos. Más aún: si no pudiéramos valorar lo hecho y el hacer, no tendríamos un concepto cabal acerca de la identidad del producto y del hacer que lo suscita. La finalidad de un reloj es medir el transcurso del tiempo. Si no lo mide bien, decimos que es un reloj malo; pero si es muy malo, y no da la hora, ni siquiera se puede considerar como un reloj, sino, por ejemplo, como un adorno o un juguete. Y, si vamos a la obra de arte, ¿cómo podríamos distinguir una escultura de un trozo de piedra arbitrariamente tallado, si careciésemos de criteros estéticos, es decir, si no supiéramos qué obra es bella y cuál no lo es?

Como ha señalado Anselm Müller120, en la técnica y en el arte los conceptos descriptivos son — simultánea e inseparablemente — conceptos prescriptivos o valorativos. Eso hace que, en la tekhne, las valoraciones de lo bueno y lo malo no sean simétricas. Una regla de dibujo puede ser tan mala que ya no sea una regla. En consecuencia, mostrar qué sea en general un tipo de producto técnico se consigue mejor con una buena muestra que con una mala. En definitiva, la teleología es constitutiva de los productos, y su correspondiente valoración es interna a ellos.

120.

MUELLER, op. cit., págs. 50-53.

La praxis, en cambio, presenta una teleología muy distinta de la teleología de la poiesis. Por de pronto, no cabe aplicarle el mismo tipo de criterios que usábamos hace un momento para la técnica. De acuerdo con tal criterio — descriptivo y prescriptivo a la vez —, la techne se parece a la theoria. Porque de un conocimiento malo, es decir, falso, apenas se puede decir que sea un conocimiento. Si he confundido a alguien con otra persona, no puedo decir que le conozco; de manera análoga a como un instrumento que no sirva para cortar hierba mal merece el mombre de guadaña.

En cambio, una acción humana libre que sea moralmente mala, no por ello deja de ser acción, humana y libre. Esto parecería que conduce a relativizar, en las acciones éticamente calificables, su indole de malas o de buenas, que resultaría ser accidental. Pero no es así. Porque, ¿qué hay de común, por ejemplo, entre la paciencia y la impaciencia? No hay una obra común a la acción mala y a la acción buena, que constituyera el criterio teleológico desde el que ambas se juzgan, para resultar así mejores o peores. Por ejemplo, no se puede hablar de una tortura buena, a no ser que “torturar” se tome en sentido técnico y no en sentido moral121. En sentido técnico, una “buena tortura” es aquella que consigue hacer sufrir mucho a la víctima. Pero la tortura constituye un ejemplo — que los hay — de acciones que siempre son moralmente rechazables.

121.

Ibid., pág. 60.

A diferencia de la producción, la acción moral — es decir, la estrictamente humana — no se valora por la perfección inmediata de la obra realizada. Aquí el concepto descriptivo no es, sin más, concepto prescriptivo. Por eso puede decir Aristóteles algo tan aparentemente extraño como que “mientras hay una excelencia del arte, no la hay de la prudencia”122. A la virtud no le corresponde una obra tipificada, materialmente identificable (como tiende a pensar el puritanismo o, en general, la moral burguesa). El valiente, por ejemplo, no se caracteriza porque no retroceda nunca o porque ataque siempre. Aristóteles describe de tal manera la valentía que no le adscribe una meta concreta y determinada: “El que soporta y teme lo que debe y por el motivo debido, como y cuando debe, y confía del mismo modo, es valiente; porque el valiente sufre y obra según las cosas lo merecen y como la razón lo ordena”. Cabría pensar que de lo que se está hablando aquí no es de la virtud, sino de la astucia oportunista. Pero no es el caso. Porque Aristóteles añade inmediatamente: “El fin de cada acción es lo que es según el hábito”123. Lo que equivale a afirmar que la bondad moral de la acción no remite sólo a la buena intención, ni sólo a unas circunstancias que la hagan oportuna o congruente. Remite al ser práctico del hombre. A algo que podríamos llamar temple, y que es uno de los elementos decisivos de lo que, a lo largo de este ensayo, entiendo por sensibilidad.

122.

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, VI, 5, 1140 b 21-22.

123.

Ibid., III, 6, 115 b 16-20.

Volvamos a nuestro ejemplo. Con lo ganado, se puede ahora decir que valiente es la acción que hace el hombre valiente y que hace valiente al hombre. La praxis — la acción humana — no remite a la perfección de una obra externa, sino a la vida lograda del agente.

Al tomar una decisión vital, yo no decido sobre algo, sobre un objeto, sino que me decido. Y esa decisión sobre mí deja en mí un rastro, que no es una huella mecánica sino un incremento vital, un estable avance hacia mí mismo.

Cada uno de los actos aislados del valiente podrían tomarse como realizaciones de otros hábitos: del orgullo, de la imprudencia, de la cobardía incluso124. Por tanto, las acciones que merecen el calificativo de “valientes” se integran en un estilo virtuoso de vida, un ethos que es una cierta totalidad de sentido, una estructura del mundo vital. Esa totalidad no puede venir únicamente caracterizada por los actos que una determinada virtud engloba, ya que una virtud determinada sólo lo es en conexión con todas las demás: sólo el hombre que es bueno realiza acciones buenas. Y el hombre bueno es el que obra de acuerdo con el fin humano.

124.

Cfr. MUELLER, op. cit., pág. 62.

Esto, como es claro, no nos lleva a una simplista y automática separación de los hombres en buenos y malos, precisamente porque ese “fin humano” no es una cosa que algunos tengan y otros no. Se trata de algo más hondo y quizá más difícil de comprender. La conclusión que cabe obtener de todo lo dicho es que sólo desde el fin del hombre — desde su fin último — se pueden comprender cabalmente las acciones en cuanto humanas. El concepto mismo de acción humana remite al fin del hombre en cuanto tal.

Por lo tanto, el sentido humano de la acción no es una intención subjetiva que se integrara con una conducta objetiva, susceptible de un estudio valorativamente neutral, como se pretende desde la weberiana actitud de la Wertfreihet. Tal es la aún dominante tendencia de raíz mecanicista. No pocos indicios de la sensibilidad actual me llevan a considerar como ascendente — y confío en que no sea wishful thinking — la inclinación a superar la neutralidad práctica y a considerar que la ética es la dimensión decisiva — mas no la única — de la vida humana.

La teoría general de la acción no puede desplegarse en un nivel pre-valorativo, anterior a la ética, sino que ha de ser radicalmente — ella misma — ética. Porque desde su inicio conceptual tiene que considerar un fin comprensivo de todas las acciones humanas. El hecho sociológico incuestionable de que hoy no estemos todos de acuerdo en cuál sea ese fin humano no debe llevarnos a basar los criterios de convivencia en un presunto plano comunitario pre-ético, sino que, por el contrario, convierte en más acuciante la tarea de cultivar un saber que contribuya a resolver los conflictos sociales desde instancias éticas.

La capacidad de percepción del bien moral — la sensibilidad ética — puede incrementarse por el cultivo del saber práctico. Porque la acertada percepción de lo bueno, en cada circunstancia concreta, depende del temple ético de la persona. Pero tal capacidad nunca llega a ser plena en alguien ni exclusiva de nadie. Las diversas capacidades de percepción moral se complementan y convergen a través de la convivencia y del diálogo. Por eso, una concepción moral no factualista ni emotivista, sino teleológica, podría inspirar configuraciones sociales más abiertas y tolerantes, en las que el pluralismo político no se confundiera con el relativismo moral, que, a la corta, es caldo de cultivo para la intolerancia y la violencia. El fundamento ético que, desde Tocqueville125, es clásico atribuir a la democracia, discurre por el difícil filo que busca la equidistancia entre el moralismo fanático y el relativismo escéptico. De estos dos extremos caben — y se dan entre nosotros — confusas emulsiones. De ellas sólo puede resultar el consenso fáctico, basado en el equilibrio impuesto por las fuerzas en presencia. El consenso racional es más exigente y genera espacios de libertad, precisamente porque su definitivo cimiento posee una índole ética126.

125.

ALEXIS DE TOCQUEVILLE. La democracia en América, Madrid, Guadarrama, 1969.

126.

Cfr. ALEJANDRO LLANO (edit.), Ética y política en la sociedad democrática, Madrid, Espasa-Calpe, 1981, passim.

Con todo, no se me oculta la apariencia insólita de la tesis central que he mantenido. Aparte de mis limitaciones para articularla y transmitirla, tal posible extrañeza revela quizá que la perspectiva dominante es la de la pérdida de los significados más hondos de la ética. Desde luego, una ética al uso, entendida como casuística moral, no tiene nada que ver con una teoría de la acción, y no es sorprendente que el pensamiento sociológico la tenga por inoperante, distorsionante o residual. La ética finalista de inspiración clásica no sólo presenta desarrollos que hoy encuadraríamos dentro de la antropología, sino que se entendió a sí misma como una disciplina política. Y esto sólo ya nos proporciona la distancia que media entre una ética vital y su desmedrada caricatura.

Lo más parecido a esta concepción teleológica y práctica de la ética que encontramos en el actual panorama es la ética profesional127. La indudable emergencia del ethos profesional, con los recientes desarrollos de la ética médica y empresarial, me llevan a pensar que quizá no sea yo tan igenuo cuando anuncio que la nueva sensibilidad empieza a moverse tras la virtud128.

127.

Debo esta observación al doctor Christopher Martin, profesor de la Universidad de Glasgow.

128.

Cfr. ALASDAIR McINTYRE, After Virtue, Notre Dame, University of Notre Dame Press, 1981.

4. Univocidad y variación

En el comienzo de su libro Las palabras y las cosas129 M. Foucault cita un texto de Borges, que a su vez cita “cierta enciclopedia china”, donde está escrito que

... los animales se dividen en: a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas130.

La risa que en mí provoca el texto borgiano es quizá de índole distinta a la de Foucault, a quien cito, sin embargo, a mi vez:

En el asombro de esta taxonomia, lo que se ve de golpe, lo que, por medio del apólogo, se nos muestra como encanto exótico de otro pensamiento, es el límite del nuestro: la imposibilidad de pensar esto. Pero, ¿qué es imposible pensar y de qué imposibilidad se trata? (...) No son los animales “fabulosos” los que son imposibles, ya que están designados como tales, sino la escasa distancia en que están yuxtapuestos a los perros sueltos o a aquellos que de lejos parecen moscas131.

129.

MICHEL FOUCAULT, Las palabras y las cosas. Una arquelogía de las ciencias humanas, México, Siglo Veintiuno, 6ª ed., 1974, pág. 1.

130.

JORGE LUIS BORGES, “El idioma analítico de John Wilkins”, en Otras inquisiciones, Buenos Aires, Emecé, 1960. pág. 42 (referencia que facilita la traductora de Foucault, Elsa Cecilia Frost).

131.

FOUCAULT, op. cit., págs. 1-2.

Y ahora sigo leyendo, a mi modo, a Foucault: cuando realizamos una clasificación reflexionada, cuando decimos que el gato y el perro se asemejan menos que dos galgos, aun si uno y otro están en cautiverio, aun si ambos corren como locos y aun si acaban de romper el jarrón, ¿cuál es la base a partir de la cual podemos establecerlo con certeza? ¿A partir de qué criterios, según qué relaciones de identidad, de semejanza, de analogía, acostumbramos a distribuir tantas cosas diferentes y parecidas? La coherencia que siempre presuponemos, que de inmediato sabemos, no está determinada por un encadenamiento a priori y necesario, ni viene impuesta por fácticos contenidos sensibles. Porque, en este saber vital acerca del mundo, no se trata de ligar férreamente las consecuencias, sino de relacionar y aislar, de ajustar y de empalmar contenidos concretos.

Reconocer este primitivo orden de las cosas exige una mirada alerta, un lenguaje fiel y bien modulado, un dejarse llevar con insistencia por la proliferación de cualidades y de formas. Comparecen así las semejanzas y las diferencias, los diversos tipos de variación, los umbrales por encima de los cuales hay similitud y por debajo de los cuales hay diversidad. Tal orden original es, a la vez, lo que se da en las cosas como su ley interior, la red secreta según la cual se miran en cierta forma unas a otras, y lo que no aparece si no es a través de una mirada, de una atención, de un lenguaje.

Entre los códigos imperantes de una civilización y las olímpicas teorias científicas o especulativas, hay un dominio más confuso, oscuro, y, sin duda, menos fácil de analizar. Es ahí donde la cultura, librándose insensiblemente de los órdenes empíricos que le prescriben sus códigos primarios, instaura una primera distancia con relación a ellos, les hace perder su transparencia inicial, cesa de dejarse atravesar pasivamente por ellos, se desprende de sus poderes inmediatos e invisibles, se libera lo suficiente como para darse cuenta de que estos órdenes no son los únicos posibles ni los mejores. De tal suerte que se encuentra ante la realidad de que hay, por debajo de sus órdenes fácticos, cosas que en sí mismas son ordenables, que pertenecen a cierto orden mudo y luminoso a la vez, en suma, que hay un orden. Es como si la cultura, librándose de sus inmediatas redes lingüísticas, perceptivas y prácticas, les aplicara una segunda red más amplia y flexible que las neutraliza, que, al duplicarlas, las hace aparecer, al tiempo que de ellas se distancia, encontrándose así ante el ser ordenado mismo. En nombre de este orden primario se aceptan o se invalidan parcialmente los códigos del lenguaje, de la percepción, de la práctica. Sobre el fondo de este orden, considerado como suelo primitivo, lucharán las teorias generales del ordenamiento de las cosas y las interpretaciones que sugieren.

Así, entre la mirada ya codificada y el conocimiento reflexivo, existe una región media que entrega el orden en su ser mismo: es allí donde ese orden aparece, según las culturas y según las épocas; continuo y graduado o cortado y discontinuo, ligado al espacio o constituido en cada momento por el empuje del tiempo, manifiesto en una tabla de variantes o definido por sistemas separados de coherencias, compuesto de semejanzas que se siguen más y más cerca o se corresponden especularmente, organizado en torno a diferencias que se cruzan. Tanto que esta región “media”, en la medida en que manifiesta los modos de ser del orden, puede considerarse como la más fundamental: anterior a las palabras, y a los gestos que la traducen con mayor o menor exactitud o felicidad; más sólida, más arcaica, menos dudosa, siempre más verdadera que las teorías que intentan darle una forma explicita, una aplicación exhaustiva o una explicación científica132.

132.

FOUCAULT, op. cit., págs. 5-6.

Cualquiera que compare mi infiel y parcial “re-escritura” con el texto original, podrá apreciar lo que me une y lo que me separa del planteamiento de Foucault. Si continuara el ejercicio de re-escribir su libro, resultaría otro libro completamente distinto al suyo. Pero el caso es que yo ya estoy para terminar el mío, que sólo fugazmente se ha encontrado con el de Foucault. La región en la que nos hemos encontrado es precisamente esa tierra media que yo trato de explorar desde el principio. Ese espacio que separa al sistema de mundo vital y que hoy parece una tierra de nadie; ese nivel de los “axiomas intermedios” — de los cuales habla Schumacher — que pretenden suturar lo particular, lo contingente y lo distinto con las estructuras universalistas; esos sistemas abiertos, en los que — se gún busca Lyotard — se legitime el nacimiento de nuevas ideas; esa nueva sensibilidad en la que la juvenil emergencia de valores ascendentes pugna por romper la seria costra de los valores dominantes.

Para discurrir por esta tierra media — expresión que conocen bien los lectores de Tolkien — es preciso echar mano de una lógica que se inserta entre la fría lógica de la homogeneidad moderna y la “lógica” posmodernista de lo irremediablemente heteróclito. Entre la maciza univocidad y la variabilidad dispersa, se mueve — ya lo anuncié — el discurso analógico.

Es otro modo de pensar. El pensar analógico se diversifica de acuerdo con las variaciones de lo real que se nos ofrece a través de lo sensible. Por eso es capaz de salvar lo cualitativo y de flexibilizarse para acoger la diferencia sin perder la identidad. Frente al “delirio báquico” de la dialéctica, es un pensar reposado y sereno. Mas, en comparación con las fijaciones positivistas, muestra un continuo dinamismo. Rompe las contraposiciones conceptuales, porque no es un razonar abstracto que constituye los vínculos reales de los casos y las cosas por sus simulacros polarizados, sino que acierta a orientarse en el claroscuro que ofrece el mundo ante una psique corporalizada (Zubiri), ante un espíritu en condición carnal (Maritain). Busca así los caminos de la conciliación, de la gradualidad y de lo complementario. Aunque ha despertado de los sueños de la prepotencia fáustica, tampoco es un “pensamiento débil”, porque ha descubierto la fuerza contenida que proviene de celados veneros.

El pensar analógico se pliega también a las variedades y variaciones del tiempo humano, al que sitúa entre la constancia del tiempo natural y las idas y venidas del tiempo histórico. No es una sincrética y redundante combinación histórica de modos de vida desconectados, sino un saber del hombre como ser dotado de una naturaleza histórica. Por eso vuelve a descubrir el carácter sapiencial de la poética, cuyas narraciones preceden o siguen — como en los diálogos platónicos — al discurso teórico, sin necesidad de mezclarlo todo en extraños “meta‑relatos” utópicos, que transfieren lo sacro a la profanidad ideológica.

Hay una poética de la analogía, que Octavio Paz ha descifrado en unas reflexiones decisivas para percibir la difícil consonancia entre el pensar analógico y la nueva sensibilidad. Merece la pena que dejemos hablar al propio Paz, porque no hay posible remedo de su lucidez.

La analogía concibe al mundo como ritmo: todo se corresponde porque todo ritma y rima. La analogía no sólo es una sintaxis cósmica: también es una prosodia. Si el universo es un texto o tejido de signos, la rotación de esos signos está regida por el ritmo. El mundo es un poema; a su vez, el poema es un mundo de ritmos y símbolos. Correspondencia y analogía no son sino nombres del ritmo universal133.

133.

OCTAVIO PAZ, Los hijos del limo. Del romanticismo a la vanguardia, Barcelona, Seix Barral, 1974, pág. 95.

La visión analógica había inspirado a filósofos aristotélicos y neoplatónicos, pero también a Dante. Revive en el Renacimiento y después en el romanticismo, con el rechazo de los arquetipos neoclásicos y el descubrimiento de la tradición poética nacional. Los ritmos poéticos tradicionales contribuyeron a resucitar la visión analógica del mundo y del hombre. Los filósofos habían pensado el mundo como ritmo; los poetas oyeron ese ritmo.

La idea de la correspondencia universal es probablemente tan antigua como la sociedad humana. Es explicable: la analogía vuelve habitable al mundo. A la contingencia natural y al accidente opone la regularidad; a la diferencia y la excepción, la semejanza. El mundo ya no es un teatro regido por el azar y el capricho, las fuerzas ciegas de lo imprevisible: lo gobiernan el ritmo y sus repeticiones y conjunciones. Es un teatro hecho de acordes y reuniones en el que todas las excepciones, inclusive la de ser hombre, encuentran su doble y su correspondencia. La analogía es el reino de la palabra como, ese puente verbal que, sin suprimirlas, reconcilia las diferencias y las oposiciones134.

134.

Ibid., pág. 100.

La analogía es el recurso del pensamiento y del lenguaje para enfrentarse a la alteridad.

La analogía es la ciencia de las correspondencias. Sólo que es una ciencia que no vive sino gracias a las diferencias: precisamente porque esto no es aquello, es posible tender un puente entre esto y aquello. El puente es la palabra como o la palabra es: esto es como aquello, esto es aquello. El puente no suprime la distancia: es una mediación; tampoco anula las diferencias: establece una relación entre términos distintos. La analogía es la metáfora en la que la alteridad se sueña unidad y la diferencia se proyecta ilusoriamente como identidad. Por la analogía el paisaje confuso de la pluralidad y la heterogeneidad se ordena y se vuelve inteligible; la analogía es la operación por medio de la que, gracias al juego de las semejanzas, aceptamos las diferencias. La analogía no suprime las diferencias: las redime, hace tolerable su existencia135.

135.

Ibid., págs. 107-108.

El resurgir de la analogía en nuestro tiempo sólo podía proceder de la crítica a la modernidad. No tenía cabida en el mundo moderno del tiempo lineal y de sus infinitas divisiones, del tiempo del cambio, y de una historia que, según vimos, se anula a sí misma al historificarse. Baudelaire es feroz testigo de la escisión de la conciencia moderna. Ese desgarramiento que se repite ad infinitum tiene dos posibles salidas poéticas. Como dice Octavio Paz, el recurso contra la excepción universal es doble: la ironía — la estética de lo grotesco, lo bizarro, lo único — y la analogía — la estética de las correspondencias —. Baudelaire es consciente de que el recurso propio de la modernidad crepuscular es la ironía. La poesía moderna, repite de continuo, es la belleza bizarra: única, singular, irregular, nueva. No es la regularidad clásica, sino la originalidad romántica. Es irrepetible, no es eterna: es mortal. Pertenece al tiempo lineal: es la moda de cada día. (Por eso el dandy es una figura lúcida y trágica.) El otro nombre de la ironía es desdicha, conciencia de fnitud. Lo grotesco, lo extraño, lo bizarro, lo original, lo singular, lo único, todos estos nombres de la estética romántica y simbolista no son sino distintas maneras de proferir la misma palabra: muerte. En un mundo en el que ha desaparecido la identidad — o sea, la eternidad cristiana —, la muerte pasa a ser la gran excepción que absorbe a todas las otras y anula cualquier posible conciliación. Por eso, concluye Paz:

Ironía y analogía son irreconciliables. La primera es la hija del tiempo lineal, sucesivo e irrepetible; la segunda es la manifestación del tiempo cíclico: el futuro está en el pasado y ambos en el presente. La analogía se inserta en el tiempo del mito, y más: es su fundamento; la ironía pertenece al tiempo histórico, es la consecuencia (y la conciencia) de la historia. La analogía convierte la ironía en una variación más del abanico de las semejanzas, pero la ironía desgarra el abanico. La ironía es la herida por la que se desangra la analogía; es la excepción, el accidente fatal, en el doble sentido del término: lo necesario y lo infausto. La ironía muestra que, si el universo es una escritura, cada traducción de esa escritura es distinta, y que el concierto de las correspondencias es un galimatías babélico. La palabra poética termina en aullido o silencio: la ironía no es una palabra ni un discurso, sino el reverso de la palabra, la no-comunicación. El universo, dice la ironía, no es una escritura; si lo fuese, sus signos serían incomprensibles para el hombre porque en ella no figura la palabra muerte, y el hombre es mortal136.

136.

Ibid., pág. 109; cfr. pág. 108.

La radical ambigüedad de la sensibilidad posmoderna estriba quizá en que ha intentado fundir en una sola la estética de la ironía y la estética de la analogía. Pretende algo así como una ironía mítica: lo singular y bizarro privado de su excepcionalidad, contado en historias de las que ha desaparecido toda referencia a la muerte y a la insostenible condición de un hombre extrañado de su destino eterno. Es el dandy en vídeo: un juego de correspondencias decaídas en meros simulacros.

Con lo que acabo de decir no estoy intentando — ni quiero ni podría — tachar de irrelevante a la estética posmoderna. Ya hice mención al caso de la arquitectura, en la que la diversificación y la contextualización logran a veces obras presididas por una estética en la que la multiplicidad de códigos puede desempeñar un papel analógico, mientras que el efecto irónico es sólo accidental; o bien desembocar en una suerte de “complejidad agónica”137, que no se agota, como pretende Welsch, en ser la exotérica forma cotidiana de una única modernidad esotérica138. En pintura se podría citar Porta per cittá di mare, de Massimo Scolari, que recoge algunos logros de la propia arquitectura posmoderna. En el cine, una película como E la nave va, de Federico Fellini, es muestra de que los recursos estéticos posmodernos no están, por principio, reñidos con la hondura. En diseño urbanístico, el Skulptur Projekte de Münster (1987) es un modelo de contextualización e integración de las artes en la ciudad.

137.

Cfr. ROBERT VENTURI, Complexity and Contradiction in Architecture, Nueva York, Museum of Modern Art, 1966, págs. 168 y sigs.

138.

Cfr. WOLFGANG WELSCH, “Nach welcher Moderne? Klärungsversuche im Feld von Architektur und Philosophie”, en Moderne oder Postmoderne?, Weinheim, Acta Humaniora, 1986, págs. 237-257.

Si lo más significativo de la posmodernidad estética es haber borrado las fronteras entre el arte de minorías y el arte de masas, resulta que este aspecto se vuelve sumamente paradójico en la Unión Soviética. Allí, los representantes de la cultura inoficial — que no se deben confundir con los disidentes — se han acercado a los planteamientos posmodernos, para desmarcarse de un presunto arte moderno, presentado oficialmente como arte de masas, como instrumento de “Ilustración total”. Tal situación ha permitido a la cultura inoficial soviética llegar a una radicalidad en el diagnóstico de la cultura actual que resulta insólita en medio de la banalidad occidental. Mientras que en el Oeste la autorreferencialidad de los mass media está abocando a la marginación de los sujetos pensantes, en el Este la autonomía posmoderna del significante respecto al significado puede representar la libertad de la palabra, frente a la moderna Ilustración oficial, que subordina la palabra a la acción laboral y política, es decir, a su “contenido real”139.

139.

Véase BORIS GROYS, “Der Paradigmawechsel in der sowjetischen innoffizielen Kultur”, en D. BEYRAN y E. EICHWEDE (edit.). Auf der Suche der Autonomie, Bramen, Donat und Temmen, 1986. Boris Groys fue profesor de Lógica Matemática en las universidades de Leningrado y Moscú; actualmente trabaja como crítico literario en el Frankfurter Allgemeine Zeitung. Le agradezco sus cordiales y profundas sugerencias.

Retomemos nuestro hilo. La versión que da Octavio Paz de la analogía poética confiere a ésta un sentido arcaizante, que llega a ser actual debido a la quiebra de la modernidad estética. Por este camino, Paz se acercaría a Foucault. Pero no es eso lo que ahora me interesa. Es más pertinente destacar el sentido contemporáneo que está adquiriendo la analogía filosófica. Frente a la dominante univocidad ilustrada, es un claro valor ascendente.

Todo lo real finito manifiesta un dinamismo de posibilidades: realizadas ya unas, por realizar otras. Tal condición mudadiza nos impide detenernos completamente en alguna cosa o en algún aspecto. Todo nos exige, como señala Inciarte, dirigir la mirada más allá de lo mirado. Que esto es así lo revela una elemental fenomenología de la percepción: si los ojos se quedaran totalmente inmóviles, ya no verían nada. Lo cual no signifca que nuestras percepciones sean discontinuas y que — una vez considerado un objeto — acontezca una solución de continuidad al pasar a la consideración de otro. Nada de eso: la atención perceptiva no fija los objetos sin que perciba al mismo tiempo una variación. En la percepción no hay fijaciones absolutas: nos movemos siempre entre cosa y cosa, entre propiedad y propiedad140.

140.

FERNANDO INCIARTE, Eindeutigkeit und Variation. Die Wahrung der Phänomene und das Problem des Reduktionismus, Munich, Alber, 1973, págs. 143-144.

Tampoco quiere esto decir que no haya confines entre un objeto percibido y otro. Lo que quiere decir es que tales confines no son totalmente nítidos: manifiestan una cierta holgura y variación. La realidad percibida no es un tejido indiferenciado, pero tampoco un mosaico de piezas completamente heterogéneas. Es una realidad matizada. Es más: si no lo fuera, ni siquiera sería perceptible. Ante la pura homogeneidad, sin diferencia alguna, nada se percibe. Y la total heterogeneidad puntual excluiría la captación de contextos unitarios, que es lo que en realidad sentimos.

Pero cabría argüir que tal es la condición de nuestra subjetividad, pero no la de la realidad misma. El cuantitativismo mecanicista pretende sustituir toda esa variable cualificación de la percepción por una presunta realidad unívocamente cuantificada. Parece que tal empeño nos libra del subjetivismo. Pero más bien ocurre lo contrario. Los supuestos “objetos” cuantificados no serían más que proyecciones de una dimensión parcial de nuestra manera de conocerlos. El objetivista toma la medida por lo medido. En el caso de los colores141, los sustituye por la correspondiente “frecuencia” de la onda luminosa. Pero esa onda, con mayor o menor longitud, no es el color. Si lo fuera, no podríamos verlo. Y, en general, ese mundo drásticamente objetivizado se convertiría en un universo vacío.

Ya hemos apuntado que la negación de la realidad de las llamadas “cualidades secundarias” es una consecuencia inmediata del mecanicismo. En la modernidad temprana, tanto Galileo como Hobbes y Descartes establecieron sin vacilar tal conexión. Pero hay que esperar a la modernidad madura para que Kant obtenga una consecuencia ulterior y más radical: ese mundo mecanizado, descualificado, “sin atributos”, no es real, sino ideal: es una mera representación del sujeto humano142.

141.

FERNANDO INCIARTE, op. cit., págs. 160-165.

142.

Cfr. ALEJANDRO LLANO, Fenómeno y trascendencia en Kant, Pamplona, EUNSA, 1973.

De un modo coloquial, podemos decir que el mundo cualificado es más real que su versión puramente cuantificada. Lo cual nos lleva a dar otro paso, para advertir que tampoco existen cualidades puras e inmóviles. El amarillo no existe (además de que, si existiera, seria invisible). Lo que existen son cosas más o menos amarillentas, entreveradas siempre con otras coloraciones y en contextos polícromos. Lo que realmente existen no son los colores fijos, sino cosas u objetos con tonalidades variadas y variables. Y otro tanto acontece con las restantes cualidades sensibles.

Pero el lector que haya tenido la paciencia de seguirme hasta aquí podría pensar que, con esta aparente deriva empirista, me estoy desdiciendo del esencialismo que antes defendí con tanto empeño. No es el caso. Lo que sucede es que ese mismo esencialismo debe ser matizado (no abandonado). El sencialismo que hoy empieza a mantenerse de nuevo — especialmente en la filosofía analítica del lenguaje — tiene una índole realista. Lo cual equivale a decir, por una parte, que sostiene la realidad de las esencias o modos fundamentales de ser. Mas, por otra, tal realismo también implica que esas esencias reales no son esencias puras: no son ideas trasladadas intactas a la realidad desde algún mundo platónico o algún “tercer mundo” fregeano, hartmanniano o popperiano. Esas maneras fundamentales de ser existen como estructuras ontológicas de individuos variados y variables. Y, como advirtió el psicólogo ruso Pavlov, la verdadera abstracción, el conocimiento intelectual, no consiste en captar solamente los individuos o solamente los universales, sino precisamente los universales y los individuos correspondientes, es decir, las especies en cuanto realizadas en los individuos. A semejanza de lo que ocurría con el amarillo, tampoco cabe decir cabalmente que exista el hombre: lo que existen son hombres muy diferentes entre sí, que realizan una común naturaleza humana.

Wittgenstein escribió en cierta ocasión: “Realismo sin empirismo: eso es lo más difícil en filosofía”. Y tal es la actitud filosófica en la que, a mi juicio, se fundamenta la nueva sensibilidad: un realismo sin empirismo.

Con lo dicho he defendido que la variación es real; que la realidad misma no es unívoca, sino variada y variable. La realidad está poblada de matices, complementos y relaciones, en continua variación. La realidad misma es contextual. La variedad no se puede dar sin comunidad, ni la comunidad sin variedad. Y, a fortiori, lo uno no excluye lo otro. Así pues, ni relacionalismo hipostasiado, ni sustancialismo discontinuo. La vieja — y casi siempre mal entendida — distinción ontológica entre sustancia y accidente se presenta ahora en la forma de su conciliación, que se enmarca en el horizonte trascendental de una metafísica analógica. Octavio Paz evoca un pasaje de la Comedia — el canto último del Paraíso — en el que la metáfora del universo como libro se relaciona con tan seca y “técnica” distinción, en el momento en que el poeta contempla el misterio de la Trinidad, expresión máxima y realísima de la conciliación entre unidad y diferencia:

... vi cómo se entrelazaban
por el amor unidas las hojas de ese libro
que de aquí para allá en el mundo vuelan:
sustancia y accidente al fin se juntan
de esta manera y así mis palabras
son sólo su reflejo143.

Y comenta Paz:

La pluralidad del mundo — las hojas que vuelan de aquí para allá — reposan unidas el el libro sagrado: sustancia y accidente al fin se juntan. Todo es un reflejo de esa unidad, sin excluir las palabras del poeta que la nombran144

143.

DANTE ALIGHIERI, Comedia, Paraíso, Canto XXIII, 85-90:

“Nel suo profondo vidi che s'interna
legato con amore in un volume,
ciò che per l'universo si squaderna;
sustanze e accidenti e lor costume,
quasi conflati insieme, per tal modo
che ciò ch'i dico è un semplice fume.”

Tomado el texto original de la edición bilingüe de Ángel Crespo (Barcelona, Seix Barral, 1977, tomo III, pág. 394). La traducción castellana transcrita es de Octavio Paz.

144.

PAZ. Los hijos del limo, ed. cit., pág. 110.

La primacía real de la analogía sobre la univocidad se refleja también en las palabras; o mejor, en las frases. Porque, al tener que expresar un mundo dinámico y contextual, las palabras sólo adquieren sentido pleno al integrarse en sentencias. Y, al insertarse en esos “movimientos en el juego del lenguaje” (Wittgenstein), los términos experimentan variaciones en su significación, sin merma de la estabilidad de su referencia propia. La primacía lingüística de las frases sobre los términos aislados implica la primacía semántica de la analogía sobre la univocidad. El sentido de una palabra no es sino su contribución — variable — al sentido de las frases en las que se inserta. Una interpretación del conocimiento y del lenguaje — como es la racionalista y la empirista, con origen común en el nominalismo — que enfatice la importancia de los conceptos e ideas, y trivialice la de los juicios, revela una clara tendencia cosificadora. La nominalización y posterior cosificación del lenguaje procede de una mala abstracción que se refleja precisamente en el univocismo. Por esta vía, la sintaxis pierde su peso, justamente porque se la desvincula de la semántica y la pragmática.

El lenguaje real — tanto cotidiano como científico — es primariamente análogo, por la evidente y fundamental razón de que no hablamos ni escribimos en términos aislados, sino que nos expresamos y comunicamos con frases u oraciones. Nuestro lenguaje es contextual, y, por ello, los significados de las palabras experimentan variaciones cada vez que se utilizan. Esta concepción no tiene por qué recaer en una hermenéutica holista, donde todo tiene que ver con todo y no hay constancia significativa alguna. Si tal interpretación — que se remonta a la sofística griega — fuera cierta, sencillamente no podríamos hablar. La teoría analógica del lenguaje, en cambio, mantiene — de manera congruente con su respectiva ontología — que no puede haber variación semántica sin estabilidad significativa, lo mismo que es imposible formar frases sin palabras.

La analogía lingüística permite salvar los fenómenos: no sacrificar la unitaria diversidad de lo real a nuestras exigencias significativas. El lenguaje analógico es, al tiempo, extensional e intensional. Lo cualitativo de la realidad queda guardado en la dimensión intencional del lenguaje. Y como, según vimos, el mantenimiento de lo cualitativo es la salvaguarda del realismo, resulta que el carácter intensional del lenguaje salva su naturaleza intencional, es decir, su constitutiva referencia a la realidad. A través de las palabras — y más allá de ellas —, miramos al mundo, moviéndonos en un ámbito intermedio entre el sujeto y la realidad.

La actual teoría lingüística muestra una tendencia ascendente hacia la consideración analógica del lenguaje. La espléndida obra de James Ross145, entre otras cosas, presenta un rico y bien trabajado panorama en el que, a mi juicio, queda concluyentemente demostrada la primacía del lenguaje analógico sobre el lenguaje unívoco, que no es sino una formalización abstractiva o una construcción artificial.

145.

JAMES ROSS. Portraying Analogy, Cambridge University Press, 1981.

Tal panorama abre espacios para la progresiva y rigurosa articulación de la nueva sensibilidad. Por de pronto, la analogía acoge perfectamente la primacía de la semántica sobre la sintaxis, en contra del planteamiento — dominante hasta hace bien poco — de los estructuralismos y los logicismos. La dimensión semántica pasa a ser fundamental cuando se entiende que la intrínseca variabilidad de los significados deriva de la intencionalidad del lenguaje, de su continua y flexible comparación con la realidad expresada. Pero ya adelanté que esta primacía de la semántica tiene poco que ver con el referencialismo exento, típico de los modelos univocistas y cuantitativistas del lenguaje. Precisamente — y Ross lo demuestra muy bien — una concepción complexiva de la semántica abre camino a una liberación de la pragmática, que sale de las estrecheces del pragmatismo y se sitúa en la dimensión del discurso.

Estamos de nuevo ante la retórica que, lejos de ser irrelevante, refleja la realidad concreta y completa del habla humana. La recuperación y el intenso cultivo de la retórica son una clara ganancia de la contemporaneidad. Advierte Gadamer:

El que ve en la retórica una simple técnica o incluso un mero instrumento de manipulación social no la considera más que en un sentido muy restringido. En realidad, se trata de un aspecto esencial de todo comportamiento razonable. Ya Aristóteles consideraba que la retórica no es una tekhne, sino una dynamis; hasta tal punto participa de la determinación general del hombre como ser racional. La institucionalización de la formación de la opinión pública que ha desarrollado nuestra sociedad industrial podrá tener el mayor ámbito de operancia y haber hecho todos los méritos para ganar la cualificación de manipulación; en cualquier caso en ella no se agota el ámbito de la argumentación racional y de la reflexión crítica que domina a la praxis social146.

146.

GADAMER, Verdad y método, pág. 661.

La aplicación de la retórica como técnica de manipulación es su utilización pragmatista y reductiva por parte de la nueva sofística. Su instrumentación tecnológica es hoy incomparablemente mayor que la reflejada en el Gorgias platónico. Pero su esencia es la misma. Se trata de poner el discurso persuasivo a disposición del poder, en lugar de ponerlo al servicio del saber teórico y práctico. La tecnificación de la retórica en la publicidad, en la propaganda, y aun en la “poética” audovisual, representa el más poderoso medio actual para colonizar el mundo vital. Pero si es verdad que tales procedimientos nuevos pueden ser utilizados como tecnologías de libertad, según mantiene Ithiel de Sola Pool en su libro del mismo titulo, entonces se abren esas posibilidades, exploradas en este ensayo, para que los discursos de los ciudadanos emerjan de sus reductos privados y ganen un puesto al sol del sistema. Eso es lo que espera la posmodernidad. Pero tal emergencia pública de un auténtico discurso audiovisual147 tiene unos pre-requisitos culturales que la ambigua sensibilidad posmoderna no está en condiciones de proporcionar.

Para que el discurso convincente esté al servicio del saber, es preciso, en primer lugar, mantener la primacía del saber mismo sobre las demás acciones humanas. Sólo es aparente — y bien conocida desde antiguo — la paradoja de que la verdadera índole del saber práctico únicamente se sostiene desde la precedencia valorativa de la teoría. Sin ella, la práctica se convierte, efectivamente, en pura pragmática. Ya se oyen confusos clamores sobre las fatales consecuencias de la derrota del pensamiento, que declina ante el particularismo esteticista148. Pero habría de añadirse que no cualquier pensamiento vale; y que el consumo (relativamente) masivo de una filosofía idealista y mecanicista, en cuya verdad ya no se cree, conduce a la obturación de la mente, más que a otra cosa149.

147.

Cfr. JUAN JOSÉ GARCÍA NOBLEJAS, Poética del texto audiovisual, Pamplona, 1983.

148.

Cfr. ALAIN FINKIELKRAUT, La derrota del pensamiento, Barcelona, Anagrama, 1987.

149.

Cfr. ALAN BLOOM, The Closing of American Mind, Nueva York, Simon and Schuster, 1987.

La nueva sensibilidad es un realismo: un pensar meditativo que se abre agradecidamente a lo real150. La racionalista y unidimensional actitud de dominio ha de ser sustituida por esa originaria unidad de consideración y de acción que es la epimeleia, el cuidado. Como dice Kuhn, el ánima cuida del cuerpo animado; el hombre cuida de sí mismo y de sus semejantes a través de la cultura, que es fomento de lo humano y de los medios para cultivarlo. Los padres cuidan de los hijos, el político de la ciudadanía y la divinidad cuida de todos. Pero este movimiento descendente encuentra una respuesta en la aceptación y el reconocimiento. El hijo maduro cuida de sus padres envejecidos. El ciudadano responsable se preocupa por la suerte de la ciudad y cuida de que el estadista no utilice la cosa pública para intereses parciales. Y el hombre ofrece a Dios su culto. El cuidado comparece en todas las actitudes hondas y auténticas. Pero nunca procede con prepotencia, sino entre las imperiosas exigencias de fomentar el bien y esa incertidumbre sobre dónde se hallará lo bueno, que sólo por acercamiento y rectificación podemos paulatinamente superar151.

La epimeleia, el cuidado, implica mímesis, que no es imitación redundante, sino fiel y activo seguimiento, contrapuesto a la corrosividad de la dialéctica negativa152. Epimeleia es analógica unidad de lo diferente. La única posibilidad no-dialéctica de buscar la unidad sin destruir la diferencia, y de afirmar la diferencia sin quebrar la unidad, es el amor. Y esto lo sabe la filosofía y la poética desde Platón hasta, más oscuramente, Sartre. El amor es el que libera al protagonista de Les mouches para la entrega y para la verdadera libertad: amor por la hermana y amor por el sometido pueblo, su pueblo153. Mas si la capacidad de amar se estraga, ya no hay caminos andaderos, ni para las personas ni para los pueblos.

150.

Véase BALLESTEROS. Sobre el sentido del derecho, ed. cit., págs. 71-83.

151.

HELMUT KUHN, Die Kirche im Zeitalter der Kultur-Revolution, Graz, Styria, 1985, págs. 7-8.

152.

Ibid., pág. 16.

153.

Ibid., págs. 137-138.

La crisis es sazón para un desenlace, como acontece cuando la enfermedad alcanza un estado crítico. Al igual que toda crisis, la de la conciencia moderna también es ambivalente. Al poner al desnudo la artificialidad de los constructos de la racionalidad unívoca, la crisis del proyecto moderno nos abre a una variabilidad que nos deja en franquía para actitudes radicales. Una de las salidas de la encrucijada es tremenda: responde a nuestra situación de complejidad desorientada con una global planificación, con una administración total del mundo, que hasta los efectos equívocos quiere controlar. Se hace cargo incluso de la defensa del ambiente natural, en el marco de un holismo ecológico al que incomodan los nuevos pobres y los posibles nacimientos. La nueva moral reconoce la salud como fin supremo, hasta el punto de que la define como el “pleno bienestar físico, psíquico y social” (OMS). Es, otra vez, el titánico esfuerzo por optimizar lo contigente, por asumir una responsabilidad total que traería una total sumisión154.

La otra salida es menos neta y espectacular, porque desconoce soluciones totales y busca sendas perdidas en el claroscuro de la humana experiencia. No comienza por diseñar un completo organigrama sistémico, sino por explorar parajes practicables, “provincias finitas de sentido”. Su actitud — como sugiere Spaemann — es la del clásico aidos, hecho de respeto, moderación y pudor. Conforma un ethos de respeto y veneración por ese orden primigenio que es el anterior a nuestras ocurrencias e intervenciones. Confía en la promesa de que la mansedumbre poseerá la tierra. Contempla de otro modo el nacimiento, la muerte y el destino. Es un nuevo ethos de solidaridad. La responsabilidad ante los “efectos perversos” de nuestras acciones humanas no la remite al anonimato de una experta planificación, sino que le lleva a buscar soluciones más sabias y afinadas, más próximas y hacederas. Advierte que es preciso redimensionar los espacios vitales, para que sus medidas vuelvan a ser humanamente abarcables. Escucha las llamadas de una renuncia al poderío y a la arrogancia, que hoy se escuchan quizá por primera vez en la historia155.

154.

Cfr. SPAEMANN, “Ende der Modernität?”, ed. cit., pág. 34.

155.

Ibidem.

Esta sensibilidad nueva no es debilidad. Vela una inmensa fuerza, cuyo conocimiento reclama precisamente la contención. Si los valores ascendentes presentan un indudable aspecto femenino, frente a la masculinidad imperante, su modestia no es laxitud o dejación. Gertrud von Le Fort lo ha visto bien, desde la hondura de su comprensión del misterio de la mujer:

El hombre considerado en sentido cósmico entra en primer término en cuanto a fuerza, la mujer reposa en su profundidad. Siempre que la mujer fue oprimida, no ocurrió porque era débil, sino porque habiéndola reconocido como fuerte se la temió; y con razón, pues en el instante en que el poder más fuerte no quiere ser la abnegación, sino la soberanía, surge naturalmente la catástrofe156.

156.

LE FORT. op. cit., pág. 26.

Es una hondura que produce el rechazo y la irritación de la trivialidad presente. Porque la nueva sensibilidad no es un ejercicio de limar aristas, ni se agota en la conciliadora blandura de “lo pequeño es hermoso”. Ante la desesperanza de la revolución, induce un callado cambio de revolución. Nada es más subversivo para el sistema, y ante nada reacciona éste con mayor dureza. Según ha advertido Tatiana Góricheva, meterse por estos caminos resulta peligroso.

Estamos lejos de la superficial amabilidad, aparentemente conciliadora, de la beautiful people. No se trata de esa brillante “simpatía”, que sólo resbala por lo de fuera. Se trata de la empatía, que penetra bien dentro.

Después de setenta años de ver la luz, la obra de Edith Stein sobre la empatía (Einfühlung)157 ha irrumpido en el actual debate sociológico, por obra de la perspicacia de un profesor de la Universidad de Bolonia, Achille Ardigò158.

Para los romáticos — Herder y Novalis, sobre todo — la Einfühlung era un total ensimismamiento en la vida de la naturaleza, concebida como ser viviente espiritual. La estética de mediados y finales del siglo XIX — Vischer, Lipps — parte, en cambio, de la alteridad de la naturaleza, que pretende superar con el descubrimiento de su belleza latente159. Mas, para la fenomenología husserliana, la empatía deja de ser un problema predominantemente estético para convertirse en una cuestión gnoseológica: la intersubjetividad.

157.

EDITH STEIN, Zum Problem der Einfühlung, Halle, Waisenhauses, 1917. Reimpresión, Munich, Kaffke, 1980.

158.

EDITH STEIN, L'empatia. Traducción e introducción de Michele Nicoletti. Presentación de Achille Ardigò, Milán, Angeli, 1986.

159.

Cfr. NICOLETTI, Introducción a L'empatia, de EDITH STEIN, págs. 29-30.

Edith Stein encamina su primera empresa intelectual hacia la especificación del acto de empatía, que entiende como, “experiencia de sujetos distintos de nosotros, y de sus vivencias”160. El hecho originario del que parte es precisamente la datitud de tales sujetos y de esas vivencias que pertenecen a otros, pero a las que nosotros tenemos acceso. Un ejemplo puede acercarnos a la esencia del acto de empatía: “Un amigo se acerca y me cuenta que ha perdido a su hermano. Y yo me doy cuenta de su dolor. ¿Qué es este darse cuenta?”161. La Einfühlung no es la percepción externa, que se dirige a cosas espacio-temporales. El dolor no es una “cosa”, ni se me presenta como un acaecer físico. El dolor que veo en el rostro de mi amigo — o mejor: en la variación de su rostro que yo percibo como expresión de su dolor — no está localizado precisamente en su faz, ni es un evento que sucede precisamente ahora. La empatía es un acto originario y peculiar, que consiste en la experiencia de una conciencia ajena, con independencia del tipo de sujeto cuya conciencia es experimentada162. Puede ser referida a Dios o a otros seres vivientes (¿a árboles incluso?); pero la que aquí nos interesa es, ante todo, la empatía del hombre con sus semejantes.

160.

STEIN, L'empatia, ed. cit., pág. 51.

161.

Ibid., pág. 57

162.

Ibid., pág. 64.

El campo inmediato de la empatía es la corporalidad de los demás. Veo la mano de otro. Reposa sobre la mesa, pero no yace del mismo modo que el libro cercano. La mano presiona más o menos sobre la madera. Está relajada o tensa, y yo “veo” esas sensaciones de presión o tensión, según una suerte de co-originalidad. Es una co-captación: mi mano se mueve en lugar de la otra mano, dentro de ella; asumo su situación y su comportamiento, no “como si” fueran míos, sino con los míos, precisamente según el modo de la empatía163.

Pero a través del cuerpo — o mejor: en él — alcanzo el centro personal del otro. Vivo cada acción del otro como algo que nace de un querer y de un sentir. Al propio tiempo, se me da un ámbito de valores experimentables que motiva la predicción sensata de acciones futuras. Una sola acción, una sola expresión corporal — una mirada o una sonrisa — pueden darme una vivencia del núcleo de la persona164.

163.

STEIN, L'empatia, ed. cit., pág. 126.

164.

Ibid., pág. 191.

Estas vivencias empáticas — o endopáticas — forman la urdimbre primordial de la con-vivencia. Su entrelazamiento constituye la red real del mundo de la vida: una intersubjetividad vital, no idealizada ni construida. Todas las demás “redes”, las formalizaciones y las sistematizaciones, vienen después: llegan incluso demasiado tarde si pierden conexión con esta tierra natal de la socialidad. Hasta el lenguaje es posterior, porque esta comprensión primaria acontete antes de que el otro hable. Sin que medie palabra, yo puedo hacerme cargo de la conducta ajena y pensar: en su lugar, yo lo habría hecho también así. Sólo el lenguaje analógico logra moverse en ese ámbito del en y del entre. Encuentra unidad — “Ein-fühlung” — en la alteridad. Reconoce la variedad y variación de los focos, ángulos y perspectivas presentes en la experiencia común. Y supera tal diversidad — sin eliminarla — con una naturalidad que es connaturalidad.

Se difumina así la pesadez impenetrable de lo objetivo y la transparente vacuidad de lo subjetivo, inconciliables para el pensar unívoco. Pero no se confunden en ambigüedades más o menos perversas, sino que se ensamblan en un mundo vital con sentido, aunque afectado siempre de una inevitable penumbra.

Desde un punto de vista sociológico, Ardigò ha subrayado que los actos de empatía no son, propia y necesariamente, parte de la mediación cultural que pertenece a un patrimonio diferenciado y excluyente. Son la esencia de la capacidad de establecer comunicaciones intersubjetivas — hasta llegar a ponerse en lugar del otro — incluso con desconocidos y extranjeros. Son la condición de posibilidad de toda comunicación y, por tanto, de todo inicio de sociedad165. Lo cual revela — añado por mi cuenta — que la vocación universalista de los mundos vitales tiene una índole originaria; que la vitalidad primordial no es cerrada ni narcisista; que hay una continuidad — o debería haberla — entre ese origen intersubjetivo y todas las estructuras graduales que de él proceden; y, finalmente, que la “etnosociología” y el cosmopolitismo han de colocarse en su sitio.

La teoría steiniana de la empatía — advierte Ardigò — es el polo opuesto de la autorreferencialidad. El acto de captación empática de las experiencias vividas por otro sirve de corrección a las ilusiones que puede producir la sola experiencia individual. A través del experimentar empático realizo el reconocimiento de que el cuerpo viviente ajeno es como un nuevo “punto-cero de orientación” en la datitud del mundo espacial externo. Lo cual revierte en una sana relativización de mi propio “punto-cero”. Incluso debo reconocer la posibilidad de que otro me juzgue con mayor justeza que yo mismo, y que me aporte claridad sobre mí mismo166.

165.

ARDIGÒ. Presentación a L'empatia, de EDITH STEIN, págs. 11-12.

166.

Ibid., pág. 16.

En una línea que el citado autor sólo apunta, pienso que tal fenomenología de la convivencia corrige también los excesos de autorreferencialidad y funcionalismo de la teoría de sistemas. Porque la empatía no es un flujo indiferenciado, a partir del cual se diferenciaran las vivencias de cada sujeto. El esquema sistema-ambiente muestra aquí sus limitaciones. Porque ni la “selección empática” es puramente funcional, ni el otro es sólo parte de mi ambiente. Esas “afinidades electivas” tienen mucho de imprevisible. Pero no contribuyen a segmentar negativamente un medio ya altamente complejo y contingente. Son, por así decirlo, procedimientos autónomos de descarga de la complejidad, que inician la institucionalización del mundo vital y constituyen fuentes de entropía negativa. Lo cual tiene que ver con lo que, en este ensayo, he entendido por segmentación positiva y pluralismo real.

Con su teoría de la Einfühlung  más allá incluso de los planteamientos de su maestro —, Edith Stein se escapa de la Escila del monismo positivista (para el cual la mente no sería sino un estadio evolutivo ulterior del cerebro) y de la Caribdis del interaccionismo dualista (que quiebra el nexo vital entre mente y cuerpo). Y no es ésta cuestión de poca monta, ahora que nos aprestamos al Great Debate — en la filosofía y en la ciencia computacional — en pro y en contra de la tesis univocista del causalismo positivista, según la cual, mente, alma y “yo” podrían surgir del cerebro y, en definitiva, de las células y de los átomos167.

167.

John Searle ya ha terciado en el gran debate, de una manera interesante, pero, a mi juicio, insatisfactoria. Según él, lo mental se distingue realmente de lo físico, mas sólo como lo macroscópico se distingue de lo microscópico. Y, así, los pensamientos y demás estados psíquicos son fenómenos del macronivel mental, “causados por” y “realizados en” el nivel microscópico de las neuronas cerebrales. Searle cree poder ser, a la vez, “ingenuamente mentalista” e “ingenuamente fisicalista”. Véase JOHN SEARLE, Mentes, cerebros y ciencia, Madrid, Cátedra, 1985, págs. 17-32. Con todo respeto para su ingeniosa teoría, a mí me parece que Searle, en efecto, es ingenuo. Más sólida. en cambio, es la postura de Kripke, que — con base en la metodologia de los mundos posibles o situaciones contrafácticas — se pronuncia en favor de la no identidad entre mente y cerebro. Véase SAUL KRIPKE, Naming and Necessiyy. Oxford, Oxford University Press, 1980, Págs 144-155. Cfr. ARDIGÒ, op. cit., pág. 14.

La posible línea de sutura entre mundo vital y sistema, que tanto ha rondado las páginas de este libro, se presenta de manera insospechada en este contexto. Según señalaba Ardigò, la autorreferencialidad y la empatía son como los dos polos del conocimiento. Pero lo sorprendente y prometedor del caso es que defienda una tesis semejante nada menos que Roger Schanck, director del laboratorio de Inteligencia Artificial de la Universidad de Yale. Efectivamente, en un reciente libro168, propone delimitar el ámbito de los procesos cognitivos comprensivos (el understanding spectrum) entre dos polos: en un extremo, la percepción del objeto como algo que yo selecciono como relevante, porque reconozco que tiene sentido para mí (making sense); en el otro, la empatía completa (complete empathy). Curiosamente, algunos paradigmas computacionales anteriores ya tenían un sabor vagamente empático, en cuanto que buscaban representaciones de significados independientes de la variedad de los idiomas. Pero esas búsquedas discurrían más bien por los derroteros del formalismo logicista. En cambio, Schanck mantiene ahora que, para hacer progresos más decisivos en el campo de la lingüística computacional, debemos pasar de programas informáticos que se limitan al making sense a programas de Inteligencia Artificial que señalan en dirección hacia la plena comprenión empática, sin que obviamente se llegue nunca a ella. El motivo por el que las “máquinas inteligentes” no podrán llegar nunca a pensar de modo empático lo declara paladinamente el propio Schanck:

El nivel de completa empatia de la comprensión parece estar totalmente fuera del alcance del ordenador, por la simple razón de que el ordenador no es una persona169.

168.

ROGER C. SCHANCK y PETER G. CHILDERS, The Cognitive Computer on Language, Learning and Artificial Intelligence, Reading (Mass.), Adisson-Wesley, 1984.

169.

SCHANCK, op. cit., pág. 46. Cfr. ARDIGÒ, op. cit., págs. 16-19.

Ahora sí que hemos tocado fondo, mas sin perder el desarrollo vertical de variaciones graduales. La idea de empatía — analógicamente usada — nos sitúa en el núcleo de las perplejidades y esperanzas de la nueva sensibilidad. Enraizada en el mundo vital, se despliega en una variedad de estructuras comunicativas que va desde las más cálidas y concretas hasta las, aparentemente, más frías y abstractas.

Las tecnologías informáticas no nos conducen fatalmente a estrategias fatales. El diálogo entre las estructuras sociales más avanzadas y las comunidades vitales no se ha interrumpido. Si conseguimos pensar y sentir mejor, descubriremos una corriente de sentido humano que recorre todos los niveles y empapa todas las instancias. Estamos ante una solidaridad posible. Su viejo y nuevo nombre es amistad: lo más necesario de la vida.

CONCLUSIÓN

A lo largo de las páginas de este libro se ha ensayado una penetración en las perplejidades viejas y en los nuevos atisbos que vienen a confluir en la hora presente. Lo que nos ha salido al paso no ha sido la límpida precisión de un teorema, sino abigarradas configuraciones cuyos perfiles no son netamente delimitables. La eventual ganancia del ejercicio realizado no será, por tanto, una explicación conclusa y estática. Estribará, más bien, en un avance hacia la comprensión del sentido de un drama histórico en curso. Como en todo empeño interpretativo de una situación compleja, el posible balance queda abierto a un diálogo que — como dice Gadamer al final de Verdad y método — se sustrae a toda fijación.

Así pues, lo que el lector encontrará en la coda de esta interpretación no pasará de ser una serie de variaciones sobre lo ya escuchado, que pretenden sólo remansar un discurso inevitablemente fluido y adelantar algunas sugerencias que pudieran llegar a ser operativas en nuestro entorno.

Las coordenadas que han enmarcado nuestras consideraciones sobre la nueva sensibilidad han sido la técnica y la cultura. Más que reiterar las contraposiciones a las que tan proclive es un enfoque ya agotado, se han rastreado aquí las posibles coimplicaciones globales y los singulares puntos de encuentro entre ambas dimensiones de la vida histórica. La articulación tecnológica es consustancial a la cultura de nuestro tiempo; pero la propia potencia y complejidad de tal plasmación exige perentoriamente recurrir a un horizonte cultural que desvele su sentido y su finalidad. Y es precisamente esto lo que no está, en modo alguno, asegurado.

He interpretado el topos de la nueva sensibilidad como una capacidad de percepción del sentido unitario de constelaciones sumamente complicadas. Para que ese afinamiento perceptivo llegue a ser capaz de hacerse cargo de la complejidad presente, es necesario que la cultura actual alcance una tesitura de estricta contemporaneidad, es decir, que no permanezca retrasada respecto a la técnica y sea capaz de detectar los retrasos de la técnica misma.

Los actuales desafíos de competencia técnica remiten, por tanto, a las exigencias de una rigurosa competencia cultural. Se trata de rescatar a la “cultura” de su vanidad convencional y de intentar conectarla con las configuraciones vitales y con las articulaciones del mundo social, para que logre ejercer la función mediadora e integradora que le es propia. Enraizada de nuevo en el ethos, la cultura supera su trivialidad decorativa y se convierte en un saber unitario de orientaciones y valoraciones.

La “estrategia” que se propone es, pues, la de liberar las energías vitales, replegadas hoy en una afectividad enfermiza o entregadas a una exterioridad dispersa. Si no se logra que tal liberación haga sentir sus efectos en el espacio público, el diálogo social seguirá siendo muy pobre y la comunicación colectiva continuará degradándose en manipulación unilateral. En una situación de esta guisa, el ágora pública tiende a reducirse a un mercado de influencias, y la participación política se hace rutinaria y hasta ilusoria.

Al decir esto, no pretendo unirme al coro de los quejumbrosos. Algunos de ellos, en lugar de entonar acusaciones sin destinatario, mejor harían en cantar su propia palinodia. Pero todo ello, como suele acontecer con las actitudes carentes de finalidad, empieza a provocar el tedio. La comunicación — como el saber — es para quien la trabaja. Es preciso ganar, paso a paso, la competencia comunicativa: no es de esperar que nos la confieran graciosamente los propios “decididores”. Para romper la costra de un conformismo estabilizado, lo que cuentan son las aportaciones emergentes. Son las “pequeñas solidaridades” autónomas las que, en primer término, se deben desmarcar del juego establecido; mas no sólo — que no es poco — para hurtarse a la ceremonia del simulacro y la suplantación, sino para intentar que la palabra “hablante” inaugure nuevos juegos comunicativos. (Es evidente mi ingenuidad: soy de los que todavía creen en la fuerza expansiva y unificadora del logos.)

Ni la sola racionalidad tecnológica ni el mero inmediatismo psicológico — y tampoco su emulsión o mezcla — bastan para que se autoencienda una comunicación competente. El único que sabe comunicarse y comunicar es el hombre culto. Bien lo advierten los planteamientos totalitarios o pre-totalitarios, que — sin excepción conocida — ponen en el enmascarado deterioro cultural de un pueblo sus mejores esperanzas para lograr el aislamiento que paraliza. Pero no lo suelen apreciar tan lúcidamente los presuntos defensores de una sociedad humanista y libre, los cuales, con demasiada facilidad, se limitan al recuento de los factores inmediatos, y todo lo fían a la mecánica del compromiso.

Por multicolor y poliédrica que sea la nueva sensibilidad, todas sus variantes vienen a coincidir en una desconfianza respecto a las posibilidades innovadoras del propio “sistema”. Pretenden, más bien, preparar ambientes fértiles, cuyo cultivo incremente la creatividad libre y el poder persuasivo de las buenas razones, ésas de las que el ciudadano de a pie no está tan escaso como suponen los paternalismos al uso. Frente al adoctrinamiento de la “concienciación” impuesta, la nueva pedagogía social enseña a leer esos palimpsestos, en los que una percepción atenta sabe descubrir — tras los caracteres más aparentes — la escritura casi borrada de argumentos originales.

Cuando parecemos abocados a una cultura posliteraria, esa pedagogía social a la que me refiero — que no es una simple reedición de la que Ortega aprendió de los neokantianos — invita a redescubrir la riqueza de motivos e inspiraciones contenida en los libros clásicos, antiguos y recientes. En ellos aparece diseñada la figura del homo civilis, del hombre bueno y buen ciudadano, que sabe guardarse de los imperativos excesos del homo oeconomicus y del “animal político”. Basándome en esos libros, he repetido una y otra vez en el mío que la estructura de la ciudad no se agota en las interacciones del Estado y del mercado. Lo que propugno es una desmercantilizaeión de la economía y una desburocratización de la politica, para que comparezcan públicamente los espacios de solidaridad, que hoy están sofocados por el exclusivismo tecnocrático.

He pretendido alejarme en todo momento del discurso moralizante, quizá porque he podido comprobar la reiteración con la que el moralismo suele desembocar en el inmoralismo. Por eso no pretendo ver en las soluciones convencionales perversidad alguna. Lo que detecto es algo quizá más grave: el simplismo, la incapacidad para percibir la complejidad del entorno y para avizorar las vías de salida del marasmo. La parcialidad dominante es aquella que consiste en prescindir olímpicamente de constantes esenciales del problema, y de variables imprescindibles para toda solución que presente visos de viabilidad. Hay como un velo opaco que impide sentir lo que nace más acá de la política y de la economía: los amortiguados movimientos del mundo vital, en el que — paradójica pero rigurosamente — se hallan los únicos recursos para superar el actual estancamiento político y económico.

Es preciso replantearse a fondo en qué deba consistir hoy el bienestar social. Ya parece descartado que pueda agotarse en las prestaciones de una maquinaria asistencial al borde del colapso. Pero su fuente no se halla en la selva de las insolidaridades, de la que no brota un bien común, sino que ella misma es un mal común. He recordado en este ensayo algo en lo que — desde hace unos veinte años — insisten todos los planteamientos ascendentes: que el bienestar tiene un sentido cualitativo, y que tal calidad de vida consiste más en su activa procuración que en su pasivo disfrute. Pero también hemos tenido ocasión de advertir que la naturaleza antropológica de la acción social permanece hoy teórica y prácticamente embozada.

La persistencia de las aporías sociales y la perplejidad que suscitan hacen pensar que la envergadura de la crisis tiene dimensiones epocales. Entre nosotros, apenas se ha rozado el debate acerca de la condición histórica del tiempo presente. Los escarceos de “los posmodernos” han quedado, casi siempre, relegados a la inoperancia esteticista. Y, por su parte, la retórica de la modernización tampoco suele pasar de una salida por la tangente. ¿Qué significa, aquí y ahora, “modernizarse”? ¿Significa acaso que la Administración sea eficaz, que los trenes lleguen a su hora y que el avión que transporta al Rey logre remontar el vuelo? Más bien es de temer que se esté produciendo el cortocircuito de intentar conectar en directo con la insolidaridad del “individualismo democrático”, subproducto de la modernidad inercial, en vez de recuperar el tiempo perdido en aquellos aspectos de la dinámica de la Ilustración que aún siguen vigentes. (Tales dimensiones, por cierto, habrán de ser reinterpretadas a una nueva luz, que ilumine al iluminismo y así resulte una Ilustración ilustrada.)

Las pecularidades de la historia contemporánea española implican, en muchos aspectos, un retraso arduo de superar. Pero la actual encrucijada cultural y tecnológica podría facilitar que las consecuencias de una situación de marginación histórica se trocaran en una auténtica oportunidad vital. Porque, en un momento en el que la técnica tiende a “perder cuerpo” y a encaminarse hacia el área de la elaboración de información y de la transmisión de conocimientos, ciertos rasgos de las sociedades fuertemente industrializadas suponen más un lastre que una ventaja. Ahora bien, por su propia naturaleza, una oportunidad no es un mecanismo: es una incitación. A lo que nos invita esta coyuntura histórica favorable es, justamente, a lograr la articulación que constituye la interna estructura de la nueva sensibilidad.

De diferentes modos — más discursivos unos, intuitivos sólo otros — he insistido en que lo verdaderamente nuevo en la presente situación es la posibilidad de establecer una sutura entre mundo vital y sistema, que era impensable hace muy poco. La tecnología posindustrial ha producido el inesperado efecto de facilitar que comparezcan de nuevo los actores natos del quehacer social y económico. De un mundo unívocamente mecanizado y taylorista estamos pasando a configuraciones plurales y flexibles, en las que el encuentro entre la vitalidad cultural y la tecnología avanzada constituye una exigencia de complementación. La versatilidad operativa, la capacidad de diseño y la facilidad de comunicación personal son hoy cualidades ascendentes, más valoradas que la exactitud en el cumplimiento de pautas preestablecidas y la constancia en perseguir unas mismas metas. A pesar de viejas amarguras y de recientes desencantos, el temple de los españoles guarda una vitalidad y una riqueza cultural que permitirían lograr la multiplicación de esos ambientes fértiles, en los que la sociedad primaria es el humus del que surgen las innovaciones. El ejemplo de Italia viene aquí muy a propósito.

Pero, insisto, las oportunidades no son cosas mostrencas: sin invenciones y sin proyectos, se desvanecen. Para aprovecharlas, se requiere una especie de “golpe de vista” que sólo es certero cuando tiene tras de sí un largo entrenamiento. Avezar la capacidad de captación es empeño reñido con la improvisación y con el oportunismo de cortos vuelos. Las inversiones en recursos intangibles pueden ser ahora las más rentables. Que estamos lejos de haberlo comprendido así lo demuestra una reciente estadística oficial, según la cual las empresas españolas dedican la formación de sus empleados y directivos una media del 0,06 por 100 de sus presupuestos generales (la inversión por este capítulo es el 12 por 100 en Japón, del 10 en Estados Unidos y del 9 en Alemania). Y los encuestados consideran, por cierto, que las más notorias carencias de los graduados españoles no son precisamente las técnicas, sino las que se refieren a los aspectos humanísticos.

Aunque anuncié al principio que trataría de aspectos operativos más cercanos, no quisiera caer en la pedantería de convertir esta conclusión en algo así como un epílogo para españoles. Entre otras consideraciones, porque ese humanismo, que, según creo, es urgente cultivar, se caracteriza por la visión universal y la apertura a aportaciones diversificadas. Se están produciendo hoy unas variaciones en los parámentros valorativos que reclaman nuestra atención. Las más interesantes se mueven en esa tierra media donde las personas humanas se vuelven a imbricar con la unitaria pluralidad de lo real. Entre todos los campos que registran tales mutaciones, he destacado en estas páginas el amplio territorio del trabajo humano.

Mi propuesta en ese ámbito se concentra en uno de los aspectos más característicos de la nueva sensibilidad: volver al origen. La “vuelta” no es aquí una evocación romántica del pasado, ni un pastiche de tradicionalismo folclórico. Tampoco evoca autoritarismos terminales o puritanismos tardíos. Volver al origen es empeño que responde a una pretensión de radicalidad: adelantarse hasta el punto de surgimiento. Lo radical para el hombre es el hombre mismo, de donde toda cuestión surge y a donde toda cuestión retorna. En la alta valoración de la persona humana se halla el núcleo desde el que se puede ganar un nuevo sentido del trabajo profesional.

El ethos profesional sintetiza muchos de los valores ascendentes que he examinado en el último tramo de este libro. Pienso que constituye hoy un acceso preferente para vislumbrar lo que pueda ser la nueva síntesis entre técnica y cultura. Por una parte, excluye el funcionalismo, que convierte al hombre en un punto negro del ambiente exterior al sistema. Mas, por otra, revaloriza el carácter innovador del saber y el sentido creativo de la libertad. Por estos derroteros, se puede empezar a descubrir la relevancia de la acción social que la conciencia moderna dejó perderse en la exterioridad mecanicista.

Efectivamente, en un ethos profesional que merezca el calificativo de contemporáneo se dan cita la hondura de la comprensión moral de las situaciones concretas y el rigor técnico con el que es preciso instrumentar las soluciones. Pero tal conexión entre praxis y poiesis no se puede lograr hoy sin mediación de dimensiones estéticas. La tendencia contextualizadora y diversificante de la estética posmoderna rima bien con ese pluralismo real y esa segmentación positiva con la que el trabajo profesional — y las instituciones que en él se apoyan — pueden contribuir a que disminuya la entropía social. No es por ello extraño que los mejores logros de la posmodernidad estética se hayan alcanzado precisamente en la arquitectura, que es un arte altamente profesionalizado.

La apreciable calidad media de los profesionales españoles — no sólo de los arquitectos — es señal de que las oportunidades vitales no están siendo del todo desaprovechadas entre nosotros. Pero también cabe detectar hoy circunstancias que son claro motivo de preocupación. La endogamia estéril y el minimalismo particularista parecen estar encaminando a la universidad española hacia una decadencia sin fácil retorno. Hace poco el director de la Biblioteca Nacional denunciaba el sarcasmo de presentar como avanzada de la cultura a un país que dedica tan poca atención a facilitar a los ciudadanos el acceso a las nuevas aportaciones literarias y científicas. La penuria de medios hace que el patrimonio artístico se encuentre en situaciones que oscilan entre la absoluta intemperie y el encerramiento bajo siete llaves. Por último, la propia ética profesional se ve sometida a presiones corruptoras que hacen de la honestidad un continuo heroísmo.

Todo lo cual constituye una apelación para que en el ethos profesional deje de primar la dimensión de la privacy mercantilizada. Bien está que la solidaridad emerja de los pequeños grupos, pero no que se reduzca a ámbitos intimistas que renuncian de antemano a adquirir relieve público. La autorreferencialidad de los mundos vitales es el envés de la índole cerrada que presenta hoy el sistema politico-económico. El tipo de sistemas abiertos, al que, seguramente, debemos ir, no implica sólo un cambio de modelos sociológicos: su contrapartida es una ética de la responsabilidad que — en lugar de recaer en el pragatismo — se nutra de convicciones que encuentran sus raíces en la constitutiva dignidad de la persona humana. La renovada valoración de ese ser irrepetible que es cada hombre debe hacer sentir su peso en la vida cultural y pública. Esto implica, a su vez, que el dinamismo ascendente de la libertad prime sobre la mecánica descendente del despotismo, por muy ilustrado que pretenda parecer. La sociedad sumergida ha de volver a comparecer en el teatro de operaciones.

Declararse al final optimista a pesar de todo, no deja de ser una simpleza que apenas merece el calificativo de retórica. A lo largo de las páginas que quedan atrás, he ido caracterizando un nuevo modo de pensar, en el que, a mi juicio, se cifran los mejores — por no decir los únicos — motivos de esperanza. En último término, entiendo la nueva sensibilidad como una inteligencia comprensiva, que se abre a la variada integridad de lo real por medio de una mayor capacidad perceptiva. La aparente debilidad de este realismo sin empirismo cela la mayor fuerza de la que dispone el hombre. Es una fuerza sin rigidez: un ímpetu sin afán de dominio. Nos encontramos en una situación histórica que se ha hecho sensible a esta superación de la prepotencia, y que se encuentra disponible para aceptar un regalo primordial, cuyo origen no está en nosotros mismos. Decía Kierkegaard que las puertas del espíritu se abren hacia afuera. Y Wittgenstein añadía que esa dimensión radical de la vida humana pertenece a aquello que se puede mostrar, pero no se puede decir.